Situación y perspectivas de la familia y la vida en América Latina

Por monseñor Jorge Enrique Jiménez, presidente del CELAM

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SANTO DOMINGO, 4 septiembre 2002 (ZENIT.org).- Publicamos el análisis sobre la situación de la familia y la vida en América Latina presentado por el obispo Jorge Enrique Jiménez Carvajal, presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), al intervenir en el encuentro de presidentes de Conferencias Episcopales de América Latina celebrado del 2 al 4 de septiembre en la capital de la República Dominicana.

“SITUACION Y PERSPECTIVAS DE LA FAMILIA Y LA VIDA EN AMERICA : PANORAMA DE LA SITUACION LATINOAMERICANA»
+ Jorge Enrique Jiménez Carvajal
Obispo de Zipaquirá
Presidente del CELAM

Es ya una frase común afirmar que el mundo de hoy “está en cambio” y que quizás sea ésta la palabra, juntamente con aquella de “crisis”, que más se ha utilizado en el lenguaje del mundo occidental en los últimos 50 años de lo que fue el siglo XX y en los primeros dos –añadiendo para ahora una tercera palabra “globalización”– de este siglo XXI que encabeza el Tercer Milenio.

En efecto, “la sensación y la urgencia del cambio” han conducido a una enorme crisis de la que solamente –según piensa casi la totalidad de los entendidos– sólo se puede salir bajo el esquema de la globalización.

André Gluckman, uno de los grandes críticos y analista de la época que hemos vivido, piensa que el final de la guerra fría puso en evidencia el resto de problemas de un mundo que creía estaba condenado a morir en una irremediable confrontación ideológica. Terminada la segunda guerra mundial el “mundo libre” descubrió y confrontó la terrible amenaza del comunismo y puso en esa lucha todo su celo y toda su energía hasta lograr con la caída del Muro de Berlín una victoria definitiva sobre el Marxismo ideológico.

La alegría del derrumbamiento del Muro no fue larga porque si bien hubo un “alivio” en el frente ideológico, en lo político y en el ámbito económico y financiero “se obtuvo la plena percepción que el mundo, la sociedad toda estaba más enferma de lo que se creía y que a pesar del “buen suceso” la sociedad debía ser conducida de urgencia a la “sala de cuidados intensivos”.

Esto tomó de sorpresa a la inmensa mayoría aun cuando no a sus “grupos especializados” de “analistas” que tienen el privilegio de conocer de antemano los problemas, las debilidades y las enfermedades de los otros.

Me refiero con esta afirmación a la “Conferencia para la Cooperación y Seguridad Europeas” comúnmente llamada Conferencia de Helsinki, celebrada entre los años de 1974 y 1975 con la finalidad de preparar el advenimiento del Siglo XXI y del Tercer Milenio poniendo en marcha todos los recursos de las grandes naciones para superar las amenazas que interrogaban la supervivencia del hombre contemporáneo y de la sociedad.

Estas grandes amenazas se expresan en forma externa en el espíritu de violencia desatada que se expresa tanto en la amenaza nuclear como en el armamentismo convencional; en la destructividad ecológica de un ser humano que no ha logrado entender que no debe haber contradicción entre el usufructo y la conservación y enriquecimiento del planeta y que deben marchar juntos, armonizándose, la economía y la ecología; en el redimensionamiento de una pobreza que se degrada mayormente en la indigencia y en la exclusión y que compromete hoy a casi el 80% de las gentes que habitan el mundo y que se van confrontando con el desempleo y las carencias.

Sin embargo y a pesar de la gravedad de los tres fenómenos anteriormente mencionados es la “crisis cultural” la “enfermedad” más grave en esa sala de cuidados intensivos en donde se debate el futuro de la sociedad contemporánea.

Esta crisis cultural es grave porque compromete las razones más privadas de la vida y de la existencia humanas; porque interroga los valores todos; porque quita el sustento a las actitudes; porque compromete la visión del mundo y de la historia; porque mete bajo interrogante la razón del vivir y finalmente porque instala el caos como el espacio en el que ha de sobrevir tan sólo el que demuestre ser “el más fuerte”.

