Reflexión del Papa: la reconciliación, don del Espíritu

Primera Congregación General, mañana del 5 de octubre

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CIUDAD DEL VATICANO, martes 6 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la reflexión del Papa Benedicto XVI, ayer por la mañana durante la apertura de la Primera Congregación General.

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Queridos hermanos y hermanas:

Hemos dado comienzo a nuestro encuentro sinodal invocando al Espíritu Santo y sabiendo muy bien que en este momento no podemos llevar a cabo lo que habría que hacer para la Iglesia y para el mundo: sólo con la fuerza del Espíritu Santo podemos percibir lo que es recto y después ponerlo en práctica. Todos los días comenzaremos nuestro trabajo invocando al Espíritu Santo con la oración de la Hora Tercia «Nunc sancte nobis Spiritus«. Por eso, ahora querría, junto con vosotros, meditar un poco sobre este himno que abre el trabajo de cada día, aquí en el Sínodo, pero también después en nuestra vida cotidiana.

«Nunc sancte nobis Spiritus«. Pedimos que Pentecostés no sea sólo un acontecimiento del pasado, el primer inicio de la Iglesia, sino que acontezca hoy, es más, ahora: «nunc sancte nobis Spiritus«. Pedimos al Señor que realice ahora la efusión de su Espíritu y recree de nuevo a su Iglesia y al mundo. Recordemos que los apóstoles después de la Ascensión no empezaron – como quizás hubiera sido normal – a organizar, a crear la Iglesia futura. Esperaron la acción de Dios, esperaron al Espíritu Santo. Comprendieron que la Iglesia no se puede hacer, no es el producto de nuestra organización: la Iglesia debe nacer del Espíritu Santo. Al igual que el mismo Señor fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de Él, también la Iglesia debe ser siempre concebida por obra del Espíritu Santo y nacer de Él. Sólo con este acto creativo de Dios podemos entrar en la actividad de Dios, en la acción divina y colaborar con Él. En este sentido, también todo nuestro trabajo en el Sínodo es un colaborar con el Espíritu Santo, con la fuerza de Dios que nos precede. Tenemos que seguir implorando que se cumpla esta iniciativa divina, en la que nosotros podemos ser colaboradores de Dios y contribuir a que su Iglesia nazca y crezca de nuevo.

La segunda estrofa de este himno – «Os, lingua, mens, sensus, vigor, / Confessionem personent: / Flammescat igne caritas, / accendat ardor proximos» – es el corazón de esta oración. Imploremos a Dios tres dones, los dones esenciales de Pentecostés, del Espíritu Santo: confessio, caritas, proximos. Confessio: existe la lengua de fuego que es «razonable», da la palabra correcta y hace pensar en el fin de Babilonia en la fiesta de Pentecostés. La confusión que nace del egoísmo y la soberbia del hombre, cuyo efecto es que ya no logren comprenderse unos a otros, se supera con la fuerza del Espíritu, que une sin uniformar, que da unidad en la pluralidad: cada uno puede entender al otro, incluso en las distintas lenguas. Confessio: la palabra, la lengua de fuego que el Señor nos da, la palabra común en la que estamos todos unidos, la ciudad de Dios, la santa Iglesia, en la que está presente toda la riqueza de las diversas culturas. Flammescat igne caritas. Esta confesión no es una teoría sino que es vida, es amor. El corazón de la santa Iglesia es el amor, Dios es amor y se comunica comunicándonos el amor. Por último, el prójimo. La Iglesia nunca es un grupo cerrado en sí mismo, que vive para sí mismo como uno de los muchos grupos que existen en el mundo, sino que se caracteriza por la universalidad de la caridad, de la responsabilidad hacia el prójimo.

Consideremos uno por uno estos tres dones. Confessio: en el lenguaje de la Biblia y de la Iglesia antigua esta palabra tiene dos significados esenciales, que parecen opuestos pero en realidad constituyen una única realidad. Confessio ante todo es confesión de los pecados: reconocer nuestra culpa y conocer que ante Dios somos insuficientes, somos culpa, no estamos en la justa relación con Él. Este es el primer punto: conocernos a nosotros mismos en la luz de Dios. Sólo en esta luz podemos conocernos a nosotros mismos, podemos entender también cuánto mal hay en nosotros y, de este modo, ver todo lo que debe ser renovado, transformado. Sólo en la luz de Dios nos conocemos los unos a los otros y vemos toda la realidad.

