San Antonio de Padua y su devoción eucarística

Homilía del cardenal Maradiaga en el Congreso Eucarístico Internacional

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DUBLÍN, miércoles 13 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto de la homilía del cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga, en la misa de hoy, festividad de San Antonio de Padua, en el Congreso Eucarístico Internacional.

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La liturgia nos dice que los santos cumplen una triple función en la Iglesia: el ejemplo de sus vidas, la ayuda de su intercesión y el compartir su destino.

La primera lectura puede aplicarse a la vida de san Antonio que fue consagrado en el bautismo, la confirmación y la ordenación sacerdotal para «llevar la buena noticia a los pobres, curar los corazones destrozados, confortar a los afligidos» y difundir la gracia del Señor. Como los discípulos del evangelio, dejó su nativo Portugal y como auténtico seguidor de san Francisco, enriqueció a miles de cristianos mediante su pobreza. Hay muchos ejemplos edificantes en su vida pero en el contexto del Congreso Eucarístico, deseo concentrarme en el siguiente tema: «San Antonio de Padua vivió una íntima y apasionada relación personal con la Eucaristía; este Divino sacramento marcó sus días, llenándole de esperanza confiada».

Encarando al movimiento de los cátaros que rechazaban los sacramentos, san Antonio fue un testigo de la presencia real de Cristo en la Eucaristía: «Sí, creo firmemente y profeso que este cuerpo, que nació de la Virgen, colgó en la cruz, reposó en la tumba, resucitó al tercer día y ascendió al cielo a la derecha del padre, este mismo cuerpo fue verdaderamente dado a los apóstoles y esta verdadera realidad es hecha presente cada día por la Iglesia y dada a los fieles…».

Para contrarrestar la influencia de la herejía patarina (un movimiento reformista que empezó en el norte de Italia) y que había desfigurado el dogma de la presencia real, reduciendo la Eucaristía a una simple cena histórica, «sólo una mera memoria, san Antonio, predicando un día en Rimini ilustró plenamente la realidad de la presencia de Jesús en la Hostia consagrada. Sin embargo, los líderes de la herejía no aceptaron el razonamiento del santo y trataron de desacreditar su argumentos. Uno de los líderes le dijo: «Menos palabras ahora: si deseas que crea en este misterio, tendrás que hacer el siguiente milagro: Tengo una mula. la dejaré sin comida tres días seguidos. Cuando hayan pasado los tres días, iremos a verla juntos, yo con hierba y tu con el sacramento. Si la mula rechaza la hierba y se arrodilla y adora ‘tu pan’, entonces yo mismo lo adoraré». El santo aceptó el desafío y fue a implorar la ayuda de Dios por medio de oración, ayuno y penitencia.

Durante tres días, el hereje privó a la mula de todo alimento y luego la llevó a la plaza pública. Al mismo tiempo, san Antonio fue a la plaza en el lado opuesto, llevando en sus manos una custodia con el Cuerpo de Cristo; todo esto en presencia de una multitud de gente deseosa de saber el resultado de este extraordinario reto aceptado por el santo franciscano. San Antonio encaró al hambriendo animal y le dijo: «En el nombre de este Señor al que yo, aunque indigno, llevo en mis manos, te mando que vengas y reverencies a tu Creador, de manera que la malicia de los herejes pueda ser confundida y comprendan la verdad de este santísimo Sacramento que los sacerdotes llevamos al altar y por el cual las criaturas están sujetas a su Creador».

Mientras el santo pronunciaba estas palabras, el hereje mostraba cebada a la mula para que comiera, pero la mula sin prestar atención a la comida se dirigió paso a paso como si tuviera uso de razón y respetuosamente dobló ambas rodillas ante el santo que sostenía elevada la sagrada Hostia y permaneció en esa postura hasta que san Antonio le dio permiso para levantarse.

El hereje, llamado Bonvillo, cumplió su promesa y se convirtió de todo corazón a la fe católica: el hereje se retractó de sus errores y san Antonio, tras bendecirle con el Santo Sacramento entre grandes aplausos, llevó la custodia en procesión a la iglesia donde dio gracias a Dios por el milagro y la conversión de tantos hermanos.

Más allá de un milagro espectacular, lo que san Antonio enseñó respecto a la Eucaristía es la doctrina de la Iglesia. Ante todo, es un don del Señor, del que el sacerdote no es el dueño sino el servidor. La Eucaristía es el más espléndido Sacramento de la Presencia de Cristo; es inevitable que la Eucaristía tenga una acción transformante en el corazón de cada uno que lo vive. La Eucaristía es un don de amor que sólo será plenamente comprendido en la eternidad.