No cabe la menor duda que es la familia el lugar donde se incuban todos los males de la sociedad, como tampoco cabe ninguna duda que es el único lugar por el que debe recomenzar la salvación de la sociedad misma.

Definitivamente todo lo que se observa en la sociedad actual actúa en contra del sentido cristiano de la familia –o bien puede decirse en contra del sentido humano de la familia- y la familia reproduce permanentemente y redimensiona el mal que recibe creando con ello la terrible realidad del reconocimiento que la institución convocada a “salvar” la sociedad es, igualmente, la institución atacada por la sociedad misma.

Los espíritus de la corrupción, de todas las violencias contra la vida; el espíritu de superficialidad, de egoísmo, de desinterés por lo que ocurre, de liviandad, de irresponsabilidad, de una necrofilia reinante, de esa falta absoluta del sentido del porvenir y de ese “cainismo vital” que nos hace suponer que nadie es responsable de nadie y ante nadie. Todo esto ataca la familia, atacará la escuela y se hará evidencia en una sociedad del “sálvese quien pueda” en la que la única lógica es la del “más fuerte”.

En las nuevas generaciones cunden la desilusión y el desencanto; en todas las generaciones se han establecido la desesperanza y el desasosiego y todo parece indicar que el “exitismo económico” que la “riqueza fácil” que el “goce” y el “hedonismo” que el capital produce es la única lógica viable con la que queda claramente establecido que los “valores” son tan sólo un recurso retórico y que de ellos reina tan sólo la consabida “bolsa de valores” que a todo le ha colocado un precio y una oportunidad. Esta revolución cultural, herencia de la vieja ilustración y del viejo pensamiento Kantiano que supone que la humanidad ha alcanzado el “estado adulto” que le permite utilizar a plenitud la “razón y la libertad” nos ha entregado un ser humano prepotente convencido de ser el “sabio señor” capaz de decidir sobre todo lo imaginable como si fuera Dios. Se recuerda fácilmente la exclamación del gran Víctor Hugo en “La leyenda de los siglos”, cuando el hombre soberbiamente redimensionado en su vanidad exclama: “tierra: yo soy tu rey”. El Siglo XX llamado por Eric J. Hobsbawm “el siglo breve” y marcado como la época más violenta de la historia de la humanidad es igualmente considerado por Robert Conquest como “el siglo de las ideas asesinas” y al que en su último viaje recientemente realizado a su patria natal Polonia Juan Pablo II estigmatiza como el siglo que ha estado “signado, en modo particular por el misterio de la iniquidad»(Juan Pablo II, homilía en Cracovia, 18 de agosto 2.002).

No se quiere decir con esto, indudablemente, que no haya ideas y logros que merezcan valoración en el siglo que acaba de concluir. De hecho en el terreno de los instrumentos, de la ciencia, de la tecnología, ha sido un siglo fascinante, pero en lo que respecta al conocimiento profundo del alma y de la dignidad humanas ha sido en muchos terrenos contradictorio y en los fundamentales decepcionante.

Es cierto –y me adelanto a decirlo– que fue el siglo de los derechos humanos, de las proclamas sobre la paz, de la existencia en la solidaridad y en la justicia social pero estamos seguros que lo fue porque al mismo tiempo ha sido el siglo que con mayor intensidad ha violado sus derechos y generalizado la guerra y la violencia como instrumentos de poder e instalado el egoismo, entregando a unos cuantos la convicción de ser amos de la tierra y señores del destino de sus prójimos.

De hecho los derechos humanos no son de todos; de hecho la fe en Dios fue sustituida por
la fe en el progreso: de hecho la secularización tuvo éxito cuando al proclamar “la autonomía de las realidades terrenas” las desmembró del “plan de la Providencia” desacralizando en su totalidad la vida humana y dejando a Dios como si fuera un recurso consolador de la esfera privada; de hecho el individualismo que se instaló ha logrado aislar a la mayoría de su responsabilidad para con el prójimo poniendo en evidencia un Darwinismo social que colocó el eje de la realización humana en el dinero («time is money») y abriéndole con ello espacios al imperativo del dinero fácil, del enriquecimiento ilícito y de la corrupción que recorre sin excepción, todas las instituciones.

