Sinceridad de corazón

Los valores de la Cuaresma

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MADRID, viernes 2 marzo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a nuestros lectores, en nuestro espacio Foro, la colaboración habitual de monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España. En este caso sobre los valores a cultivar especialmente en este tiempo de Cuaresma.

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+ Juan del Río Martín

Las llamadas coloquialmente “virtudes domésticas” son aquellos valores que muchas veces se dan por supuestos y que en otras ocasiones están un tanto arrinconados. Sin embargo, sin ellos la convivencia familiar, social y religiosa se hace imposible. Benedicto XVI en múltiples ocasiones ha insistido en la necesidad de la sinceridad en la vida cristiana, porque “solo la conversión es posible desde la sinceridad, desde el examen de conciencia sincero y arrepentido”. Por eso mismo, viene bien que en este tiempo de Cuaresma nos examinemos de cómo andamos en la sinceridad, porque sin ella no infundimos confianza a los demás, no creamos un clima de cordialidad y familiaridad a nuestro alrededor.

Decimos que una persona es sincera cuando tiene aprecio por la verdad y sus acciones están marcadas por el amor (cf. Rom 12,9). No es casual que en una sociedad donde no se valora el “esplendor de la verdad” y la misma caridad se ha cosificado, la sinceridad con Dios, con uno mismo y con los demás, sea un “bien escaso”. Parece prevalecer más la mentira, la artificialidad, el fingimiento etc., que la rectitud de intención en lo que pensamos, hablamos y hacemos, de tal manera que como diría Maugham: “en tiempos de hipocresía cualquier sinceridad parece cinismo”. Pero la necedad de los farsantes es creer que aquello que se habla en secreto no será descubierto (cf. Lc 12,2-3), y ahí tenemos el dicho popular: “Antes se coge al mentiroso que al cojo”. Así pues, terminadas las ferias de las vanidades de este mundo pasajero, sólo quedará de la persona su claridad sencilla y sus obras edificadas en el amor.

Ahora bien, conseguir un corazón sincero supone: la renuncia a la mentira y medias verdades; la constancia del empeño de cada día por mantener la verdad en la caridad; y la prudencia que nos libera de confundir la sinceridad con la ingenuidad inconsciente.

La sinceridad con uno mismo se asienta en el conocimiento de las cualidades y defectos de cada uno. Ello motiva un doble sentimiento, por un lado de gratitud por los dones recibido del Altísimo, por otro de aceptación y superación de los defectos propios de la naturaleza humana y aquellos procedentes de los errores personales. El saber situarse en el espejo de uno mismo, sin extremismos de ningún tipo, demanda una buena dosis de humildad.

Para la persona creyente, la sinceridad con Dios reside en la toma de conciencia de su dependencia radical con Aquel que le ha dado el ser y lo sostiene. De igual forma, el no creyente, si quiere ser sincero consigo mismo, tendrá que preguntarse alguna vez: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido?, ¿de qué te jactas, como si no lo hubieses recibido?” (1Cor 4,7). Hay todo un mundo que nos precede y del cual no podemos prescindir, por ello también somos seres dependientes de los otros, en cuanto: vida, ambiente, cultura y tantas otras cosas que nos vienen dadas. Si aceptamos esa dependencia directa e indirecta, llegaremos a ser sinceros con Dios, con los demás y nos habremos encontrado a nosotros mismos.

La sinceridad tiene un rostro que refleja sencillez, naturalidad, franqueza. La persona sincera no se enreda ni se complica por dentro, no busca lo aparatoso en lo exterior, sino que hace de lo ordinario de cada momento algo extraordinario tocado por la bondad de su corazón. El reverso de este semblante es la afectación, el glamour, la pedantería, la jactancia que tanto nos aleja de los demás y crea un envolvente vacío existencial.

La raíz de la falta de sinceridad se halla en la soberbia. A aquel que cree que todo lo puede conseguir por sus muchas cualidades y esfuerzos, le será muy difícil reconocer el misterio en su vida y a la vez descubrir lo positivo que poseen los demás. Esa ceguera le hace perder objetividad ante su propia historia, la culpa de sus fallos siempre la tendrán los demás, será incapaz de someterse a la verdad, de valorar el amor y la amistad. Por eso, el soberbio intentará desplazar a Dios, ignorar a sus semejantes y sus labios no proferirán una palabra veraz.

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ZENIT Staff

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