Antonello Iapicca, Author at ZENIT - Espanol https://es.zenit.org/author/antonelloiapicca/ El mundo visto desde Roma Sat, 12 Oct 2013 00:00:00 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.1 https://es.zenit.org/wp-content/uploads/sites/3/2020/07/723dbd59-cropped-f2e1e53e-favicon_1.png Antonello Iapicca, Author at ZENIT - Espanol https://es.zenit.org/author/antonelloiapicca/ 32 32 COMENTARIO AL EVANGELIO DEL XXVIII DOMINGO C https://es.zenit.org/2013/10/12/comentario-al-evangelio-del-xxviii-domingo-c/ https://es.zenit.org/2013/10/12/comentario-al-evangelio-del-xxviii-domingo-c/#respond Sat, 12 Oct 2013 00:00:00 +0000 https://es.zenit.org/comentario-al-evangelio-del-xxviii-domingo-c/ En "diez salieron al encuentro" de Jesús, el número mínimo de adultos necesarios para el servicio de la sinagoga, imagen de cada comunidad cristiana. Todos "gritan" a una sola voz, reconociéndo en Jesús a un "maestro", un "epistatès" - "el que está arriba" - en la esperanza que se incline sobre de ellos para curarlos.

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También nosotros, cuando han aparecido las pústulas sobre la piel del matrimonio, de la amistad, del trabajo, hemos empezado a frecuentar con más asiduidad la Iglesia,  suplicando Jesús de «tener compasión  de nosotros y de «purificarnos». Y Él, rápidamente, nos ha acogido, sin distinciones y preferencias. Pero a su manera, sin curarnos enseguida; como con los diez leprosos, nos ha puesto en camino con un anuncio que es a la vez profecía y cumplimiento: «Vayan a presentarse a los sacerdotes.» El Levitico, en efecto, prescribia que si el leproso hubiera sido saneado, tuviera que ir a mostrarse a los sacerdotes porque certificaran de ello la curación, readmitiéndolo así a la vida y al culto del pueblo.

Llenos de esperanza, hemos obedecido a la Buena Noticia con que la Iglesia nos anunció la curación, y nos hemos encaminado hacia Jerusalén. Conociendo la extrema vulnerabilidad e inconstancia del corazón del hombre,  el Señor ha preparado con amor para nosotros un largo y serio camino de conversión; ello es imagen del catecumenado de la Iglesia primitiva, la iniciación cristiana sin la cual el bautismo queda al estado infantil.

Y, como los diez leprosos que «en el camino quedaron purificados», así nosotros también, precisamente durante el camino de conversión, hemos sido curados. El matrimonio ha empezado a funcionar, nos han sido dados los hijos, hemos aprendido a aceptar la suegra y el yerno. La relación con el dinero ha cambiado. En resumen, las pústulas han desaparecido. Pero puede no ser suficiente. De hecho, para nueve sobre diez – un porcentaje muy alto – no fue suficiente. Seguramente se han dado cuenta de haber sido curados, pero les ha faltado la cosa mas importante, fundamental y decisiva.

Muchos «salen al encuentro de Jesús», y todos son leprosos. Muchos oran a él y le obedecen, con la esperanza de ser curados. Sin embargo, todavía no esa la «fe salvadora». No basta con ser «curado», porque una vida «sin enfermedad» todavía no es la que Dios tiene en mente para nosotros! Tenemos que ver nuestros pecados con nuevos ojos de fe, y descubrir que hemos sido «perdonados» y curados al origen, donde nació y creció el bacilo malvado; sólo así podremos ser «salvados», que significa ser perdonados y librados de las consecuencias mortales del pecado, llenos de la vida divina.

«Curacion» y «salvación», de hecho, no coinciden automáticamente. Los nueve leprosos no habian entendido el amor que había llegado a ellos; como muchos de nosotros, estaban tan atrapados en sí mismos y a la injusticia que habían sufrido, de no ser capazes de asombrarse en el verse curados. Nunca habían aceptado de ser pecadores, y se sintian en el crédito con Dios y los hombres; por eso era todo lo era debido, incluso el milagro, vivido probablemente como una compensación que Dios estaba obligado a pagar.

La «fe» auténtica y adulta, sin embargo, se manifiesta en la «gratitud» del leproso iluminado por la gracia. No se defiende, y así la experiencia de la misericordia despierta en él, naturalmente, la necesidad de «dar gracias» a Jesús; era  como incapaz de reprimir la conversión («retorno» en hebreo), por eso esta»volvió atrás alabando a Dios en voz alta».

Eso es la conversión! Alabar a Dios gritando en voz alta, por que la conversión siempre se transfigura en evangelizacion. Es la traducción en gozosa gratitud del amor con el cual el Señor nos ha amado. No viene de nosotros, sino por la misericordia obtenida sin ningún mérito. Un hombre que se convierte alabará a Dios con todo su corazón. De lo contrario, seria una imitación vulgar, ojos apagados y llenos de murmullos sin disfraz, que intenta, con esfuerzo y compromiso, desgarrar de Dios lo que la carne desea.

El único leproso , sin embargo, » se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra», consciente de ser un pecador que no tenía derecho de nada. Así puede celebrar con Cristo la «Eucaristía» ( acción de gracias ) porque vive lo que ella significa y realiza, el sacrificio de la Pascua de Jesús. Ha pasado de la esclavitud a la libertad, de la necesidad de «mantener una distancia» hacia el poder llegar a hasta «los pies de Jesús» , de la súplica a la «alabanza». A caso son así nuestras asembleas domenicales? Son una explosion de jubilo y agradecimiento, gritos en voz alta y corazones contridos? Probablemente no, por que quizas en los feligreses falta todavia la experiencia profunda de haber sido perdonados.

En este leproso, el peor porque «samaritano», o sea eretico y indigno de estar en una comunidad…, resplandece la novedad de la Iglesia. Muchos se sorprenden de Papa Francisco, de sus gestos y sus palabras que consideran subversivos, e indignos de un papa que casi parece herético. Casi un samaritano, justo lo que decian a Jesús… Desafortunadamente, como los nueve leprosos que también habían encontrad a Jesús, que de El habían sidos curados, que habían obedecido, no tienen ojos «místicos», capaces de reconocer lo esencial que transfigura la curacion en salvación.