Dios hace parte del ayer de la humanidad o en el mejor de los casos de la esfera más privada e íntima de cada individuo pretendiendo que “el hombre es la medida de todas las cosas” y que Dios es un intruso en la vida personal y social. Todo esto ha conducido a una ruptura irremediable entre la ciencia y la moral, la técnica y la moral, el arte y la moral, la riqueza y la moral, los negocios y la moral, división que expresa la gente con una gran exactitud cuando repite permanentemente “los negocios son los negocios”.

Retornemos a la predicación del domingo 18 de agosto del Santo Padre: “El hombre de hoy vive como si Dios no existiese y por ello se coloca a sí mismo en el puesto de Dios, se apodera del derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana y esto quiere decir que aspira a decidir mediante manipulación genética en la vida del hombre y a determinar los límites de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los principios morales atenta abiertamente contra la familia. Intenta de muchas maneras hacer callar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente de la cultura y de la conciencia de los pueblos. El misterio de la iniquidad continúa marcando la realidad de este mundo”(Juan Pablo II, homilía en Cracovia, 18 de agosto de 2.002).

Es bajo este marco que veremos la crisis y los desafíos de la familia en este continente de la esperanza que es América.

Y es bajo este marco que analizaremos cómo el atentado de la cultura moderna contra la familia es un atentado contra la vida, de la misma manera como todo atentado contra la vida se convierte, igualmente, en atentado contra la familia.

En efecto nunca se había matado tanto y nunca se habían extraído del cubilete de las disculpas tantas explicaciones para justificar la usurpación que hacen determinadas personas, determinados grupos y gobiernos, del privilegio que Dios ha reservado para Sí de convocar a la vida temporal o de llamar –a través de la muerte- a alguien al privilegio de la vida eterna.

Alvin Toffler en “Las guerras del futuro” plantea cómo después de la segunda guerra mundial y a través de las pequeñas guerras nacionales, regionales o confrontaciones subversivas en los países del tercer mundo, se han producido ya más muertes que aquellas que hubo en toda la segunda guerra mundial, en el holocausto nazi y en los pogroms comunistas. La muerte de más de 500.000 Hutus, los sucesos de Albania y de la antigua Yugoeslavia en general, la carnicería humana en el Africa, la explosión homicida de la guerra en Colombia, las constantes arbitrariedades en el Medio Oriente, los sacrificios en Chechenia y todas aquellas certezas que van surgiendo del silencio y que están vinculadas a la guerra en Afganistan, se unen a las muertes que causan los sucesos de inseguridad pública alentados por la desesperación, el hambre y el desempleo. Y no todo termina allí, cuando se tiene la información veraz de que se ha convertido en una industria la muerte de niños con el objeto de dotar a personas que pueden pagar los órganos de un posible trasplante o cuando las sociedades y las familias, las comunidades y los grupos deciden deshacerse, mediante la eutanasia, de esos “seres inservibles” que constituyen el grupo humano de los enfermos graves o de aquellos denominados socialmente como “inservibles” o “inutilizables” en los que detrás del pretendido argumento de “aliviarles el dolor”, está presente el argumento real de la lógica de un capitalismo salvaje que estudia el vivir humano bajo la referencia “costo-beneficio”, estableciendo la sustitución del “valor de la vida” por la “rentabilidad de la vida”.

Y si bien este cuadro es macabro, es él una pálida realidad frente a lo que significa la presencia de la muerte en la dolorosa realidad del aborto que es el fenómeno más evidente de la “cultura de la muerte”.

Si se sumara en la totalidad de los países el número de abortos provocados desde el momento mismo en que la vida comienza a despuntar –aquel momento de la concepción– no hay guerra mundial, ni holocausto crematorio, ni limpieza étnica, ni masacre política que se le compare.