El beato Juan Pablo II, en su encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003) recuerda que la Iglesia «obtiene su vida de la Eucaristía, Cristo da su cuerpo y su sangre para la vida de la humanidad. Y aquellos que se nutren de modo digno en la mesa se convierten en instrumentos vivientes de su presencia amorosa, misericordiosa y dadora de paz.

San Pablo recuerda a los cristianos de Corinto que la cena del Señor no es sólo un evento de compañerismo; es también un memorial del sacrificio redentor de Cristo. «Así, entonces, cada vez que comes de este pan y bebes de este cáliz anuncias la muerte del Señor hasta que venga». Quien participa es unido al misterio de la muerte del señor y transformado en su «misionero».

Hay una profunda relación entre celebrar la Eucaristía y proclamar a Cristo. Entrar en comunión con El significa, al mismo tiempo, ser transformados en misioneros del evento que la celebración hace real. Implica hacerlo contemporáneo en cada época, hasta que el Señor venga.

Por esta razón, los santos, cada uno en modo único en su propio y particular contexto, revelan o manifiestan a Cristo. San Antonio de Padua vivió una íntima y apasionada relación personal con la Eucaristía; que marcó su vida, llenándole de esperanza confiada.

La vida de Antonio de Padua, tan rica de dones sobrenaturales y sucesos extraordinarios, estaba fundada en una radical piedad eucarística. La expresión «Dadles vosotros de comer» (Lc. 9,13) tuvo un gran significado en su propia vida, dado que en muchas situaciones en las que en las que se dio la multiplicación del pan, estas han de ser vistas como una consistente extensión de su intensa unión con Cristo y de su ininterrumpida oración.

Cristo, «el pan vivo que baja del Cielo», es el único que puede aliviar el hambre de la persona humana en todos los tiempos y en todos los lugares de la tierra. No puede hacerlo solo, sin embargo, y por esta razón, como en la multiplicación del pan, implica a los discípulos: «Luego Jesús tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba dando a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente» (Luc 9,16). Este potente signo es una imagen de este maravillo misterio de amor que se rebueva cada día en la Santa Misa: a través del ministerio del sacerdote. Cristo da su Cuerpo y su Sangre por la vida de la humanidad. Y aquellos que dignamente participan en la mesa se convierten en instrumentos vivientes de su presencia amorosa, misericordiosa y dadora de paz.

San Antonio fue el primero que enseñó teología en la Orden Franciscana.

Para él, predicar a Cristo es comprenderlo y explicarlo a través del misterio de la Eucaristía, viviendo en completa consistencia, su unión con Cristo vivo y presente en el Santísimo Sacramento. Solía decir «se esfuerza en vano en difundir la doctrina de Cristo quien le contradice con sus obras»: de ahí sus largas horas de contemplación y profundo silencio amoroso ante la presencia de Jesús en el Tabernáculo. Su personal devoción era el modo más convincente de predicar lo que creía: que Jesús está presente en el Santísimo Sacramento del Altar. La fuerza y la abundancia de milagros en su vida, tiene su fuente y profundo fundamento en su profunda vida eucarística. la Eucaristía, celebrada y adorada, es el principio de la configuración con Cristo.

En nuestro ti
empo nosotros quizás no tenemos las herejías del pasado sino más bien la praxis de la indiferencia. La Sagrada Eucaristía es simplemente ignorada y no ocupa un importante lugar para la gran mayoría de la gente, que puede no decirlo en palabras pero llevan a pensar las palabras de los israelitas en el desierto: «Estamos ya hartos de este pan sin levadura». (Num. 21,5). El propósito del Congreso Eucarístico Internacional es ayudarnos a vivir mejor cada día la fe en la Iglesia y el Santo Sacramento. Que a través de la intercesión de san Antonio seamos capaces, cada día, de dar al Sacramento del Altar un lugar más central en nuestras vidas, y podamos alimentar a través de este Sacramento un modo cristiano de vida que produzca frutos de amor y solidaridad. Tal como se pide en la oración de entrada de la Misa: «Concédenos que con la asistencia e intercesión de este extraordinario predicador, mientras seguimos las enseñanzas de la vida cristiana, podamos conocer su ayuda en toda prueba». Amén.

Traducido del original inglés por ZENIT

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ZENIT Staff

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