Saludo del cardenal Errázuriz al Papa en la inauguración de la Conferencia de Aparecida

APARECIDA, lunes, 14 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el saludo que pronunció el cardenal Francisco Javier Errázurriz, arzobispo de Santiago de Chile y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano, en la sesión de inauguración de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en la tarde del domingo en el salón de actos del Santuario de Nuestra Señor Aparecida, con la participación de los 266 participantes en la cumbre eclesial.

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Querido Santo Padre,
A nombre de todos los presentes, miembros e invitados a esta Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, y a nombre de todos los obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, consagradas y laicos que en esta tarde nos acompañan desde sus casas y en tantos templos y santuarios de nuestros países, deseo darle, Santo Padre, la más cordial y agradecida bienvenida.

Nos emociona este encuentro tan esperado con Vuestra Santidad junto a Nuestra Señora Aparecida en esta ciudad santa, verdadera capital de la geografía de la fe. Nos llena de gratitud y confianza la oración ininterrumpida de nuestra Iglesia, que implora con María, la Madre de Jesús, para sus pastores y para quienes colaboran con ellos, como también para toda la Iglesia, una nueva irrupción del Espíritu Santo, un nuevo Pentecostés.

Creció este Santuario como fruto de una pesca milagrosa. Por eso nos recuerda la vocación de los primeros discípulos de Jesús a orillas del lago, y la fe de Simón Pedro cuando aceptó el desafío de su Maestro y Señor, y remó mar adentro para echar las redes y recibir tal abundancia de peces. En este lugar de gracias, sin embargo, lo más milagroso no fue la pesca, sino el descubrimiento de la imagen de Nuestra Señora, oculta y dañada en las aguas del río Paraíba.

El río que marca el nacimiento del santuario nos evoca asimismo el torrente de agua viva del profeta Ezequiel y del Apocalipsis, ese torrente que nace del trono de Dios y del Cordero, el Espíritu que todo lo vivifica, que hace nuevas todas las cosas. Y la imagen de Nuestra Señora Aparecida nos hace presente a aquella criatura que abrió su alma ampliamente a la acción del Espíritu Santo, que le enseñó a cantar en el Magníficat las obras portentosas de la misericordia y la sabiduría de Dios. Ella es fuente de inspiración para toda la Iglesia, discípula y misionera como ella, para tener y para dar vida en abundancia.

Santo Padre, es lo que más queremos: que todos abran las compuertas de su existencia y de su sed al Espíritu Santo que colma de juventud, de paz y de vida nueva en Cristo, para que cuanto sembró el Padre de los cielos en este Continente de la Esperanza, dé abundantes y sorprendentes frutos, como en la vida de la Virgen María y de todos nuestros santos.

Junto al Sucesor de Pedro y con él queremos renovar el compromiso de lanzar las redes al inicio de este siglo, con la confianza de lanzarlas en el nombre del Señor. Lo hacemos con la esperanza de una pesca abundante y milagrosa, para que en nuestros pueblos vean la luz del Día, la luz de Cristo, no sólo la imagen bendita del río Paraíba, sino también muchos rostros ocultos, sumergidos en su tristeza, en su desesperanza o bajo múltiples injusticias, rostros en los cuales palpita el anhelo y la vocación de ser imágenes vivas de Jesucristo, también de su Santísima Madre; en último término, imágenes de la Santísima Trinidad.

Santo Padre, conscientes de que Cristo vino, viene y vendrá a nuestro encuentro, queremos asumir con renovado ardor el encargo misionero de llevar su nombre, de evangelizar a los pobres, los ciegos, los cautivos y los encarcelados, y de anunciar la Buena Noticia como liberación del pecado y de sus graves consecuencias, como promesa de vida plena, como gozo, paz y esperanza. Queremos ser siempre pastores según el corazón de Cristo, a fin de que se abran los corazones y las mentes, las alegrías y los sufrimientos, los errores y las pobrezas, los proyectos y las culturas ante Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida para nuestros pueblos y para el mundo entero.

«Habla, Señor, que tu siervo escucha», fue la respuesta de Samuel cuando iniciaba su camino de discípulo y profeta del Señor. Es lo que le pedimos con humildad a Dios al inicio de nuestra Asamblea. Háblanos desde las Escrituras y cuando permanezcamos de rodillas ante el Santísimo Sacramento. Háblanos, Señor, a través de nuestros hermanos, sobre todo de los más pequeños. Háblanos desde la tradición de la Iglesia y a través de los gozos, el dolor, los extravíos, la vida y los compromisos de nuestras comunidades, don gratuito de tu gracia y de tu amor; y háblanos mediante las inquietudes, las miserias y el hambre de pan, sacado del horno y bajado del cielo, de nuestro tiempo.

Y en esta hora de gracia, en esta casa de tu santa Madre Aparecida, háblanos, Señor, a través del Sucesor de Pedro, aparición tuya en medio de tu Iglesia, que ha querido estar con nosotros, cumpliendo el encargo de confirmarnos en la fe. Háblanos, Señor, en las palabras de nuestro Papa Benedicto XVI, que tus discípulos y misioneros te escuchan.

[Texto distribuido por el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)]

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ZENIT Staff

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