Cuomo tambien nos ocurre a nosotros mucha veces, no pueden rendirse a la misericordia porque nunca han experimentado su dulzura infinita e inmerecida. Llegan al templo antiguo, y, entre los sacrificios y los inciensos, cumplen la ley, pero no pueden pasar a la Gracia . Se queda en ellos la levadura del hombre viejo que busca la salvación en la ley, ciegos sobre su debilidad total. No se sienten los peores de todos. Por eso no se dan cuenta de la nueva vida que Dios ha puesto en ellos; aun cuando sean readmitidos a la comunion de la comunidad, o sea perdonados de los sacerdotes, la «curación » no le va a servir de nada.

Por que el Templo estaba allí, era el cuerpo de Jesús con que Dios se acercaba a sus lepra! Ya no era necesario ir a Jerusalén. En esa parte del mundo abierto hacia el cielo que era sus vidas purificada, un solo leproso reconoce a Jesús, no sólo como el «Maestro «, si no como el verdadero sacerdote que puede certificar la «salvación » de su corazón. La Iglesia, por tanto, es precisamente el «hospital de campo» izado en el camino hacia Jerusalén, donde la misericordia encuentra el pecado; los verdaderos adoradores de Dios nacen, de hecho , donde Jesús pasa y se hace «extranjero » hasta morir como un hereje y blasfemo» para ellos.

Jesús y el leproso y extranjero consituyen la catedral más hermosa jamás construida: en ella, juntos anuncian que Diosha bajado a tocar a los pecadores y que éllos , perdonados y regenerados, pueden realmente «levantarse», resucitar y ascender al cielo «dando Gloria a Dios. » Quién  «se ve purificados» los miembros vueltas a la vida, tiene la certeza de que el Señor se ha hecho «extrañero» para él. Esta mirada de gratitud y compasión es la «fe que salva» y envía en misión!

Toda vocación al sacerdocio o a la vida religiosa como a formar una familia cristiana, nace en la gratitud cantada en los pasos de la conversión. No basta hecer parte de la Iglesia para ser un cristiano, un signo de Cristo en el mundo. Sólo aquellos que han experimentado la salvación son naturalmente predicadores y misioneros. Por eso las vocaciones autenticas y fieles son tan pocas, una sobre nueve … Todos viven en la misma comunidad, todos son amados por Dios, pero no todos saben cómo amar, que es la vocación de todos . Dios nos llama hoy a abrir los ojos sobre nuestra historia y sobre su amor; a tomar en serio los signos de una vida qu , poco a poco, está volviendo a ser la liturgia de amor y de alabanza que el pecado había asfixiado . Y a «volver» a Cristo, con gratitud y alabanza, para que nos envíe en la misión que ha sido preparada para nosotros.

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Comentario evangelio XXVII Domingo https://es.zenit.org/2013/10/05/comentario-evangelio-xxvii-domingo/ https://es.zenit.org/2013/10/05/comentario-evangelio-xxvii-domingo/#respond Sat, 05 Oct 2013 00:00:00 +0000 https://es.zenit.org/comentario-evangelio-xxvii-domingo/ La Iglesia está en el mundo como "una morera arrancada y trasplantada en el mar", revela lo imposible que va más allá de las leyes de la naturaleza. ¿Cómo puede un árbol echar raíces en el agua? Nunca se ha visto. La naturaleza ha caído bajo el peso del pecado. ¿Es natural tener a dos padres o dos madres? ¿Es natural que una madre mate al hijo que lleva en su seno? ¿Es natural odiar, sentir rencor, mentir? ¿Es natural ofrecerse a sí mí mismo cada cosa y persona, incluso hasta el cuerpo de la propia esposa? Ciertamente que no, no es natural, nos hace mal, nos intoxica el alma y nos sentimos morir.

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Es innatural lo que parece natural, porque «Dios no ha creado la muerte y en las criaturas del mundo no hay veneno de muerte… Dios ha creado el hombre para la incorruptibilidad, lo ha hecho a imagen de su misma naturaleza» (cfr. Sab 1,13ss).

Pero hoy vemos y experimentamos que justamente el «veneno de muerte» es lo que corre en nuestras venas, como también en las de la naturaleza y de la sociedad: un terremoto, un tifón, un cáncer como un divorcio o un aborto, describen una naturaleza herida y destinada a la corrupción, porque «por la envidia del diablo la muerte ha entrado en el mundo y la experimentan los que le pertenecen» (cfr. Sab). No es religiosamente correcto – hoy en día estas cosas no se dicen… – pero es así: muchos de nosotros pertenecen al diablo; alguien, quizás tú y yo, nos hemos atado a él creyendo en sus mentiras. Un árbol plantado en la tierra es la imagen de eso: creado por Dios como cosa buena, tendiendo las raíces en la tierra participa de la corrupción inyectada por el demonio. Aunque grande, bonito y robusto, un día morirá y se secará. Así mismo, creados como cosa muy buena, los hombres han echado raíces en el suelo maldito por causa del demonio.

Pero Dios no ha dejado que las cosas quedasen así. Se ha entregado a sí mismo a la corrupción del sepulcro que correspondía a esta naturaleza, para devolvernos la incorruptibilidad de su vida divina. Ha entregado a su Hijo a esa muerte que aferra cada instante de nuestra historia, para destruirla con su amor. Con el perdón de su cruz ha neutralizado el veneno mortal del demonio, y «la fe» ha llamado a la puerta de la humanidad.

Ella, la fe, es el regalo ofrecido a cada hombre para que pueda apoyarse en el amor de Dios y experimentar el «trasplante» de un corazón nuevo, como la «morera arrancada» de las garras de una tierra ya corrompida y «trasplantada en el mar». Ello es imagen del seno materno de la Iglesia, la pila bautismal, dónde un hijo de Dios puede renacer, vivir y crecer en la misericordia: un hombre salvado de la muerte, que pueda vivir donde la naturaleza lo impediría. Un hombre renacido que sabe querer más allá de la barrera del rencor y los celos.

