Vivir para el Señor, pues somos pertenencia suya (Tiempo ordinario 2º, ciclo B)

Comentarios a la segunda lectura dominical

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ROMA, viernes 13 enero 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el II domingo del Tiempo ordinario.

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Pedro Mendoza LC

«Pero, el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?». 1Cor 6,13c-15a

Comentario

El pasaje de este domingo es un claro ejemplo del modo pastoral como san Pablo atendía las comunidades cristianas por él fundadas. A ellas, una vez evangelizadas, continúa acompañando de cerca para ayudarles a madurar en la fe. Sus enseñanzas, contenidas en sus cartas, son un reflejo de su solicitud pastoral por cada una de ellas. En la 1ª carta a los Corintios, comunidad eclesial con la que mantiene la más activa comunicación epistolar, trata diversos asuntos. La primera parte de la carta contiene sus respuestas a una serie de problemas tanto doctrinales como morales surgidos entre los miembros de la comunidad.

Conducidos por una equívoca interpretación de algunas frases o expresiones del apóstol, algunos habían llegado a sacar conclusiones doctrinales diametralmente opuestas a las verdades de fe. En este pasaje, encontramos un claro ejemplo de cómo falsean la doctrina de san Pablo sobre la libertad. Se trata de cristianos de origen griego en su mayoría, con tendencias al espiritualismo, provenientes de Platón, y un consiguiente desprecio del cuerpo, al mismo tiempo inclinados a satisfacer sus propios sentidos. Consecuentemente, de todas estas contradicciones que caracterizan a esos miembros de la comunidad, algunos no dudan en formular una doctrina cómoda a sus tendencias: para ellos, que llegan a considerar el gozo sexual como algo de poca importancia, entonces el espíritu no debería avergonzarse de todo tipo de libertades en este campo. De este modo, construyen una falsa teoría, pues no sólo buscaban hacer «lícito lo ilícito», sino que confundían los aspectos sexuales de la vida con otros campos tan diversos, como la necesidad física de la nutrición.

San Pablo, en las frases inmediatamente anteriores a este pasaje inicia su refutación de tales falaces argumentaciones. Refiriéndose a las necesidades físicas de la nutrición y del sexo, les hace ver que, si bien ambas son necesidades físicas imperiosas en orden a la conservación del individuo y de la especie, sin embargo ya el nutrirse tiene para el hombre un significado muy diverso de la simple satisfacción de una necesidad, en cuanto que también el hombre no se coloca en el mismo nivel de los animales cuando devoran un alimento o absorben un líquido de los pesebres o abrevaderos. ¡Esto con mayor razón vale en el campo sexual! Si el hombre no coloca en ello toda su persona (cuerpo, alma, afecto), se abaja notablemente de nivel. Precisa, por tanto, el valor del cuerpo como algo que está por encima de la materialidad. Funda así una antropología cristiana, en donde el hombre no es considerado como un mero conjunto de instintos sino como un ser racional con una vocación sobrenatural. En la misma palabra «cuerpo» está contenido el hombre en su dignidad personal y en sus capacidades específicas. Podemos afirmar que el cuerpo debe ser expresión de toda la persona humana.

De este modo se comprende la respuesta contundente del apóstol: «el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor». Esta convicción de san Pablo está determinada profundamente por la toma de conciencia de su total pertenencia a Dios. Una tal convicción debería todo cristiano hacer suya. Aparece evidente la relación constitutiva del hombre que es su relación con Dios. Por lo mismo el apóstol puede afirmar a continuación esa relación en dirección invertida: «y el Señor [es] para el cuerpo». La Eucaristía es el ejemplo sublime y maravilloso de lo que estamos diciendo: Cristo Jesús se dona a nosotros como alimento para nuestro cuerpo, nuestra alma y nuestra afectividad. En una palabra, para toda nuestra persona.

Siguiendo este razonamiento, el apóstol deduce otra consecuencia: «Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder». Dios, por tanto, llevará hasta sus últimas consecuencias el hecho de que el alma y el cuerpo se pertenecen mutuamente, otorgándonos la resurrección de nuestros cuerpos mortales.