Yendo más adelante de esta gravedad que representa el asesinato innumerable de los más desvalidos entre los inocentes, es preciso comprender cómo quien consciente o disculpa un aborto ha preparado ya espiritual e intelectualmente el terreno para comprender y hasta justificar cualquier genocidio o masacre. Esto es grave porque se ha logrado borrar de esta manera, para decirlo en términos que hoy todos entienden, se ha logrado borrar del “disco duro” de la civilización el sentido y el respeto a la vida.

Preocupa cómo esta sociedad está manipulando el concepto de “calidad de vida” para oponerlo a aquel otro de la “cantidad de vida” necesaria para que la civilización cumpla creativamente su misión en el mundo.

Es absurdo cómo se sigue afirmando que es la cantidad de seres humanos la causante de la pobreza, de la miseria y de la indigencia, cuando todos sabemos a ciencia cierta que ellas son producto de la “injusticia social” reinante, que literalmente va produciendo mayor enriquecimiento de los ricos y el mayor empobrecimiento de los pobres. Nunca antes como ahora hubo tanta riqueza, pero nunca antes como ahora hubo también tanta pobreza. Y en lugar de invertir para que los pobres sobrevivan y alcancen, mediante el trabajo, un nivel de vida digno, la solución aceptada, aún por organismos internacionales que reclaman para sí todo el respeto, es la de eliminar progresivamente de la mesa del “rico Epulón” todos los “Lázaros” posibles impidiendo aún que las migajas caigan de la mesa a fin de que nadie tenga el riesgo de sobrevivir. Así muchísimos hemos vivido, recordarán ustedes, cuando se juzgaba en América como una increíble exageración aquel pensamiento que afirmaba que era más profiláctico dar muerte en los vientres de las madres y no tener que abatir después en los montes o en las ciudades a quienes, económicamente, no poseen el “derecho de nacer”.

La situación es grave con la muerte del no nacido, con la muerte de las madres, pero también con la muerte sicológica y espiritual de quienes intervienen en este tipo de “eliminación selectiva” de la sociedad y de los gobiernos que en este campo están cometiendo el mayor de los pecados de omisión que no es otro que aquel que busca garantizar el buen vivir de unos cuantos mediante la eliminación masiva y sistemática de quienes ya habían recibido una convocatoria inicial a la vida.

Preocupa, en general, cómo se ha instalado en la cultura y en el espíritu de las gentes esta terrible verdad del morir o mejor de la “muerte necesaria” del inocente a fin de garantizarnos a los demás un engañoso “nivel de vida”.

Es por ello que se hace preciso retornar en América Latina a una reflexión urgente sobre la vida que será siempre una reflexión inevitable sobre la familia.

Quiero señalar, sin embargo, cómo esta descomposición está radicándose peligrosamente en la “visión de su pequeño mundo” que tienen los jóvenes de hoy en nuestros países. Va haciendo carrera y preocupando el incremento del suicidio entre los jóvenes y
del pecado de muerte entre ellos. Fácilmente se deja ingresar al impulso del movimiento de la “nueva era” la aparentemente inocente idea de la “reencarnación” que ha traído como consecuencia que el joven desesperanzado de hoy carente de empleo, desvinculado de alguna ocupación rentable, lejano de un vínculo espiritual que lo sostenga toma la decisión individual o conjunta por razones del afecto de poner voluntariamente fin a la vida para reencarnarse en un “re-nacimiento” que le permita volver a comenzar nuevamente, a lo mejor con mayor fortuna.

De la misma manera debemos anotar en “nuestra América” el aumento (sobre todo en las clases medias económicas o en ascenso) de padres que dan muerte a sus hijos motivados en algunas oportunidades por el deseo de volver a vivir sin estar atados a ninguna responsabilidad; de la misma manera es creciente el número de niños que dan muerte a sus padres porque cada vez más creen que ellos son un obstáculo para el goce pleno del vivir.

Es por esta razón y es por estos interrogantes a la vida que hablábamos en un comienzo del siglo que acaba de terminar como “el siglo de las ideas asesinas” en el cual arriesga todo sobreviviente a ser un culpable por acción o un culpable por omisión a quien le pesan en su conciencia los acumulados silencios frentes a los atentados contra la vida.