También tú y yo hemos «sido trasplantados» al Reino de Jesús. Él es la «morera» que ha tendido sus raíces en el mar de la muerte para elevarse hasta al cielo de la vida. Con Él podemos entrar en el misterio de la Pascua que enciende la «fe» capaz de cumplir lo imposible: una vida más allá de la muerte.

Por eso, no se trata de «aumentar la fe», basta una pizca como un «grano de mostaza», el más pequeño entre todas las semillas; la fe es un camino, no es algo mágico que llueve del Cielo, sobre uno sí y sobre otro no, porque Dios no hace preferencia de personas. Como no existe quien tiene más y quién tiene menos fe: existe quien se ha abierto a la Gracia acogiéndola, y quién ha endurecido el corazón rechazándola; quién se ha dejado conducir por la Iglesia y quién no. La fe, en efecto, como una semilla echada en el terreno de vida, solicita nuestra libertad, para acoger, gracias a ella, la posibilidad de una vida nueva. Luego, como el proceso biológico de una semilla, la fe necesita una iniciación cristiana que la haga madurar hasta llegar a ser adulta.

Es imposible pedirle a un hijo obedecer y a un marido entregarse si no tienen una fe adulta. Tan imposible como decir a un árbol que se «trasplante» por sí mismo. Es inútil. Cuando aparece la muerte, el hombre sin fe escapa, y no puede hacer otra cosa. Siempre buscará aquello que sea para sí mismo su propio «útil», ganar algo, viviendo para sí mismo en un egoísmo desenfrenado. Aunque amar era «nuestro deber», pues para eso fuimos creados. Pero, para una naturaleza herida por el pecado, el amor es innatural. Quien camina con la Iglesia lo sabe, se conoce a sí mismo y también el amor de Dios; ha visto la fe crecer en sus frutos aparecidos donde era impensable.

También nosotros hemos experimentado la alegría y la plenitud de vivir donándonos «sin utilidades» – sin ganancia – según el sentido del término griego traducido con «inútiles (simples).» Ciertamente, así torpes y débiles, somos «puro obstáculo» a la obra de Dios, como dijo S. Ignacio. Pero «inútiles» no, sino todo el revés. Para enseñar su amor, Dios ha elegido justo lo que es «inútil» según el mundo. Nos ha elegido a nosotros, débiles y heridos, incapaces de amar para que, en la gratuidad de la cual sólo es capaz quien la ha experimentado, resplandezca la Gracia de su amor y no la utilidad y capacitad humana: transformados en siervos en el Siervo, podemos vivir de acuerdo con el plan con el que Dios nos ha creado.

Por eso, así como nadie «de nosotros» haría hacer a una cuidadora (de ancianos) algo diferente para lo cual ha sido empleada, así Dios, después de habernos «arrancado» del demonio para pertenecerle a Cristo, no puede llamarnos a vivir de otra manera que la de su Hijo. No lo envió al mundo a ser político o filósofo, sino para ser el Siervo crucificado, «hasta el final». Después de haber «arado y cuidado el ganado» desde Galilea hasta Jerusalén «cumpliendo con su deber», sobre la Cruz, Jesús ha «cumplido» la obra que el Padre le «ordenó»: con la «túnica recogida» lavó los pies de sus apóstoles, limpiando todos sus delitos; y así «sirvió» al Padre el banquete mejor: la vida perdonada y rescatada de cada hombre.

Esto es lo que Dios ha pensado para nosotros: no nos hace «sentar a la mesa» antes de haber ofrecido la vida por los hermanos: somos siervos y lo seremos hasta al último respiro, hasta que no entremos en el Paraíso. Otras recompensas no son previstas. Tampoco los paraísos artificiales, ni las jubilaciones full optional, con zapatillas y televisión incluidas; pero sí nos esperan los sufrimientos del apóstol, y luego enfermedades y muerte: la vida de un siervo que pertenece a su Dueño por toda la eternidad y por eso lo sirve en cada hombre que encuentra.

Con Cristo estaremos de rodillas delante de cada persona, a «preparar la cena, con la túnica recogida, para servirlas hasta que hayan comido y bebido.» Estamos llamados con la Iglesia a «cuidar y pastorear el rebaño» que nos ha sido confiado y a «arar» la tierra de todos con el anuncio del Evangelio; hemos sido enviados a conducir la familia, los amigos, los compañeros a «comer y beber» el amor de Cristo, «trasplantando» su vida en el Reino de Dios. Sin otro «útil» que el Evangelio y la alegría de gozar con ellos la vida celeste, donde el Señor nos hará sentar a su mesa y nos servirá, cuando «volvamos» del campo de la vida, heridos y exhaustos.

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Comentario al Evangelio https://es.zenit.org/2013/09/21/comentario-al-evangelio/ https://es.zenit.org/2013/09/21/comentario-al-evangelio/#respond Sat, 21 Sep 2013 00:00:00 +0000 https://es.zenit.org/comentario-al-evangelio/ Del Domingo de la XXV semana del Tiempo Ordinario. Año C

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«¿Qué es lo que me han contado de ti?” Las voces de los hermanos nos «acusan» de haber «despilfarrado» y sustraído los «haberes» del Señor. A ellos, en efecto, correspondía el amor que Dios nos había dado para su «administración.» Cerrados a nuestra mujer por causa del egoísmo ya no logramos percibir sus necesidades. Como el hijo pródigo hemos «despilfarrado» la herencia y ahora estamos tan áridos que ya no podemos ni darnos cuenta de lo que necesitan los que viven alrededor nuestro.

El trabajo nos absorbe y se ha vuelto tan importante que las miradas asustadas y hambrientas de nuestros hijos sólo son una imagen desenfocada. Hemos olvidado que nuestro tiempo libre del trabajo es suyo y para ellos. Les pertenece y, en cambio, nos hemos apoderado de ello y ya «no podemos devolvérselo.»