Recapitulando todo el razonamiento, vemos que todo abuso de la vida física es, por tanto, un pecado contra la vocación originaria de los creyentes, y no sólo un abuso de las fuerzas sexuales, sino también un atentado contra los derechos del Señor, exactamente como si se tratara de su mismo cuerpo. Del mismo modo, en el campo de la castidad se hace evidente más que nunca que nuestra pertenencia a Cristo es total. Ella comprende todo: también nuestro cuerpo, que poco más adelante dirá el apóstol: «es templo del Espíritu Santo» (6,19).

Aplicación

Vivir para el Señor, pues somos pertenencia suya.

Con el inicio del Tiempo ordinario en la liturgia, contemporáneamente se abre el telón de la vida pública de Cristo, a quien vamos acompañando paso a paso en la realización de su misión salvífica. Este 2º domingo las lecturas recogen el momento en el que Cristo llama a sus primeros discípulos a compartir con Él su estilo de vida, sus obras y su misión. La lectura del Antiguo Testamento, haciéndose eco del evangelio, recoge una de las primeras llamadas de Dios a servirlo con la vida entera, la llamada de quien sería el profeta Samuel. En cambio la lectura del Apóstol ofrece orientaciones doctrinales y prácticas para la vida de todo discípulo de Cristo.

La primera lectura del 1º libro de Samuel (3,3b-10.19) nos presenta la historia sugestiva del momento en que Samuel, siendo niño, recibe la llamada de Dios a consagrarse a Él en cuerpo y alma. La nota distintiva de toda esta narración es la capacidad de «escucha» de la voz de Dios que este niño nos enseña y, al mismo tiempo, su «total docilidad» al llamado de Dios. Ahí tenemos nosotros un ejemplo siempre actual de cómo debe cada uno de nosotros abrirse a las llamadas de Dios en la vida personal y responderle con total prontitud y generosidad. Esas palabras: «habla, Señor, que tu siervo escucha» deben estar también grabadas a fuego en nuestro corazón y brotar de nuestros labios en los momentos cuando esa llamada resuena en nuestros oídos de manera suave y agradable o también cuando se presenta con la fuerza de huracán que irrumpe con todo a su paso.

Esa misma fue la actitud de los primeros discípulos que se encontraron con el maestro de Nazaret y dejándolo todo lo siguieron, como nos relata el evangelio de san Juan (1,35-42). La fortuna de estos discípulos fue no sólo escuchar una voz, como Samuel, sino escuchar y ver a la persona hermosísima, Cristo Jesús, que los llamaba a seguirlo: «Venid y veréis», les dijo Cristo. Fueron y se quedaron con Él para siempre. Así como ellos, también nosotros estamos llamados a escuchar esa voz de Cristo, a hacer la experiencia personal de Él y a seguirlo con todo el amor y dedicación de quien ha encontrado en Él la «perla preciosa» por la cual vale la pena venderlo todo para poseerla.

Como ya indicamos en el comentario al pasaje de la 1ª carta a los Corintios (6,13c-15a), allí se nos recuerda algo sumamente importante: nuestra condición de cristianos comporta principalmente una vocación a «vivir para Dios, pues somos pertenencia suya» en cuerpo y alma. No otra cosa significa ser «discípulo o seguidor de Cristo», sino vivir una vida nueva, al estilo de vida de Cristo Jesús, quien vivió buscando agradar en todo a su Padre, en el cumplimiento fiel y amoroso de su misión en esta tierra. Por ello, debemos cuidar  que todo en nosotros, también nuestro cuerpo, lleve ese sello de nuestra pertenencia a Él
. No permitamos que criterios o visiones ajenas a su doctrina y a sus ejemplos de vida se introduzcan en nuestra vida y se traduzcan en actitudes que contagien o dañen nuestra relación con Él. Como los primeros discípulos, decidámonos a vivir a fondo la experiencia del encuentro con Cristo y pidámosle la gracia de que Él «more» siempre con nosotros en nuestro corazón.

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ZENIT Staff

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