Y no se vaya a pensar que para matar sea tan sólo necesario matar, es decir, ejercer la acción activa de agredir. Matar es también no crear las condiciones necesarias para que la vida sea posible. Una vieja novela española afirmaba que “más cornadas da el hambre” queriendo afirmar que el hambre es uno de los homicidas mayores de la sociedad contemporánea, que mata en silencio y que fuera de hacerlo disloca en cuanto a la familia de las posibilidades de generar un núcleo familiar sano en donde junto a garantizar la supervivencia crezcan el sentido de convivencia y aquel fundamental de la solidaridad. Bien sabido es que la miseria y la indigencia son enemigos raizales de la familia. Bien sabido es que la indigencia, la miseria y la exclusión, así como la desesperada migración de los “condenados de la tierra” están trayendo consigo expresiones aberrantes de la descomposición humana como son aquellas de la prostitución infantil, de la de los jóvenes, de la pedofilia y de una serie de degradaciones que antes eran controlables y curables en el seno familiar. Y digo esto al hablar de la vida porque tenemos que ser conscientes de una “estadística negra” de desapariciones y de muertes de niños y jóvenes utilizados como “mercancía”.

Y si a estas reflexiones sobre la vida nos atrevemos a unir aquel capítulo de la drogadicción que produce la muerte lenta pero eficaz de miles y miles de jóvenes al año en nuestras sociedades; la muerte pronta y lamentable del espíritu juvenil ocasionada por la cocaína, la heroína y el éxtasis tendríamos que “encender todas las alarmas” porque la supervivencia de la especie humana está colocada bajo interrogación.

* * *

Todos nos preguntamos ahora cómo hemos llegado a este punto. Bien creo poder decir que lo hemos hecho por despreocupación, por un falso sentido de tolerancia, por un afán de concebir la libertad como carencia de fronteras y de limitaciones.

Hemos llegado a este punto porque desde hace mucho tiempo encontramos que era más cómodo que marchar con Dios hacerlo de la mano de la razón, del progreso y de la técnica que nos han dado mucho, es cierto, pero nos han robado el entusiasmo y el sentido de filiación a Dios.

Hoy, frente a la gran encrucijada que nos plantea la situación presente nos hemos encontrado con que frente al Dios comprensivo del Evangelio hemos levantado un altar al dios implacable de la economía que exige cada día más sacrificios y paradójicamente como en la antigüedad sacrificios humanos.

Inicialmente se nos dijo al entrar en ese “templo de las equivocaciones” que fuera del progreso económico no había salvación. Hoy cuando ese progreso nos exige “globalizarnos” comenzamos a desconfiar y por ello es comprensible que Juan Pablo II le haya colocado a la globalización de la economía la exigencia de una primera globalización que es aquella de la solidaridad tal como insistió en el Sínodo y tal como se lee en el documento “Ecclesia in America». Ese dios de la economía, de la razón y del progreso exigió en su momento la privatización, el debilitamiento del Estado, el sacrificio de la moral familiar, la adopción del egoísmo anti-natal, y ahora la globalización dentro de la cual quien no se adapte a las formas culturales propuestas pertenecerá a un mundo descalificado por una economía que no acepta ninguna norma moral diversa a aquellas de la ganancia y de la eficiencia. Es por ello que los psicólogos, psiquiatras, educadores, guías espirituales y gentes de buena voluntad estamos conmocionados viendo cómo ha reaparecido en su faceta más pagana el “Carpe Diem” de Horacio, que implica cumplir en la transitoriedad inequívoca de la vida con todas las experiencias posibles, rehuir todo sentido de responsabilidad, instalar un “pensamiento débil” que no asuma compromisos con ninguna verdad, dar curso al pragmatismo, sustituir la historia por el interés de un anecdotario transitorio, profesar la certeza de que no hay criterios morales válidos; confesar que vivir no es otra cosa que el experimentar sensaciones agradables; hacer de la necesidad una regla moral indiscutible; suponer que nada es absoluto y que Dios ha sido creado por mí como un interlocutor desechable de mi propio camino; aceptar que no hay otro límite diferente al de la muerte y que cruzándolo todo termina sin remedio. No creamos, queridos hermanos en el compromiso episcopal, que estamos ante un problema de poca monta. Estamos en el momento en que los caminos se abren, en el momento de la gran bifurcación, allá donde es preciso elegir si continuamos hacia el abismo o derivamos hacia las enseñanzas de Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14,6).