Y así nos comportamos con todos: egoístas e ilusos. Vueltos necios por causa de la presunción de saber qué es importante y qué no, envenenados por el engaño de pretender llegar a ser como Dios y de conocer y establecer qué cosa sea bien y qué sea mal, hemos omitido un millón de «pequeñas cosas» que, en cambio, eran decisivas. El acné que hacía sufrir a nuestra hija, por ejemplo, y ahora no podemos hacer nada frente a su anorexia… Hemos dejado de ser «fieles en las cosas pequeñas», las ocasiones de cada día para amar y entregarse, y ahora nos hemos vueltos tan insensibles y ciegos hasta volvernos incapaces de comportarnos con «fidelidad» en «aquellas grandes», las que cualquiera habría sabido reconocer como importantes.

¿No hemos escuchado las «pequeñas cosas» que tuvieron que decirnos mujer, hijos y colegas? ¿Hemos sido «deshonestos» robando el amor a quien nos lo pedía con pequeños gestos de atención y cariño? Podemos estar seguros de que, cuando ellos lancen el SOS porque están en peligro de muerte, no nos daremos cuenta de ello y no podremos hacer nada. Seremos «deshonestos» cerrándonos en modo egoísta ante las cuestiones decisivas: no sabremos ayudar a discernir a un hijo en la elección de la universidad o si casarse o no; no podremos dar una palabra de fe y esperanza a la mujer deprimida; asustados, escaparemos del barco que hunde, imagen de la enfermedad incurable del hermano.

Eso nos ocurre porque, en lugar de «administrar» con generosidad los frutos del «jardín» del Padre, hemos alargado ávidamente la mano tratando de volvernos ricos como el dueño. Así ahora «ya no podemos ser administradores», «alejados» de Él y de sus haberes como Adán y Eva del paraíso. Pero, en modo imprevisto, justo cuando deberíamos «dar cuenta», se abre por nosotros la puerta de la conversión.

Es cuando nos percatamos que sin las «sustancias» de Dios para administrar somos nada, incapaces de nada. «No tenemos fuerzas» para «zapar» un terreno que no dará nunca la cosecha de amor que sólo Dios puede conceder. Desnudos de nuestra identidad, nos «avergonzamos de limosnear» la dignidad que sólo Dios puede donarnos. No tenemos sino una posibilidad, volver a empezar desde dónde hemos fracasado, es decir, de los «bienes» del Señor.

Para que no caigan de nuevo en nuestros bolsillos ávidos, sino que sean fecundos para todos, hace falta comportarse como los «hijos» de este mundo, mucho más pragmáticos que los «hijos» de la luz, a menudo perdidos entre sueños y presuntas visiones, sentimentalismos y palabras inútiles sembradas en los comités. Acostumbrados a los favores ilegales e interesados para que «sus pares» les devuelvan esos favores en el momento oportuno, los hijos del mundo saben ser generosos con el dinero de los demás.

Ésta es justo la «política económica» a la que Dios llama a nuestras familias y a nuestras comunidades. Sí, el Señor nos llama a hacer de nuestros hijos, de los parientes, de los colegas, también de quién nos odia, lobbies, o sea grupos que hagan presión al «gobierno» del Padre para nuestra salvación. Tenemos que «comprarlos» con cada » riqueza deshonesta «, aquella de propiedad «ajena» que hemos robado.

Era, en efecto, de Dios aquel dinero que no le hemos dado a nuestra mujer que quería comprarse unos zapatos para dejarlo podrir en la avaricia. Era de Dios y por lo tanto también de nuestra mujer… Era de Dios el tiempo que hemos guardado para nosotros, y por lo tanto también era de mi hijo, o de mi suegra que necesitaban de mí. Y así en cada aspecto de nuestra vida, manchado por la concupiscencia. «Tomar el recibo» y cambiar la cifra de la deuda de los demás, significa entonces solamente restablecer la verdad y la justicia. Significa devolver lo de Dios que pertenecía a los hermanos y que habíamos robado… Dios lo sabe muy bien; por eso, ésta es la «astucia» que le gusta a Él, porque es la que sabe sintonizarse con su misericordia.

El «administrador deshonesto» según la idea de honestidad del mundo, fue en cambio muy honesto según el corazón de Dios: Él, en efecto, paga la misma cantidad a los obreros de la última hora como a los de la primera; Él hace bajar la lluvia sobre los buenos y los malos; Él hace primeros a los últimos y últimos a los primeros. El Señor nos llama a administrar según su corazón, perdonando y devolviendo a quienes están cerca de nosotros lo que les corresponde y que nosotros, habiéndolo sustraído a Dios, lo habíamos también robado a ellos.

Ciertamente, esto, para el mundo justiciero y siempre indignado, se trata de una conducta escandalosa. Se parece a la mafia, se parece a aquella conducta de lobbies y de clientelas que son lapidados todos los días en los medios de comunicación. Parece, pero –en realidad-es puro amor, es aquel amor revelado en Cristo Jesús, que «se dio a sí mismo como rescate por todos». Según la lógica mundana podríamos decir que Jesús es un corrupto, vendido a los grupos de presión, a los asesinos, ladrones, engañadores y esclavos de sexo, poder y dinero. Podemos decírselo, porque es la pura verdad. De hecho, en la Cruz, Jesús ha pagado cada centavo que habíamos sustraído; y nos «ha comprado», borrando sin condiciones nuestra deuda – toda y no sólo una parte – extornando así las cuentas del Padre.

Mientras abandonábamos la familia para servir al trabajo y «al dinero»; mientras nos «apegábamos» al prestigio y al dinero «menospreciando» a Dios y a su imagen reflejada en la mujer; mientras «amábamos» apasionadamente ídolos corrompidos y «odiábamos» al único y verdadero Dios de la Vida, Cristo pagó por nosotros la deuda que se fue acumulando. Miraba el Padre y decía: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Sí, Jesús ha cometido fraude con los «bienes» del Padre para darnos la «riqueza verdadera», la «nuestra», o sea el amor que nos pertenece y que, por el engaño del demonio habíamos olvidado.

