Texto completo de la audiencia general del miércoles 26 de noviembre

El Santo Padre reflexiona sobre la Iglesia que peregrina hacia el Cielo, donde seremos revestidos de alegrí­a, de paz y del amor de Dios

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Queridos hermanos y hermanas,

un poco feo el día ¿eh? Pero vosotros sois valientes. Esperemos rezar juntos hoy.

En el presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II tenía muy presente una verdad fundamental, que no hay que olvidar nunca: la Iglesia no es una realidad estática, quieta, un fin en sí mismo, sino que está continuamente en camino en la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los Cielos, del que la Iglesia en la Tierra es la semilla y el inicio.

Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos cuenta que nuestras imaginación se para, descubriéndose capaz apenas de intuir el esplendor del misterio que sobrepasa nuestros sentidos. Y surgen en nosotros algunas preguntas espontáneas: ¿cuándo sucederá este paso final? ¿Cómo será la nueva dimensión en la que entrará la Iglesia? ¿Qué será entonces de la humanidad? ¿Y de la creación que le rodea? Pero estas preguntas no son nuevas, las habían hecho ya los discípulos a Jesús en aquel tiempo. ¿Cuando será esto? ¿Cuando será el triunfo del Espíritu sobre la creación…? Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.

La Constitución conciliar Gaudium et spes, frente a estas preguntas que resuenan desde siempre en el corazón del hombre afirma: «Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano». Esta es la meta a la que tiende la Iglesia, como dice la Biblia: es la «Nueva Jerusalén», el «Paraíso». Más que de un lugar, se trata de un «estado» del alma en el que nuestras esperanzas más profundas serán cumplidas de forma sobreabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará  la plena maduración. Seremos finalmente revestidos de la alegría,  de la paz y del amor de Dios de forma completa, sin ningún límite, y estaremos cara a cara con Él.  Es bonito pensar esto. Pensar en el cielo. Per todos nosotros nos encontraremos allí. Todos, todos… Es bonito, da fuerza al alma.

En esta perspectiva, es bonito percibir como hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia celeste y la que aún está en camino en la tierra. Los que ya viven a los ojos de Dios pueden de hechos sostenernos e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer obras buenas, oraciones y la misma Eucaristía para aliviar la tribulación de las almas que están aún en espera de la beatitud sin fin. Sí, porque en la prospectiva cristiana la distinción ya no está entre quien esta ya muerto y quien no lo está aún, ¡sino entre quién está en Cristo y quien no lo está! Este es el elemento determinante realmente decisivo para nuestra salvación y para nuestra felicidad.  

Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de este diseño maravilloso no puede no interesar también todo lo que nos rodea y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma de forma explícita, cuando dice que «también la misma creación, toda la creación, será la libertad de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios». Otros textos utilizan la imagen del «cielo nuevo» y de la «tierra nueva», en el sentido que todo el universo será renovado y será liberado una vez para siempre de todo rastro de mal y de la misma muerte.

Esta que se presenta,  como cumplimiento de una transformación que en realidad está ya en acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por tanto una nueva creación; no por tanto una aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino un llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad y de belleza. Este es el diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y está realizando.

Queridos amigos, cuando pensamos en estas realidades estupendas que nos esperan, nos damos cuanta de cuánto pertenecer a  la Iglesia sea realmente un don maravilloso, ¡que lleva inscrita una vocación altísima! Podamos a la Virgen María, Madre de la Iglesia, vigilar siempre nuestro camino y ayudarnos a ser, como Ella, signo alegre de confianza y de esperanza en medio de nuestros hermanos.

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ZENIT Staff

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