El siglo XX –no es preciso decirlo– ha traído consigo también muchos valores y testimonios. En esta lucha entre el bien y el mal es necesario saber de qué lado estamos. La neutralidad no es posible. El Apocalipsis lo decía claramente: “Como eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3, 16). O estamos con Dios o contra El, “el que no está a mi favor está en contra mía” (Lucas 11,23), o estamos con la vida o contra la vida. O estamos contra la familia o con la familia.

Sólo reconociendo a Dios, y en El, el sentido de la vida y el de la realidad ineludible de la familia podremos pensar que sea posible, con mucho esfuerzo, salir de esta gran encrucijada fúnebre en la que estamos.

Es preciso renovar compromisos, asumir testimonios; es preciso reeditar permanentemente la obediencia al Evangelio y al magisterio de la Iglesia; es indispensable caminar por los caminos del Papa; es necesario ver que se nos están proponiendo permanentemente nuevos modelos de Santidad de personas que como nosotros fueron convocados a vivir los caminos del Señor con entusiasmo.

Frente a aquellos que pretenden que Dios sea el “gran ausente” de la sociedad debemos ser nosotros los que ratifiquemos su permanente presencia. Frente a aquellos que “quieren hacer callar la voz de Dios en el corazón de los hombres” (discurso en Cracovia del 18 de agosto) debemos ser nosotros quienes optemos por amplificar su mensaje por evangelizar y por sembrar la cultura del Evangelio en una civilización que debe ser permanentemente redimida.

América y en ella América Latina y el Caribe no tiene otra posibilidad en este nuevo milenio que la de reconocer que la fe no niega el concurso de la razón pero nunca podrá someterse a ella; que el esplendor de la verdad debe ser evidente en cada una de las expresiones de este “tiempo de vivir”
que se nos ha donado; que hemos de insistir –de cara a estos temas fundamentales– por el testimonio de los laicos cristianos, y que debemos ser maestros de humanidad en la elaboración de respuestas y alternativas que se plantean desde la realidad misma de los asuntos sociales.

Todos nosotros sabemos que El ha venido para que “tengamos vida y la tengamos en abundancia”. Esta es la verdad de nuestro existir y es a la que debemos ser permanentemente fieles.

El Siglo XXI que amanece apenas y que ha estado acompañado por la presencia del Papa en la Jornada Mundial de la Juventud en Canadá, por la canonización en Guatemala de Pedro de San José de Betancur y en México del Indio Juan Diego es un siglo que se abre a la Evangelización y a la verdad de nuestros testimonios.

Permítanme concluir con una síntesis de lo que podríamos llamar un “Decálogo de exigencias pastorales” sobre la familia y la vida en los países de América Latina y el Caribe:

1. Es urgente reasumir, en nuestra acción pastoral, como una verdadera manifestación del Evangelio para nuestros países de América Latina y el Caribe, la doctrina y la experiencia cristiana de la familia, reafirmada permanentemente por el magisterio de Juan Pablo II. Es preciso anunciar la Familia como una Buena Noticia a las nuevas generaciones y también a todos aquellos que por diversas razones, han experimentado el peso de un matrimonio puesto a prueba o aún destruido. Es importante estar atentos a que quizás el obstáculo más grande para este anuncio hoy en día son aquellas dimensiones de la globalización cultural que son contrarias a la vida y a la familia y que han sido propagadas desde hace mucho tiempo a través de los medios de comunicación social.

2. Acompañar y potenciar a la Familia como “Iglesia doméstica”, primer ámbito apto para sembrar la semilla del Evangelio, donde padres e hijos, cual células vivas, van asimilando el ideal cristiano del servicio de Dios y a los hermanos. Y desde esta perspectiva reasumir el rol evangélico de ser “padres” y la magnífica vocación de ser “hijos”.