Haciendo así, podremos cumplir contrato firmado con el Padre; ¿y cómo? queriendo a los hermanos y perdonando sus deudas como Dios nos ha perdonado cada una de las nuestras a cada uno de nosotros. Por eso, cuando por el mundo nos «vendrá a faltar» la «riqueza deshonesta», nos «acogerán en las moradas eternas» justo las personas por las que habremos perdido todo, también las «cosas más pequeñas» – un programa televisivo, el objetivo de una vacación o, todavía más insignificante, aquel trozo de postre quedado y que hubiéramos comido con mucho gusto…

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"Sentado en el último lugar" https://es.zenit.org/2013/08/31/sentado-en-el-ultimo-lugar/ https://es.zenit.org/2013/08/31/sentado-en-el-ultimo-lugar/#respond Sat, 31 Aug 2013 00:00:00 +0000 https://es.zenit.org/sentado-en-el-ultimo-lugar/ Comentario al Evangelio del domingo (XXII T.O. Año C)

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Presentándonos la vida como el funeral de los deseos, el demonio quiere inducirnos a no acoger la «invitación al banquete de bodas» que el Señor nos entrega a través de los hechos y de las personas. De hecho, cada día rechazamos algo de la voluntad del Padre; empujados por el demonio intentamos «ocupar» su «sitio» para saciar en libertad las concupiscencias. Despilfarramos su herencia para «exaltarnos» a los «primeros lugares» del prestigio y del honor, donde nos ilusionamos se pueda realizar nuestra existencia. Humillamos e instrumentalizamos a los otros; mentimos exhibiendo currículos adulterados, hasta que el balón inflado de engaños no nos explota entre las manos.

Precipitamos entonces al “último lugar”, junto a los cerdos como el hijo pródigo, donde nos descubrimos «desnudos» como Adán y Eva y, envueltos en la misma «vergüenza», nos escondemos de los otros, hambrientos y solos. Es entonces cuando Jesús, ciertamente más «importante» que nosotros, aparece en los hechos que nos humillan; cuando el Padre nos dice que le dejemos el primer «sitio» en nuestra vida, como en la de la mujer, del marido, de los hijos, del novio o de los amigos. Gracias al amor de Dios que, celoso de su criatura, por medio de la Cruz nos humilla en serio. La soberbia, en cambio, ensalzada a la mentira del «primer lugar», siempre nos precipita a la verdad de lo “último”.

Pero, justo en aquella pocilga inmunda, sentados en «nuestro lugar» – aquel que nos corresponde como justa consecuencia de nuestras elecciones – nos alcanza gratuito y completamente inesperado el amor de Dios. Él, en efecto, ve en nosotros a su Hijo descendido en el sepulcro, hasta el «lugar» del «ultimo» de los pecadores. Y allí, con Jesús, el Padre también nos abraza, nos levanta y nos susurra las palabras más dulces: «amigo acércate más», he aquí para ti el «honor» que le he dado a mi Hijo resucitándolo de la muerte.

El Señor nos llama pues a reconocernos pecadores, a aceptar «humildemente» nuestra debilidad y a «permanecer en el infierno sin desesperar» (Silvano del Monte Athos); eso quiere decir esperar, en la realidad de nuestros fracasos, a que Dios nos «levante» con su perdón. Tambien vivir cada relación en la verdad que nos hace libres de veras, sin sorprendernos por no ser considerados, «humillándonos» a los ojos de los otros, para que el Señor sea «ensalzado» en nosotros y en ellos; así Cristo será el centro de las relaciones, donde encontrarnos y amarnos.

Por eso la Iglesia está cada día colocada en el «último lugar delante de todos»; sólo allí es donde puede anunciar a Cristo resucitado. Nada que ver con los honore s humanos, las legitimaciones, las acogidas en los parterres culturales. La Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, existe para ocupar el «último lugar», el que nadie quiere. “¡Madre mía!” ¿En la escuela ser cada día él último de los estudiantes? ¿Dejando que me tomen el pelo? En casa ¿siempre un paso detrás de mi marido? En el trabajo ¿sentado a padecer las injusticias y a hacerme cargo de las cosas que nadie quiere ni mirar? ¿Yo, el párroco, de rodillas delante de cada oveja a mí confiada, dejando que las neurosis, las envidias y los celos de todos se quebranten sobre de mí?

Sí, así es, porque éste es el «lugar» que Dios tiene reservado a sus apóstoles, aquel elegido por su Hijo para salvar a cada uno de nosotros. Con Él estamos llamados a ser los últimos para lavar los pies de todos; como escribe San Pablo, «espectáculo y basura para el mundo.» Porque sólo en el «último lugar» el Evangelio es auténtico y creíble.

Así le ocurrió a San Francisco Javier, apóstol indómito de Asia. Un día se encontró en Yamaguchi (Japón), anunciando el Evangelio; en japonés sólo sabía el Credo, y sólo eso repetía, con una sonrisa desarmante. Algunos muchachitos, viéndolo tan extrañamente vestido y con una cara tan ridícula, y oyéndolo balbucir en un japonés imposible palabras abstrusas, empezaron a insultarle, a escupirle y a tirarle piedras. Y Francisco, impasible, seguía «sentado en el último lugar», la sonrisa en el rostro y el Credo en los labios. Pasa por allí un samurái, observa la escena y se para petrificado. Poco después, aturdido, se acerca a Francisco. A través de su compañero e intérprete le dice: «¿Qué tienes tú más que yo? Yo soy el primero en esta ciudad, y el honor es la cosa más importante para mí. Aquí tú eres el último, sin embargo tienes que tener una cosa más grande e importante que el honor para estar tan libre de dejar que te lo manchen. Quiero lo que tú tienes.» Fue el primer samurái convertido al cristianismo. El «último lugar» de Francisco lo atrajo a buscar el tesoro maravilloso que en él se esconde

Quizás para nosotros sigue siendo diferente. En nuestra vida experimentamos que cada relación nace herida por una ausencia; por eso son precarias en la labilidad de los afectos e inestables bajo la dictadura de los humores. Nadie puede dar el amor que el corazón del otro desea. Y en cambio nos obstinamos en pedir al prójimo que sacie nuestros vacíos. Cuando «invitamos a amigos, hermanos y parientes» a entrar en comunión con nosotros en nuestros «banquetes», parece que nos abrimos a ellos y a sus necesidades; en realidad «ofrecemos» sofisticados menús a base de compromisos y de hipocresía: pensamientos, palabras y gestos como lazos tendidos para que nos «inviten» a su vez a su intimidad y así nos llenen.

