Sigilo ante el Cónclave. Un asunto capital

Es el tiempo de Dios

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Cinco días de reuniones de las congregaciones de cardenales sin haber determinado aún la fecha del cónclave parecen ser un mundo para muchos comunicadores que se han convertido en una especie de «azote» para los electores. Les cuesta aceptar que no se hallan en un congreso, como ha señalado explícitamente el portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, y exigen informaciones casi al instante. Lo curioso es que el apremio por saber y difundir lo que sea procede generalmente de personas que toman estos momentos solamente desde el punto de vista de la noticia, sin más, despojada de la trascendencia espiritual que tiene para millones de personas. Esas que siendo católicas de pro viven tranquilas porque saben que lo que está en marcha es el tiempo de Dios, no el de los hombres. Y Dios se hace presente en el silencio, justamente lo contrario de la interesada exposición que reclaman una y otra vez a los congregados desde las cabeceras de los diversos medios de comunicación. Con todo, el irrefrenable afán de despejar incógnitas que éstos exhiben, por desgracia es compartido, aún inconscientemente, por personas débiles que deberían aguardar con paciencia el momento exacto en el que se produzca la elección del nuevo pontífice, pero que quedan contaminadas por la urgencia que les transmiten. En estos días se oye y se lee de todo: miedos, incertidumbres, dudas…, que discurren casi parejas al deseo de que culmine el vacío de la silla de Pedro, todo lo cual contrasta con la serenidad de la que hacen gala los cardenales.

Convendría clarificar esta situación ambivalente, que afecta a unos y a otros, teniendo en cuenta que el sigilo no es ajeno al ritmo de Dios, ese que en nada se asemeja al de los seres humanos, como he recordado en este espacio recientemente. El trasfondo espiritual en el que está envuelto cambia por completo el enfoque de la reflexión que procede. Y para empezar no estaría de más recordar que el sigilo exactamente no tiene por qué ser sinónimo de secreto, ni de censura. Tampoco puede ser calificado de hermetismo. Y al menos estas tres acepciones se están barajando en el momento actual con un sentido censor, claro está. Para que tenga sentido relacionar el sigilo con el secreto, con toda propiedad, cuando se alude a la posición de la Iglesia hay que añadirle el calificativo «sacramental». Y así cualquier sacerdote está obligado a conservar intacto, aunque mediaran graves presiones y riesgos para su vida, lo que un penitente haya develado bajo «secreto» de confesión. Es verdad que se toma el sigilo como algo cercano al secreto cuando se trata de mantener a resguardo una determinada cuestión que tiene sus repercusiones. Pero cabría la posibilidad de establecer una legítima disociación entre ambos, pese a no estar comprendida dentro del diccionario de la RAE, en la que los dos aparecen dentro de las acepciones que ofrece la voz «secreto». Así, consideramos a éste con un carácter inviolable de todo punto. Esto es, alude a algo que no se puede revelar y tiene ese cariz de obligatoriedad como el que, por ejemplo, vincula a todo sacerdote en el ejercicio de la confesión, como se ha dicho. Mientras que el sigilo podría tomarse como más cercano a la cautela y el silencio ante hechos que no conviene difundir. Es una cuestión de matiz, sutil si se quiere. Pero en este caso se valoraría específicamente la integridad de una persona que no sintiéndose estrictamente condicionada a actuar con esa exigente prudencia que acompaña al secreto, obraría llevada por ella sin dudarlo sencillamente porque forma parte de un código de valores que no está dispuesta a vulnerar. Sea cual sea el término que se maneje, sigilo o secreto, espiritualmente los dos estén orientados a una disciplina, ayuno de las pasiones, que se encierra en el heroico silencio.

Ahora bien, con independencia de la interpretación o tergiversación que puede hacerse de ambos, creo que más por ignorancia que por conveniencia, cuando se tilda de secretismo, hermetismo, etc., a la actitud de los directamente implicados en la situación histórica que atraviesa la Iglesia, de algún modo deja de abordarse el asunto con la profundidad que encierra. Algo que, a mi modo de ver, es lo que verdaderamente importa. Simplemente tomando lo que sucede en la vida ordinaria cuando alguien hace a otro partícipe de algo, con un carácter confidencial, y lo pregona a los cuatro vientos, está claro que con esa conducta irrefrenable está vulnerando la confianza de la que ha sido acreedor. Además, hasta cuando no se dirimen asuntos de excepcional calado, cabe pensar qué interés puede tener alguien en apresurarse a difundir aquello de lo que tiene noción por el privilegio de la cercanía a los hechos, o simplemente porque ha tenido acceso directo a los mismos por las vías que sean. ¿No estaría imbuido por la notoriedad, por el afán de arrogarse un cierto protagonismo? Traslademos ahora esta actitud a los cardenales y démonos cuenta de que todo lo que concierne al cónclave está regido por criterios espirituales, y éstos exigen de todos un ejercicio de alta responsabilidad en la fidelidad a su vocación y misión, algo, por cierto, que están teniendo los electores. Eso sí, como errar es humano, si alguien se ha podido precipitar, enseguida ha rectificado, como se vio ayer mismo tras las explicaciones pertinentes ofrecidas por Federico Lombardi respecto al debido cauce que se daría a la información a partir de ese momento con el consenso del Colegio cardenalicio. Simplemente este espíritu de acuerdo pone de manifiesto nada menos que el valor de la colegialidad frente al individualismo denostado por Cristo, y, por tanto, es garantía de unidad y de verdad.

