Principios básicos de la doctrina social

El Compendio explica su trasfondo

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ROMA, sábado, 13 noviembre 2004 (ZENIT.org).- La enseñanza social católica suele mencionar la importancia de la persona humana, o conceptos tales como bien común, pero sin entrar en detalles sobre lo que significan. Tras explicar los elementos de fundamento que están detrás de la doctrina social de la Iglesia el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, recientemente publicado, dedica un par de capítulos a la persona humana y a una serie de principios.

«La Iglesia ve en los hombres y mujeres, en toda persona, la imagen viva del mismo Dios», indica el número 105. Cristo, por medio de su encarnación, se ha unido a sí mismo a la humanidad, continúa el texto, dándonos «una dignidad incomparable e inalienable».

Esto es relevante para la sociedad, observa el Compendio, porque el protagonista de la vida social es siempre la persona humana. De hecho, todo el cuerpo de enseñanza social ofrecido por la Iglesia «se desarrolla a partir del principio que afirma la dignidad inviolable de la persona humana» (número 107).

El libro del Génesis habla de la persona humana que es creada a imagen de Dios. La criatura humana es colocada en el centro y la cima de toda la creación, y recibe de Dios el soplo de la vida. Hay, por lo tanto, en toda persona una relación intrínseca con Dios, que, aunque sea olvidada o ignorada, nunca puede ser eliminada (números 108-9). El Génesis también relata cómo el hombre y la mujer fueron creados juntos, demostrando así que la persona humana no es una criatura solitaria, sino que tiene una naturaleza social.

El relato bíblico también cuenta cómo el pecado ha afectado la naturaleza humana y está «en la raíz de las divisiones personales y sociales» (número 116). El pecado, la separación de Dios, también trae consigo una separación de las demás personas y del mundo que nos rodea. Hay también pecados que constituyen una agresión directa a nuestros prójimos, especialmente aquellos que afectan temas de justicia, el derecho a la vida y la libertad para creer en Dios.

Pero junto con la omnipresente realidad del pecado, no debemos olvidar «la universalidad de la salvación en Jesucristo», recuerda el Compendio (número 120). Además, la redención obtenida por Cristo permite a toda persona compartir la naturaleza de Dios.

El Compendio también advierte en contra de algunos errores en la idea de persona humana. Deberíamos evitar concepciones reduccionistas que presentan a los individuos o como absolutamente autónomos o como meras células dentro de un organismo mayor. Otro error es perder de vista la unidad entre cuerpo y alma, un fallo que puede conducir o a un espiritualismo que desdeñe el cuerpo, o a un materialismo que ignore el espíritu (números 125-9).

Una sociedad justa
Yendo a las consecuencias de la visión de la Iglesia de la persona humana, el Compendio establece que sólo puede haber una sociedad justa «cuando se basa en el respeto a la dignidad trascendente de la persona humana» (número 132). El texto también insiste en la importancia de la libertad. Las autoridades deberían ser cuidadosas con las restricciones que ponen a la libertad (número 133) y nuestra dignidad humana demanda que actuemos «de acuerdo a una elección consciente y libre» (número 135).

Esta libertad no es, sin embargo, ilimitada, dado que únicamente Dios puede determinar lo que es bueno o malo. Además, la libertad debería ejercitarse por una conciencia guiada por la ley moral natural (números 136-43).

Otras consecuencias son:

— La igual dignidad de todas las personas, sea entre hombre y mujer, o personas con discapacidades (números 144-48).

— La naturaleza social de todos los seres humanos que significa que crecemos y realizamos nuestra vocación en relación con los demás (números 149-51).

— La existencia de derechos humanos, basados en la dignidad de la persona (números 152-55).

«El verdadero corazón»
Tras considerar la persona humana, el Compendio pasa luego a considerar otros principios básicos que «constituyen el verdadero corazón de la enseñanza social católica» (número 160). El primero de éstos es el bien común.

El bien común es mucho más que únicamente la simple suma de bienes individuales en la sociedad. Es el total de las condiciones que permiten que las personas logren su plenitud más total y fácilmente (número 164). Estas condiciones varían según las condiciones históricas concretas, pero incluyen elementos tales como el compromiso por la paz, un sistema jurídico justo y el proporcionar los servicios esenciales.

El estado tiene la responsabilidad de salvaguardar el bien común, pero los individuos también son responsables de ayudar a que se desarrolle, según las posibilidades de cada uno. El estado también se encarga de reconciliar los bienes particulares de los grupos e individuos con el bien común general. Ésta es una delicada tarea, observa el Compendio, y en un sistema democrático las autoridades deben ser cuidadosas a la hora de interpretar el bien común no sólo según los deseos de la mayoría, sino también respetando el bien de las minorías.

Compartir los bienes
El siguiente principio es el del destino universal de los bienes (números 171-84). Dios ha destinado la tierra y sus bienes en beneficio de todos. Esto significa que cada persona debería tener acceso al nivel de bienestar necesario para su pleno desarrollo.

Este principio, explica el Compendio, tiene que ser puesto en práctica según los diferentes contextos sociales y culturales y no significa que todo está a disposición de todos. El derecho de uso de los bienes de la tierra es necesario que se ejercite de una forma equitativa y ordenada, según un específico orden jurídico. Este principio tampoco excluye el derecho a la propiedad privada. No obstante, es importante no perder de vista el hecho de que la propiedad sólo es un medio, no un fin en sí misma.

Lo que es importante recordar es que: «El principio del destino universal de los bienes es una invitación a desarrollar una visión económica inspirada por valores morales que permitan a las personas no perder de vista el origen o propósito de estos bienes, de manera que se logre un mundo de justicia y solidaridad, en el que la creación de riqueza pueda tener una función positiva» (número 174).

El Compendio también insiste en el principio de la opción preferencial por los pobres, que se ha de ejercitar por medio de la caridad cristiana e inspirarse en la pobreza de Jesús y su atención al pobre.

Organizar la sociedad
Otro principio subyacente a la doctrina social es la subsidiariedad. La sociedad civil está compuesta por muchos grupos y el estado debería no sólo reconocer su papel y respetar su libertad de acción, sino también ofrecer la ayuda que puedan necesitar para llevar a cabo sus funciones.

Cada persona, familia y grupo tiene algo original que ofrecer a la comunidad, observa el Compendio (número 187) y una negación de este papel limita, o incluso destruye, el espíritu de libertad e iniciativa.

El principio de subsidiariedad se opone, por lo tanto, a «ciertas formas de centralización, burocratización, y de ayuda al bienestar y de presencia injustificada y excesiva del estado en los mecanismos públicos».

Una implicación de la subsidiariedad es otro principio – la participación. Es importante que todo coopere en la vida social, cultural y política (número 189). La participación, indica el Compendio, es uno de los pilares del sistema democrático.

Otro principio relacionado con la vida social es la solidaridad. En tiempos modernos, ha habido una mayor concienciación de la interdependencia entre los individuos y los pueblos. La solidaridad es tanto un principio de la vida social como una virtud moral (número 193). Por medio del ejercicio de la solidaridad cada p
ersona hace un compromiso por llevar a cabo el bien común y servir a los demás.
<br> La solidaridad, por lo tanto, significa la voluntad de darnos por el bien de nuestros prójimos. Esto, sin embargo, no es sólo preocupación filantrópica. Nuestro prójimo, dice el número 196, no es sólo alguien con derechos «sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, redimido por la sangre de Jesucristo y puesto bajo la permanente acción del Espíritu Santo».

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ZENIT Staff

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