Como encantadores de serpientes, intentamos hipnotizar y atar a nuestra pareja, a los hijos, a los amigos. Nuestra identidad pende del hilo delgado que nos ata a la «recompensa» de los esfuerzos profusos para contar algo en el corazón de los otros. No podemos vivir sin su atención, la indiferencia nos pulveriza. Así, por ejemplo, diluimos los «no» que deberíamos decirles a los hijos, y les permitimos vestimentas y horarios inaceptables, discotecas llenas de droga y sexo, vacaciones promiscuas, móviles cada vez más caros. Los agobiamos con «invitaciones» al diálogo para no perder su afecto y para no tener que soportar ni su rebelión ni su rechazo. Lo mismo con la pareja, el novio y los amigos: no amamos a nadie, porque no nos interesa el bien del otro. No estamos «inquietos» por ellos, como dice Papa Francisco. Al contrario, estamos estériles porque en todo buscamos los «primeros lugares»: allí no hay fecundidad, porque nada es entregado gratuitamente, sino que todo es para saciar nosotros mismos.

Sin embargo la verdad es que  todos somos «pobres, lisiados, paralíticos y ciegos.» Necesitamos gustar las primicias de la «recompensa» celeste, la vida y el amor más fuerte que la muerte; ese es el único amor capaz de liberarnos del miedo y de la exigencia. El cumplimiento de cada vida está en el Cielo, inútil y dañino esperar cambiar las relaciones para perfeccionarlas aquí sobre la tierra. Justo la precariedad, que es un eco del pecado y del desorden por él provocado, nos impide apropiarnos de las personas, libres y pecadoras como nosotros. Detrás de la precariedad de nuestro matrimonio, de la relación con hijos y amigos, está el amor de Dios, no su castigo.

A través de esa precariedad nos llama a mirarlo a Él, y a buscar las cosas de arriba en cada cosa de aquí abajo. Eso quiere decir que trabajar, estudiar, cocinar, lavar y tender, hacer cualquier cosa esperando o exigiendo una recompensa es necio y frustrante; vivir sólo para este mundo nos aplasta en la carne y nos impide esperar el Cielo, la verdad que desea nuestra alma. «Bienaventurado», en cambio, es el que «invita» al prójimo acogiéndolo justo cuando no tiene nada para «devolver como recompensa»: es entonces que el Señor se hace presente proveyendo con más generosidad, haciéndose El mismo nuestra “recompensa”, para gustar en El las primicias de la Vida Eterna.

Estamos llamados a «invitar» a la mujer cuando es más pobre y más débil; a perdonarla y a donarnos
a ella cuando nuestra carne la rechazaría porque no encuentra en ella ninguna satisfacción. ¡Cuando esto ocurre, entonces experimentamos el Cielo sobre la tierra, algo que no surge de la tierra! Este amor es la señal que existe la vida eterna, infinitamente más grande, libre y feliz que la de la carne. Cada relación es una obra abierta al don de Dios; el único modo para vivir en plenitud el matrimonio, la familia, la amistad y el noviazgo es acoger juntos la «invitación» del Señor a participar en su «banquete» de la Palabra y los Sacramentos; así, en ellos, podremos dejarnos saciar cada instante de los frutos fecundos de su «resurrección», hasta llegar a la nuestra, cuando seremos «justos» en su Justicia de misericordia.

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"Fidelidad" y "prudencia" antídotos a las tentaciones del demonio https://es.zenit.org/2013/08/11/fidelidad-y-prudencia-antidotos-a-las-tentaciones-del-demonio/ https://es.zenit.org/2013/08/11/fidelidad-y-prudencia-antidotos-a-las-tentaciones-del-demonio/#respond Sun, 11 Aug 2013 00:00:00 +0000 https://es.zenit.org/fidelidad-y-prudencia-antidotos-a-las-tentaciones-del-demonio/ Comentario al Evangelio del XIX Domingo del tiempo ordinario. Año C

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Es «pequeño» el «rebaño» del Señor, sin embargo es enviado a salvar el mundo. Es «pequeño», pero no importa: no son las estadísticas las que deciden la calidad y la importancia de las cosas. A Gideon, preparado para combatir contra los Madianitas, el Señor le dijo que era «demasiado numerosa» la gente que estaba con él; no queria que Israel se jactara diciéndo «mi mano me ha salvado.» Bastaron trescientos y los Madianitas fueron derrotados.

 Así también es hoy, quizás más que en otros momentos: «De la crisis actual emergerá una Iglesia que habrá perdido mucho. Empequeñecerá y tendrá que volver a empezar casi como desde el principio. Ya no será capaz de habitar los edificios que ha construido en tiempos de prosperidad. Con el disminuir de sus fieles, también perderá gran parte de los privilegios sociales. Volverá a empezar a partir de pequeños grupos, de movimientos y de minorías creativas que volverán a poner la fe en el centro de la experiencia… Será pobre y se convertirá en la Iglesia de los indigentes» (J. Ratzinger).