Me parece que debemos tener presente todo esto en nuestros análisis sobre la reconciliación, la justicia y la paz. Los análisis empíricos son importantes, es importante que se conozca exactamente la realidad de este mundo. No obstante, estos análisis horizontales, preparados con tanta exactitud y competencia, son insuficientes. No indican los verdaderos problemas porque no los colocan a la luz de Dios. Si no vemos que en su raíz está el Misterio de Dios, las cosas del mundo van mal porque la relación con Dios no es ordenada. Y si la primera relación, la relación básica, no es correcta, todas las demás relaciones con todo lo que puede haber de bueno, fundamentalmente no funcionan. Por eso, nuestros análisis del mundo son insuficientes si no llegamos hasta este punto, si no consideramos el mundo en la luz de Dios, si no descubrimos que en la raíz de las injusticias, de la corrupción, está un corazón que no es recto, está una cerrazón respecto a Dios y, por lo tanto, una falsificación de la relación esencial que es la base de todas las demás.

Confessio: comprender en la luz de Dios las realidades del mundo, el primado de Dios y, por último, de todo el ser humano y las realidades humanas, que tienden a nuestra relación con Dios. Y si ésta no es correcta, no llega al punto querido por Dios, no entra en su verdad, entonces tampoco se puede corregir todo lo demás porque vuelven a nacer todos los vicios que destruyen la red social y la paz en el mundo.

Confessio: ver la realidad en la luz de Dios, entender que en el fondo nuestras realidades dependen de nuestra relación con nuestro Creador y Redentor y, de este modo, llegar a la verdad, a la verdad que salva. San Agustín, refiriéndose al capítulo 3 del Evangelio de san Juan, define el acto de la confesión cristiana con «hacer la verdad, ir a la luz». Sólo viendo en la luz de Dios nuestras culpas, la insuficiencia de nuestra relación con Él, caminamos a la luz de la verdad. Y sólo la verdad salva. Actuemos por fin en la verdad: confesar realmente en esta profundidad de la luz de Dios es hacer la verdad.

Este es el primer significado de la palabra confessio, confesión de los pecados, reconocimiento de la culpabilidad que resulta de nuestra falta de relación con Dios. Pero un segundo significado de confesión es el de dar gracias a Dios, glorificar a Dios, dar testimonio de Dios. Podemos reconocer la verdad de nuestro ser porque existe la respuesta divina. Dios no nos ha dejado solos con nuestros pecados; ni siquiera cuando nuestra relación con Su majestad está obstaculizada, Él no se retira sino que viene y nos toma de la mano. Por eso, confessio es testimonio de la bondad de Dios, es evangelización. Podríamos decir que la segunda dimensión de la palabra confessio es idéntica a la evangelización. Lo vemos en el día de Pentecostés, cuando san Pedro, en su discurso, por una parte acusa la culpa de las personas – habéis matado al santo y al justo -, pero al mismo tiempo dice: este Santo ha resucitado y os ama, os abraza, os llama a ser suyos en el arrepentimiento y en el bautismo, y en la comunión de su Cuerpo. En la luz de Dios, confesar se convierte necesariamente en anunciar a Dios, evangelizar y, de este modo, renovar el mundo.

La palabra confessio, sin embargo, nos recuerda otro elemento más. En el capítulo 10 de la Carta a los Romanos san Pablo interpreta la confesión del capítulo 30 del Deuteronomio. En este último texto parece que los judíos, entrando en la forma definitiva de la alianza, en Tierra Santa, tenían miedo y no podían realmente responder a Dios como debían. El Señor les dice: no tengáis m
iedo, Dios no está lejos. Para llegar a Dios no es necesario atravesar un océano desconocido, no son necesarios viajes espaciales por el cielo, cosas complicadas o imposibles. Dios no está lejos, no está al otro lado del océano o en estos espacios inmensos del universo. Dios está cerca. Está en tu corazón y en tus labios, con la palabra de la Toráh, que entra en tu corazón y se anuncia en tus labios. Dios está en ti y contigo, está cerca.