El sigilo no trae más que beneficios, bendiciones, como todas las virtudes. En ese encadenamiento de unas con otras que en ellas se da, junto al sigilo perviven, por ejemplo, el respeto, la sensatez, la prudencia, la discreción. Evitar la especulación y las interpretaciones erróneas conforman la delicada actitud de una persona servicial, dócil, obediente, mansa y humilde de corazón. La falta de sigilo es una cuestión moral. Por tanto, no es baladí que en la Iglesia se apele a la contención en las formas, al ejercicio responsable de la misión que cada uno se traiga entre manos. El mero hecho de saber que nuestros afanes se hallan en buenas manos produce la satisfacción de la autenticidad; es signo de que estamos en el camino marcado por Cristo. Él cuando tenía que tomar una determinación, se retiraba específicamente a orar. La urgencia, el apremio periodístico no es secundado por el Evangelio. La única perentoriedad de la que cabe hablar es la de ejercitar la virtud prontamente, si es preciso contrariándose a uno mismo, como Cristo ha indicado, pero siempre con el afán, el único, de que sea Él quien brille y quede oculto lo demás. Y ello requiere insistente oración.

El uso irrefrenable de la lengua acarrea numerosos peligros (Stg 3, 8). Conviene ser moderados en el hablar; en ello se encuentra la verdadera sabiduría. Ante Herodes, Cristo guardó silencio. No es cierto que si se dan muchas explicaciones la gente comprenderá todo mejor. Y sí lo es que con informaciones fuera de lugar simplemente se dan alas a una curiosidad malsana, incluso inmadura que, además de buscar de forma insaciable nuevas aclaraciones –y de sacar fuera de contexto lo que se le pueda decir, porque, entre otras cosas, no cuenta con el juicio adecuado para valorar los hechos–, seguirá sin entender que lo que está en juego no es algo insignificante. Que no entra dentro de las noticias de quita y pon que están acostumbrados a seguir. Por el contrario, ese grupo de personas creyentes y comprometidas, que ocupan un puesto relevante en la Iglesia, esperan oír la voz divina para saber cómo han de actuar y necesitan ser respetados. Hasta ahora, y debemos dar gracias a Dios por ello, vemos en los cardenales el gesto de auténticos hombres de Iglesia, hijos legítimos de Dios que, frente a toda presión mediática, puestos sus
ojos en el Altísimo oran, reflexionan, meditan, comparten sus inquietudes, etc., todo con paciencia, prudencia, mesura… ¿No es esto lo que hizo Cristo?, ¿no es el mejor aval de que con estos sentimientos y disponibilidad Dios bendecirá a la Iglesia con un santo pontífice? Pues de eso se trata.

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Isabel Orellana Vilches

Isabel Orellana Vilches Misionera idente. Doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona con la tesis Realismo y progreso científico en la epistemología popperiana. Ha cursado estudios de teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. Con amplia actividad docente desde 1986, ha publicado libros como: Realismo y progreso científico en la epistemología popperiana, Universitat Autònoma de Barcelona, 1993; El evangelio habla a los jóvenes, Atenas, Madrid, 1997; Qué es... LA TOLERANCIA, Paulinas, Madrid, 1999; Pedagogía del dolor. Ensayo antropológico, Palabra, Madrid, 1999; En colaboración con Enrique Rivera de Ventosa (†) OFM. Cap. San Francisco de Asís y Fernando Rielo: Convergencias. Respuestas desde la fe a los interrogantes del hombre de hoy, Universidad Pontificia, Salamanca, 2001; La "mirada" del cine. Recursos didácticos del séptimo arte. Librería Cervantes, Salamanca, 2001; Paradojas de la convivencia, San Pablo, Madrid, 2002; En la Universidad Técnica Particular de Loja, Ecuador, ha publicado: La confianza. El arte de amar, 2002; Educar para la responsabilidad, 2003; Apuntes de ética en Karl R. Popper, 2003; De soledades y comunicación, 2005; Yo educo; tú respondes, 2008; Humanismo y fe en un crisol de culturas, 2008; Repensar lo cotidiano, 2008; Convivir: un constante desafío, 2009; La lógica del amor, 2010; El dolor del amor. Apuntes sobre la enfermedad y el dolor en relación con la virtud heroica, el martirio y la vida santa. Seminario Diocesano de Málaga, 2006 y Universidad Técnica Particular de Loja, Ecuador (2007). Cuenta con numerosas colaboraciones en obras colectivas, así como relatos, cuentos, fábula y novela juvenil, además de artículos de temática científica, pedagógica y espiritual, que viene publicando en distintas revistas nacionales e internacionales. En 2012 culminó el santoral Llamados a ser santos y poco más tarde Epopeyas de amor prologado por mons. Fernando Sebastián. Es la biógrafa oficial del fundador de su familia espiritual, autora de Fernando Rielo Pardal. Fundador de los Misioneros Identes, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2009. Culmina la biografía completa. Tiene a su cargo el santoral de ZENIT desde noviembre de 2012.

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