Presentación de las meditaciones del Via Crucis del Viernes Santo en el Coliseo

Preparadas por el eremita belga André Louf, monje cisterciense

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 8 abril 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la presentación preparada por la Oficina de Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice de las meditaciones del «Vía Crucis» que presidirá Juan Pablo II este Viernes Santo en el Coliseo.

Han sido redactadas por el padre André Louf, belga, monje cisterciense de estricta observancia, quien tras haber sido abad del monasterio de Notre-Dame de Mont-des-Cats (Francia) durante 35 años, vive retirado en un eremo del sur de Francia, dedicado a la oración y al estudio de los padres de la Iglesia.

Zenit publicará en su servicio de este Viernes Santo las meditaciones de este Via Crucis.

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Como todos los años, la tarde del Viernes Santo, celebración litúrgica de la Pasión del Señor, la Iglesia de Dios en Roma, presidida por su Pastor, el Sucesor de Pedro, realiza en el Coliseo el piadoso ejercicio del «camino de la Cruz». A la comunidad cristiana de Roma, se unen a lo largo de las catorce estaciones, peregrinos de todo el oikumene, mientras que millones de fieles de toda lengua, pueblo y cultura participan en la oración y la meditación a través de los medios radiotelevisivos. Una feliz coincidencia en el calendario permite este año celebrar contemporáneamente a los cristianos de Oriente y Occidente el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del único Señor y, por lo tanto, vivir juntos la memoria del acontecimiento fundamental de su fe.

Este año los textos bíblicos del Vía Crucis han sido tomados del Evangelio de Lucas, mientras que las meditaciones y las oraciones han sido compuestas por Dom André Louf. Es un monje cisterciense de estricta la observancia que desde hace unos años vive en un eremitorio, después de haber desempeñado el ministerio de abad durante treinta y cinco años en su comunidad de Notre-Dame de Mont-des-Cats, en Francia, guiándola en el seguimiento de Jesucristo desde los años del Concilio Vaticano II hasta los umbrales del tercer milenio: un monje arraigado en la Escritura gracias a la práctica cotidiana de la lectio divina, amante de los Padres de la Iglesia de los primeros siglos y de los místicos flamencos; un padre de monjes capaz de acompañar a los hermanos en la vida espiritual y en la búsqueda cotidiana de «un solo corazón y una sola alma» que caracterizaba la comunidad apostólica de Jerusalén. Un monje cenobita, pues, para el cual soledad y comunión están en constante dialéctica existencial: soledad ante a Dios y comunión fraterna, unificación interior y unidad comunitaria, reducción a la «simplicitas» de lo esencial y apertura a la pluralidad de las expresiones de la vivencia de la fe. Éste es el compromiso cotidiano del monje, la dinámica de su «stabilitas» en una determinada realidad comunitaria, el «trabajo de la obediencia» (Regla de S. Benito, Prol. 2) por el que se vuelve a Dios.

Los textos propuestos para este Vía Crucis están impregnados de este esfuerzo monástico liberador, que es también el esfuerzo de todo bautizado miembro de la comunidad viva de la Iglesia. Jesús se encuentra a veces «sólo», unas veces por su libre opción, otras porque todos le abandonaron: está solo en el Huerto de los Olivos, cara a cara con el Padre; está solo frente a la traición de un discípulo y la apostasía de otro; solo afronta el sanedrín, el juicio de Pilatos, los escarnios de los soldados; solo carga sobre sí el peso de la cruz; solo se abandonará totalmente en los brazos del Padre.

Pero la soledad de Jesús no es estéril, sino todo lo contrario: puesto que brota de una íntima unión con el Padre y el Espíritu, crea, a su vez, comunión entre los que entran en relación vivificante con ella. Así, en su pasión, Jesús encuentra la ayuda fraterna del Cirineo, conoce el consuelo de las mujeres discípulas que vinieron con él a Jerusalén, abre las puertas de su Reino al centurión y al buen ladrón, que supieron mirar más allá de la apariencia, ve formarse a los pies de la cruz el embrión de la comunidad compuesta por su madre y el discípulo amado. En fin, justamente en el momento aparentemente de mayor soledad, la deposición en el sepulcro, cuando su cuerpo es entregado a la tierra, se abre paso a una renovada comunión cósmica: bajando a los infiernos, Jesús encuentra en Adán y Eva a la humanidad entera, anuncia la salvación a los «espíritus encarcelados» (1 P 3, 19) y restablece la comunión paradisíaca.

Para todo discípulo de Jesucristo, participar en el Vía Crucis significa, pues, entrar en el misterio de soledad y comunión vivido por el Maestro y Señor, aceptar la voluntad del Padre sobre sí mismo, hasta descubrir, más allá del sufrimiento y de la muerte, la Vida sin fin que mana del costado traspasado y del sepulcro vacío.

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ZENIT Staff

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