San Pablo sustituye, en su interpretación, la palabra Toráh por la palabra confesión y fe. Dice: realmente Dios está cerca, no son necesarias expediciones complicadas para llegar a Él, ni aventuras espirituales o materiales. Dios está cerca con la fe, está en tu corazón, y con la confesión está en tus labios. Está en ti y contigo. Realmente Jesucristo con su presencia nos da la palabra de la vida. Así entra, por la fe, en nuestro corazón. Habita en nuestro corazón y en la confesión llevamos la realidad del Señor al mundo, a nuestro tiempo. Me parece que este es un elemento muy importante: el Dios cercano. La ciencia y la técnica comportan grandes inversiones: las aventuras espirituales y materiales son costosas y difíciles; pero Dios se da gratuitamente. Las cosas más grandes de la vida – Dios, amor, verdad – son gratuitas. Dios se da en nuestro corazón. Diría que deberíamos meditar a menudo sobre esta gratuidad de Dios: no hacen falta grandes dones materiales ni intelectuales para estar cerca de Dios. Dios se da gratuitamente en su amor, está en mí, en mi corazón y mis labios.

Esta es la valentía, la alegría de nuestra vida. Es también la valentía presente en este Sínodo, porque Dios no está lejos: está con nosotros con la palabra de la fe. Pienso que también esta dualidad es importante: la palabra en el corazón y en los labios. Esta profundidad de la fe personal, que realmente me une íntimamente con Dios, debe ser confesada: fe y confesión, interioridad en la comunión con Dios y testimonio de la fe que se expresa en mis labios y se convierte de ese modo en sensible y presente en el mundo. Son dos cosas importantes que siempre van juntas.

Más adelante, el himno que estamos comentando indica también los lugares en los que se encuentra la confesión: «oas, lingua, mens, sensus, vigor«. Todas nuestras capacidades de pensar, hablar, sentir, actuar, deben hacer resonar – el latín usa el verbo «personar» – la palabra de Dios. Nuestro ser, en todas sus dimensiones, debería llenarse de esta palabra, que de ese modo llega a ser realmente sensible en el mundo, que, a través de nuestra existencia, resuena en el mundo: la palabra del Espíritu Santo.

Brevemente, otros dos dones. La caridad: es importante que el cristianismo no sea una suma de ideas, una filosofía, una teología, sino un modo de vivir, el cristianismo es caridad, es amor. Sólo así nos convertimos en cristianos: si la fe se transforma en caridad, si es caridad. Podemos decir que también logos y caritas van juntos. Nuestro Dios es, por una parte, logos, razón eterna; pero esta razón es a la vez amor, no es fría matemática que construye el universo, no es un demiurgo; esta razón eterna es fuego, es caridad. En nosotros mismos debería realizarse esta unidad de razón y caridad, de fe y caridad. Y así transformados en la caridad, ser divinizados, como dicen los Padres griegos. Diría que en la evolución del mundo tenemos este recorrido ascendente, desde las primeras realidades creadas hasta la criatura hombre. Sin embargo, esta escala todavía no está completa. El hombre debería ser divinizado y, de ese modo, realizarse. La unidad de la criatura con el Creador: este es el verdadero crecimiento, llegar con la gracia de Dios a esta apertura. Nuestra esencia se transforma en la caridad. Si hablamos de este crecimiento también pensamos en esta última meta, a la que Dios quiere llegar con nosotros.

Por último, el prójimo. La caridad no es algo individual, sino universal y concreto. Hoy, en la Misa, hemos proclamado la página evangélica del buen samaritano, en la que vemos la doble realidad de la caridad cristiana, que es universal y concreta. Este samaritano se encuentra con un hebreo, por lo tanto, alguien que está fuera de las fronteras de su tribu y su religión; pero la caridad es universal y, por lo tanto, este extranjero es para él prójimo en todos los sentidos. La universalidad abre los límites que cierran el mundo y crean las diversidades y los conflictos. Al mismo tiempo, el hecho de que se deba hacer algo por la universalidad no es filosofía sino acción concreta. Debemos tender a esta unificación de universalidad y concreción, debemos abrir realmente estas fronteras entre tribus, etnias y religiones a la universalidad del amor de Dios. Y no en teoría, sino en los lugares en los que vivimos, con toda la concreción necesaria. Roguemos al Señor que nos conceda todo esto, con la fuerza del Espíritu Santo. Al final el himno es glorificación del Dios uno y trino, y petición de conocer y creer. El final, pues, vuelve al comienzo. Oremos para que podamos conocer, para que conocer sea creer, y que creer llegue a ser amar, acción. Roguemos al Señor que nos conceda el Espíritu Santo, suscite un nuevo Pentecostés, nos ayude a ser sus servidores en esta hora del mundo.

Amén.

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ZENIT Staff

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