3. “La Familia y la Vida caminan juntos”. “El fundamento de la vida humana es la relación nupcial entre el marido y la esposa, la cual entre los cristianos es un Sacramento”(Iglesia en América 46,1). Por eso, atentar contra la familia es atentar contra la vida y atentar contra la vida lo es contra la familia. La pastoral de la familia y la pastoral de la vida caminan juntas.

4. Armonizar la defensa de la cantidad de la vida con aquella justificable de la calidad de la vida es una urgencia y un desafío para los gobiernos de los pueblos de América Latina y el Caribe.

5. Ante el número creciente de familias incompletas, en situación irregular o difícil , nos hacemos eco de las palabras de Juan Pablo II que dice que “es necesario un empeño pastoral todavía más generoso, inteligente y prudente, a ejemplo del Buen Pastor , hacia aquellas familias que tienen que afrontar situaciones objetivamente difíciles” (Familiaris Consortio 77). Esto nos exige dar pasos concretos y efectivos para acogerlas en la Iglesia con signos explícitos y apoyos efectivos que les ayuden a vivir el espíritu del Evangelio desde su compleja realidad.

6. Las Iglesias de América Latina y el Caribe tienen que asumir con renovado empeño la misión de ser defensoras y promotoras de la cultura de la vida. En palabras del Santo Padre “la Iglesia debe manifestarse proféticamente contra la cultura de la muerte. Que el Continente de la Esperanza sea también el Continente de la Vida! Este es nuestro grito: vida con dignidad para todos! Para los que han sido concebidos en el seno de sus madres, para los niños de la calle, para los pueblos indígenas y afroamericanos, para inmigrantes y refugiados, para los jóvenes carentes de oportunidades, para los ancianos y para todos aquellos que sufren cualquier forma de pobreza o marginación. Ha llegado el tiempo de hacer desaparecer para siempre (…) cada ataque contra la vida…”(Juan Pablo II, Homilía al promulgar “Iglesia en América”,n. 8, México 23,0199).

7. Elaborar programas de formación y capacitación de matrimonios en las diferentes diócesis para trabajar con las familias y para ellas, en todas las etapas de su vida matrimonial: prematrimonial, primeros años, familias establecidas y familias en dificultad y/o situación irregular. Debemos intentar una mayor presencia en los establecimientos educacionales y en los medios de comunicación para ofrecer formación a las familias en temas sobre el matrimonio como proyecto de vida, la educación sexual como tarea de los padres, la familia como Iglesia doméstica y santuario de la vida, la familia evangelizada y evangelizadora, etc.

8. Defender en la sociedad el valor político de la familia. Esto implica apoyar y promover en los parlamentos de nuestros países las iniciativas tendientes a fortalecer la familia y a procurar su bien mediante una ley orgánica que la favorezca, así como el deber de comunicar a la sociedad las graves consecuencias que se desprenden de leyes como la del divorcio vincular, o la de la despenalización del aborto y de la eutanasia y otras que están atentando gravemente sea contra la vida naciente y terminal sea contra el núcleo familiar.

9. “La Familia y la paz caminan juntas”. La familia es el lugar donde se dan todas las solidaridades básicas vinculadas a la supervivencia. Cuando en los pueblos de América Latina y el Caribe hablamos de estrategias para lograr la paz nadie puede dudar que el único pacto verdadero se da cuando la paz crece en la familia y la familia es procreadora de la paz. La única negociación de paz con perspectivas de éxito durable es aquella que se hace en la familia.

10. Seguir haciendo de la pastoral familiar una opción prioritaria en la acción evangelizadora de nuestras Iglesias de América Latina y el Caribe. Fue el mismo Juan Pablo II quien en su discurso de apertura de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla nos invitó a que le diéramos este carácter: «Hagan todos los esfuerzos para que haya una pastoral familiar. Atiendan a campo tan prioritario con la certeza de que la Evangelización en el futuro depende en gran parte de la “Iglesia Doméstica” (IV a). En esta tarea necesitamos involucrar a todos los agentes pastorales y a todos los matrimonios católicos, en especial a los matrimonios jóvenes que mucho puede aportar en este caminar.

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ZENIT Staff

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