«Sin el Día del Señor no podemos vivir»: Homilía del Papa en la catedral de Viena

VIENA, domingo, 9 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este domingo en la mañana en la celebración eucarística que presidió en la catedral San Esteban de Viena.

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* * *   Queridos hermanos y hermanas
«Sine dominico non possumus!» Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitinia en la actual Túnez cuando, sorprendidos en la Celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué, de Domingo, habían celebrado la función religiosa cristiana, a sabiendas que esto era castigado con la muerte. «Sine dominico non possumus». En la palabra dominico están enlazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos de nuevo aprender a percibir. Se encuentra sobretodo el don del Señor – este don es El mismo: el Resucitado, de cuyo contacto y cercanía los cristianos tienen necesidad para ser ellos mismos. Esto, sin embargo, no es sólo un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da a nuestro tiempo, y por tanto a nuestra vida en su conjunto, un centro, un orden interior. Para aquellos cristianos la Celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida con su amor, la vida misma es vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la misma vida su fundamento, su dignidad interior y su belleza.

¿Tiene relevancia esta actitud de los cristianos de entonces también para nosotros cristianos de hoy? Sí, es válida también para nosotros, que tenemos necesidad de una relación que nos sostenga y de orientación y contenido a nuestra vida. También nosotros tenemos necesidad del contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Tenemos necesidad de este encuentro que nos reúne, que nos dona un espacio de libertad, que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.

Si volvemos con atención al pasaje evangélico de hoy, y escuchamos al Señor que en él nos habla, nos asustamos. «Quien no renuncia a toda su propiedad y no busca también todos los lazos familiares, no puede ser mi discípulo». «Quisiéramos objetar: ¿pero qué cosa estas diciendo, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene necesidad justamente de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, necesidad de la alegría de vivir? ¿Acaso no son necesarias también personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus bienes? Si escuchamos mejor al Señor y lo escuchamos en el conjunto de todo aquello que El nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige de todos la misma cosa. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para él. En el Evangelio de hoy, Jesús habla directamente de aquello que no es tarea de los muchos que se habían unido a El durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce (apóstoles). Ellos, antes que nada, deben superar el escándalo de la Cruz y luego deben estar preparados para dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta erudición y de formación ficticia o verdadera – y en particular también a los pobres y a los sencillos- el Evangelio de Jesucristo. Deben estar preparados, sobre su camino en la vastedad del mundo, para sufrir en primera persona el martirio, y así dar testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado. Si la palabra de Jesús esta dirigida principalmente a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos los tiempos El llama a las personas a contar exclusivamente con El, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición y de este modo a disposición de los demás: a crear oasis de amor desinteresado en un mundo, en el cual tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero. ¡Agradecemos al Señor, porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor suyo han dejado todo lo demás, haciéndose signos luminosos de su amor! ¡Basta pensar en personas como San Benito y Escolástica, como Francisco y Clara, Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila hasta Madre Teresa de Calcuta y Padre Pío! Estas personas, con toda su vida, se han convertido en una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos al Señor, para que también en nuestro tiempo done a tantas personas el valor de dejarlo todo, para así estar a disposición de todos.

Pero si ahora volvemos al Evangelio, podemos percatarnos de que el Señor no habla solamente de algunos pocos y de su tarea particular; el sentido de aquello que El dice vale para todos. De qué cosa se trata en última instancia, lo expresa una vez más de la siguiente manera: «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 24s). Quien quiere solamente poseer la propia vida, tomarla solo para sí mismo, la perderá. Solo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: solo aquel que ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre el salir de si mismo, requiere abandonarse a sí mismo. Quien mira hacia atrás para buscarse y quiere tener al otro solamente para sí, justamente de este modo pierde a sí mismo y al otro. Sin éste más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. «quien pierda su vida por mí…», dice el Señor: un dejar a sí mismo, en modo más radical, es posible solo si con ello al final no se cae en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Solo el amor de Dios, que ha perdido a sí mismo por nosotros entregándose a nosotros, hace posible también para nosotros el ser libres, de dejar perder y así encontrar verdaderamente la vida. Este es el concepto que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico tan aparentemente duro de este Domingo. Con su palabra El nos dona la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor de Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la cual habla la lectura de hoy. Aquí también vale la afirmación de que de nada sirve todo el saber del mundo, si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué cosa verdaderamente es importante en la vida.

«Sine dominico non possumus!». Sin el Señor y el día que Le pertenece no se realiza una vida bien lograda. El Domingo, en nuestras sociedades occidentales, se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre. El tiempo libre, especialmente en la prisa del mundo moderno, ciertamente es una cosa bella y necesaria. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del cual proviene una orientación en su conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece y recrea. El tiempo libre necesita de un centro –el encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el Cardenal Faulhaber, lo expresó una vez de la siguiente manera: «Da al alma su Domingo, da al Domingo su alma».

Precisamente porque en el Domingo se trata en profundidad el encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con el Cristo resucitado, el alcance de este día abraza la realidad entera. Los primeros cristianos han celebrado el primer día de la semana como Día del Señor, porque era el día de la resurrección. Sin embargo muy pronto la Iglesia tomó conc
iencia también del hecho de que el primer día de la semana es el día de la mañana de la creación, el día en el que Dios dijo «Haya luz» (Gn 1,3). Por esto el Domingo es para la Iglesia también la fiesta semanal de la creación –la fiesta del agradecimiento y de la alegría por la creación de Dios. En una época, en la cual, a causa de nuestras intervenciones humanas, la creación parece expuesta a múltiples peligros, tendríamos que acoger conscientemente inclusive esta dimensión del Domingo. Para la Iglesia primitiva, el primer día, después, ha asimilado progresivamente también la herencia del séptimo día, el šabbat. Participamos en el reposo de Dios, un reposo que abraza a todos los hombres. Así percibimos en este día un poco de la libertad y de la igualdad de todas las creaturas de Dios.

En la oración de este Domingo recordamos principalmente que Dios, mediante su Hijo, nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego le pedimos que mire con benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos done la verdadera libertad y la vida eterna. Rezamos por la mirada de bondad de Dios. Nosotros mismos tenemos necesidad de esta mirada de bondad, más allá del Domingo, hasta la vida de cada día. Al orar sabemos que esta mirada ya nos ha sido donada, es más, sabemos que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión consigo mismo. Ser hijo significa – lo sabía muy bien la Iglesia primitiva- ser una persona libre, no un siervo, sino uno que pertenece personalmente a la familia. Y significa ser heredero. Si nosotros pertenecemos a aquél Dios que es el poder sobre todo poder, entonces no tememos y somos libres. Y somos herederos. La herencia que El nos ha dejado es El mismo, su Amor. Sí, Señor, haz que este conocimiento nos penetre profundamente en el alma y que así aprendamos el gozo de los redimidos. Amén.

[Traducción realizada por «Radio Vaticano»
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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