 Pobre, justo como el Papa Francisco desea que sea la Iglesia; pobre y sin embargo no le falta nada, porque goza de los únicos bienes a los que «los ladrones» no «pueden llegar» y que «la polilla» no «puede consumir.» Sus pastos, en efecto, tienen el sabor de la hierba siempre fresca del Reino que el «Padre» ha querido regalar a cada uno de sus hijos, la luz de la Palabra, la fuerza de los sacramentos y la dulzura de la comunión con los hermanos. Aunque, durante el camino, tiene que pasar por los valles oscuros de la angustia y el dolor, «no teme ningún mal», porque el Buen Pastor siempre está con ella, preparándole un banquete delante de los enemigos, las tentaciones del demonio y el mal incipiente.

 Por eso los cristianos no necesitan «poseer» nada: en Cristo han encontrado todo lo que el corazón desea; pueden «vender» sus proprios bienes y «darlos en limosna» porque tienen su «tesoro seguro en el cielo»; es allí donde Jesús ha preparado sus moradas, y sus «corazones» ya habitan donde está el Amado. Con Él han vencido a la muerte que impide el amor, por eso sus cuerpos son “bolsas que no se desgastan”, cofres incorruptibles que guardan la vida incorruptible.

 Es verdad que, seducidos por una mentira, hemos vivido a menudo obligados a «servir» a un «dueño» cruel. Pero el Señor ha «llegado» en medio de nuestra «noche» de esclavitud, y ha hecho de ella una Pascua. En el seno materno de la Iglesia el «Dueño» auténtico de nuestra vida nos ha hecho parte de su «rebaño», donándonos también su Reino, dónde el Primero se hace último, y el Maestro hace «ponerse a la mesa» a sus siervos para «servirlos.» 

 Este misterio se renueva cada día en la Iglesia donde Dios «nos» habla para salvar a «todos.» También nos pregunta hoy si hemos «entendido» lo qué Él ha hecho en nuestra vida. Si lo hemos entendido, entonces sabremos «esperarlo» con alegría, viviendo cada instante como en una noche de Pascua. 

 Y «bienaventurados» nosotros si nuestro corazón «vela» en la escucha de su Palabra; «bienaventurados» si sabemos esperar al Señor que «vuelve de la bodas», su Misterio Pascual, donde ha rescatado para sí a cada hombre; «bienaventurados» si le «abrimos enseguida», cuando «llegue y toque a la puerta», para entrar en los momentos difíciles del matrimonio, en la relación con los hijos, con los colegas, los amigos, el novio. 

 «Bienaventurados» si estamos «preparados» para anunciar el Evangelio a todos ellos, renunciando a los criterios mundanos; «ceñidos» en la castidad de la carne y el espíritu que nos deja libres y no se apodera de ninguno, a la «espera» de que sea Dios, en su momento, quien hable a los corazones; con «las lámparas encendidas» de Caridad iluminada por la Verdad, sin compromisos. «Bienaventurados» porque si el Señor «nos encuentra trabajando así», celebrará con todos su Pascua de vida y libertad, y nos hará administradores de todos sus bienes.

 Cada «hora» puede ser la de Cristo que viene a cumplirse en nosotros. Quizás dentro de un rato, quizás en la persona «menos esperada», la más querida; quizás justo la esposa que, cansada por un día de lavadoras y planchas, no comprende nuestro nerviosismo surgido a causa de los abusos de un jefe, y nos acoge en casa con una lista de quejas tan larga que, en conparación, los 60.000 Cahiers de doléances de los Estados Generales franceses de antes de la Revolucion parecen nada. 

 Somos «administradores» de los bienes de Dios, no conducimos la historia y el tiempo no nos pertenece. Estamos llamados a la «fidelidad» y a la «prudencia» que son los antídotos a las tentaciones del demonio que nos hacen temer la cruz, enseñándonosla como debilidad e impotencia de Dios que sin duda «retrasarán» su llegada. 

 Pero no es así, el sufrimiento nos purifica y «echa sal» a los bienes, para impedirnos vivir como «siervos infieles», «golpeando» con palabras y chantajes al projimo al que somos enviados, para «comer, beber y emborracharse» saciando los apetitos de la carne. «Nos ha sido dado mucho», en amor y misericordia: por eso tambien «nos ha sido confiado mucho», la salvación de esta generación.

 Nos ha sido dada la vida y el Evangelio que la ha salvado, que constituyen la «ración de comida» que somos llamados a dar «en su momento» a la mujer, al marido, a los hijos, colegas, a todos. A través de ellos el Señor nos pide el “mucho” amor que nos ha dado; a través de todos nos reclama el testimonio del evangelio, para que sea anunciado cuando «los hombres descubran que habitan un mundo de indescriptible soledad y adviertan el horror de su pobreza. Sólo entonces verán aquel pequeño rebaño de los creyentes como algo totalmente nuevo: lo descubrirán como una esperanza para ellos mismos, la respuesta que siempre buscaron en secreto» (J. Ratzinger).

 Para nosotros está preparada «en el medio de la noche o antes del alba» – nuestra vida ofrecida al anuncio del Evangelio en cada instante – la «bienaventuranza» reservada a quien «actuará» como cordero del «pequeño rebaño» de Cristo, donándose a si mismo sin reservas.

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Vivir siguiendo la sabiduría de la cruz https://es.zenit.org/2013/08/05/vivir-siguiendo-la-sabiduria-de-la-cruz/ https://es.zenit.org/2013/08/05/vivir-siguiendo-la-sabiduria-de-la-cruz/#respond Mon, 05 Aug 2013 00:00:00 +0000 https://es.zenit.org/vivir-siguiendo-la-sabiduria-de-la-cruz/ Comentario al Evangelio del XVIII Domingo del tiempo ordinario. Año C

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Herencia» y «codicia», cada conflicto entre «hermanos» nace de la inconciliabilidad entre estos dos términos. Dónde hay herencia no puede surgir codicia. La herencia es un regalo que nace de la unión con el que hace testamento. Es el fruto de su liberalidad, de su amor. Todo nosotros, «hermanos» nacidos del mismo Padre, por pura Gracia, somos herederos de Dios y coherederos de Cristo. Como Caín con Abel, sólo hemos puesto soberbia, celos y pecados. Como el hijo pródigo, hemos despilfarrado todo. Cómo Adán, perdimos el Paraíso.

