Texas: La última oración de un condenado a muerte

Ayer era asesinado, en Huntsville, Jeffrey Dillingham

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HUNTSVILLE, 2 nov (ZENIT.org).- Ayer, día de Todos los Santos, se cumplió la hora fatal: Jeffrey Dillingham, acusado de haber asesinado a una mujer, fue ejecutado en el corredor de la muerte de la cárcel de Huntsville, en el Estado de Texas.

Jeffrey, quien había sido estudiante de honor en su bachillerato, salió al encuentro de la muerte pidiendo perdón por el asesinato de Caren Koslow, cometido cuando tenía 19 años: «Me asumo toda la responsabilidad por la muerte de aquella pobre mujer, así como por la pena y el sufrimiento provocado al señor Koslow», dijo Dillingham, antes de mandar un beso a su padre y a las otras cuatro personas que asistieron a su ejecución.

Dillingham fue condenado por el asesinato de la señora Koslow el 12 de marzo de 1992. Su cómplice, Brian Salter, y su novia, Kristi Koslow, hijastra de Caren Koslow´s fueron condenados a cadena perpetua. Kristi, que creía que recibiría la herencia de la mujer, había prometido un millón de dólares a Jeffrey.

Con Dillingham ya se han ejecutado en este año con inyección letal a 34 personas en Texas, lo que supone que el Estado está a punto de alcanzar el récord de ejecuciones de 1997, cuando la ley acabó con la vida de 37 personas. Texas el es Estado de la Unión Americana con el mayor número de condenas a muerte: 233 desde que se volvió aplicar la pena capital en 1982.

El diácono Joe Vitella, capellán católico de Huntsville, que acompañó a morir a Jeffrey Dillingham, en declaraciones a Zenit recuerda: «La ejecución tuvo lugar en la fiesta de Todos los Santos, un día apropiado para alguien que ha tocado muchas vidas con su fe, con su amor y entrega a la palabra que vivió».

El diácono evoca la última eucaristía vivida por Dillingham, celebrada gracias a un permiso de los carceleros, un día antes. «Nos dieron permiso para celebrar la misa para él –recuerda–. Nos encontrábamos el padre Stephen Walsh, el diácono Richard López y yo. ¡Nos deparaba una sorpresa! Nos trataron con gran cortesía. Cuando se da este permiso, hay guardias por todos los sitios, junto al celebrante, los diáconos y el condenado. Esta vez no había ninguno. Estaban todos fuera, en el área de recreo, viéndonos desde afuera».

«Trajeron al señor Dillingham esposado –sigue la narración–. Al llegar le quitaron las esposas. Les preguntamos a los funcionarios si podíamos darle la mano y abrazarle y ellos nos lo permitieron […]. Me dio una gran satisfacción abrazarle, sabiendo que muy pronto él abrazaría a Jesús»

«Nos dijo que había anhelado durante mucho tiempo participar en una misa –recuerda–. El padre Walsh pidió a Jeffrey que le ayudara como acólito y que leyera la primera lectura».

«Después de la Santa Comunión –sigue revelando el diácono– el padre Walsh nos invitó a compartir nuestros sentimientos. Jeff fue el primero, y nos contó cómo su vida ha cambiado, que había sido capaz de liberarse de sus vicios, en su mayoría de lujuria. Nos explicó cómo sentía viva la Escritura cada vez que la leía y cómo el Señor le revelaba la manera en que tenía que servirle de nuevas maneras. Nos comunicó los maravillosos cambios que había experimentado y el amor que tenía por nuestro Señor. Ya quisiera yo tener la fe que él tiene».

A continuación, el diácono Vitella narra las últimas horas de Jeffrey antes de la ejecución: «nos impresionó a todos con su paz y amor por cada uno».

«Los funcionarios se quedaron sorprendidos por su paz interior –añade–. Nos permitieron llamarle desde la Casa de Huéspedes, donde estaban reunidos todos sus familiares. Habló con cada uno por teléfono. El teléfono estaba conectado a un altavoz para que todos pudieran escuchar lo que decía. Cuando me tocó hablar con él, recé por él».

«Durante la ejecución nos dijo a todos que nos quería, que nos cuidáramos y que confiáramos en Dios: «Nunca abandonéis a Dios porque él nunca nos abandona»».

A continuación pronunció sus últimas palabras. Tras pedir perdón por la muerte de Caren Koslow, elevó esta oración:

«Padre, quiero darte las gracias por todo lo que has hecho en mi vida, por la manera en la que has abierto mis ojos, y suavizado mi corazón. Gracias por la manera en que me has aleccionado, por la manera en que me has enseñado a vivir, por todas los males que me has evitado en la vida. Por todas las cosas buenas que me has dado».

«Te doy gracias por las maravillosas promesas que nos haces con tu Palabra y por haberlas podido recibir con tu gracia. Gracias, Padre celeste por sacarme del brazo de la muerte y por llevarme a tu casa».

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ZENIT Staff

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