Y yo, ¿me salvaré?

Comentario al evangelio del 21° Domingo del T.O./C

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«Alguien preguntó a Jesús: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?» Jesús respondió: «Esfuércense por entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no lo conseguirán. Cuando el amo de casa se levante y cierre la puerta, ustedes se quedarán fuera y gritarán golpeando la puerta: “¡Señor, ábrenos!” Pero él les contestará: “No sé quiénes son ustedes”. Entonces comenzarán a decir: “Nosotros hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él les dirá: “No sé de dónde son ustedes. ¡Aléjense de mí todos los malhechores!”»» (Lc 13, 22-27).

La primacía absoluta de la salvación la pone en evidencia el mismo Salvador, Jesús, diciendo: “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo? ¿Qué dará para rescatarse a sí mismo?” (Mt 16, 26). La perdición eterna consiste justo en perderse para siempre a sí mismo y de todo lo que se ha ganado y se ha gozado en este mundo.

“¿Son pocos los que se salvan?” es una pregunta ociosa que siguen haciéndose muchos hoy. Pero la pregunta seria y válida, es la del joven rico: “¿Qué tengo que hacer para salvarme?” (Mc. 10,17). ¿Cómo tengo que vivir y obrar?

A esta pregunta sí responde Jesús, que exhorta a un compromiso esforzado por 3a salvación propia y ajena. La salvación eterna no se puede merecer ni pagar con nada. Es un don gratuito que Dios concede a quienes lo acogen, lo aman y valoran su oferta de salvación.

Pero no bastan las palabras o prácticas externas, sino que se debe pasar por la puerta estrecha de la bondad, de la justicia, de la honradez, del amor a Dios y al prójimo, del perdón, de la escucha de la Palabra de Dios para hacerla vida, de la oración, los sacramentos, la cruz cotidiana asociada a la de Cristo.

Muchos tratan de conseguir “por rebajas” la salvación, como aquellos que pretendían que el amo les abriera las puertas del cielo. Hoy dirían: “Fuimos a misa, llevamos hábito y escapulario, hicimos novenas y procesiones, rezamos rosarios, leímos la Biblia, pusimos tu imagen en casa, admiramos al Papa, somos católicos, apostólicos y romanos, sacerdotes, religiosos, catequistas…” Y la respuesta será la misma: “No los conozco. ¡Aléjense de mí, malvados!” (Lc. 13, 27). Pues todo eso, “si no lo hago por amor, de nada me sirve”, dice san Pablo (1 Cor. 13, 3).

¿Cómo se explica? Pues que se contentaban con prácticas externas, sin espíritu, sin amor y sin vida, y con ellas encubrían injusticias, indiferencias ante el prójimo necesitado y ante el amor de Dios, y nadaban en abundancia y placeres, a costa del sufrimiento ajeno, incluso en el propio hogar.

Jesús condiciona la salvación al “sacramento del prójimo” necesitado, con quien él se identifica: “Tuve hambre, estuve desnudo, enfermo, en la cárcel… y ustedes me socorrieron…; vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino…” (Mt. 25, 34).

Mas a las necesidades físicas se suman también las necesidades morales y espirituales: respeto, perdón, amor, buen ejemplo, formación, fe, ayuda en el camino de la salvación… “No de solo pan vive el hombre” (Mt. 4, 4).

La puerta estrecha se identifica con el mismo Cristo, quien dijo: “Yo soy la puerta…; quien entra por mí, encontrará pastos abundantes” (Jn. 10, 9). “Quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn. 15, 5).Frutos de salvación propia y ajena, se entiende.

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Jesús Álvarez

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