«¡Hombre!» nos dice hoy el Señor, porque en aquel entre la muchedumbre y en cada uno de nosotros Él intercepta Adán: rico «cerca de Dios» en el Paraíso, frente a la «cosecha abundante» recibida en «herencia», se ha parado a «dialogar con si mismo» y ha quedado entrampado en la mentira del demonio. Como nos ocurre cuando, frente a la historia, nos retiramos en nuestra razón dejando espacio a las adulaciones del enemigo que nos convencen de ser como dios.

Y entonces nos metemos a tope para «acumular tesoros para nosotros mismos», mujer, marido, amigos, dinero; «no sabemos que hacer» de los dones de Dios, no «tenemos donde ponerlos», porque nuestro corazón está endurecido; y así, por el miedo de perderlos, los cerramos en los «graneros» de nuestro egoísmo, cada vez «más grandes» para saciar el vacío creciente e irrecuperable de un dios sin paraíso.

«Diré a mí mismo»: es la locura de quien se cree en el mismo tiempo autor y usuario de la vida, dios y criatura; la «necedad» demoníaca que se hace codicia, deseo rapaz y arrogante, porque siempre insatisfecho.

Solo se puede ser Dios o criatura. Todos somos «hombres ricos» porque criaturas herederas de Dios, y cuya vida puede dar siempre una cosecha abundante, Cristo Jesús vivo en nosotros. Pensar de servirse de Él para instalarse y «comer, beber y divertirse» es transformar la vida en una loca carrera hacia la nada, presa de la ilusión de «tener a disposición muchos bienes», olvidando que son dados en administración y nadie puede apoderarse de ellos.

Gastamos los días planeando «por muchos años» descanso y gozo, y no reservamos ni un día a la muerte, única certeza. Ofrecemos a nosotros mismos la sexualidad, con la que Dios nos ha hecho «herederos» de la creación y la vida, para hacer de ella un instrumento de placer que transforma el otro en un objeto de consumo.

Tal como en muchas circunstancias, cuando un «hermano» – mujer o marido, hijos o amigos – otro Adán engañado como nosotros, nos «roba la herencia» que hemos reducido a mezquina propiedad de la carne: el cariño, los afectos, la consideración, nuestro tiempo, el honor, la carrera, los derechos; cuando la «noche» de los acontecimientos oscuros y dolorosos viene a «pedirnos la vida» y nos encuentra míseramente sin ella, incapaces de donarla porque ya reducida a un jirón lacerado por el egoísmo, revelando la «necedad» de quien hace depender la vida de los «bienes» destinados a corromperse.

Entonces nos hacemos maestros del Maestro, pretendiendo enseñarle como y cosa juzgar para justificar nuestra codicia que nos ha separado de Él y de los hermanos: «¿quién me ha constituido juez» según los criterios del mundo y la carne? ¿Quién ha puesto mi vida a «mediar» entre una codicia y la otra?

Pero Jesús, que es Dios, también «juzga» hoy por medio de la cruz: los proyectos basados en el egoísmo son las espinas clavadas en la cabeza, preocupaciones, angustias y noches sin dormir; las riquezas acumuladas con avidez son los clavos que iluminan nuestra incapacidad de donarnos.

La cruz nos ha sido dada para comprender que «la vida no depende de lo que el hombre posee», si no del empleo que se hace de los bienes entregados en administración: un sólo modo devuelve la vida auténtica y injertada en la eternidad, lo que nos hace «enriquecer ante Dios», que significa vivir siguiendo la sabiduría de la cruz.

El sabio vive crucificado con Cristo, fijándo la mirada hacia el Cielo; es hijo del Padre, sabe que la vida sólo puede ser  vivida donándola, exactamente como ha sido recibida. Ya participa de la resurrección de Jesús, está libre y con Él juzga cada cosa con sabiduría, porque ha experimentado que nada podrá separarlo nunca de su amor.

El sabio ha conocido el perdón, el necio vive en el remordimiento. Para el sabio la vida, con sus bienes y sus afectos, es una señal del perdón y así se convierte en don que no teme la muerte. El necio planea y se atormenta, perseguido por el miedo de morir, sin saber «de quien será lo que ha preparado.»

Para llegar a ser sabios necesitamos a Jesús, el «juez» que se ha hecho «mediador» sobre la Cruz. Ha juzgado el pecado y ha puesto su vida como mediación por el rescate. El se ha dejado matar de nuestra codicia y ha resucitado para donarnos la auténtica «herencia»: del Cielo cada día viene a juzgar vivos y muertos, sabios y necios. Quien, como las vírgenes sabias, son «rico» en Espíritu Santo, puede acogerlo y entrar en su banquete de bodas que da sentido y plenitud a la vida; quien, como las vírgenes necias, han despreciado el don de Dios, quedará fuera del Paraíso, cerrado en el orgullo que engendra tristeza y soledad.

Hace falta por lo tanto «tener cuidado» en cada instante de nuestra vida, dejando que el Espíritu Santo de sabiduría y amor llenes los pequeños vasos de las cosas de cada día, porque «lo que hemos preparado» pueda anunciar a todos el Evangelio y «sea de los» que Dios pondrá sobre nuestro camino; hace falta ser fieles, discerniendo acontecimientos y relaciones para aprender como, en todo, quedar «cerca de Dios» para «enriquecernos» de su amor; si acogido, ello se multiplica con exceso porque «Caritas Christi urget nos: el amor de Cristo nos empuja al pensamiento que uno ha muerto para todos, porque los que viven no vivan jamas por si mismos» si no por Él (cfr. 2 Cor. 5,14).

En el matrimonio, su amor nos empuja al perdón, y nos abre a las nuevas vidas que Dios quiere donarnos, «teniéndonos lejanos» de vacaciones y lujos que las familias numerosas no pueden permitirse. En el estudio, nos ayuda a gastar las horas en el sacrificio que nos hacen adultos y «ricos» en madurez y responsabilidad. En el trabajo, nos «aleja» de la codicia de la carrera para hacer del despacho un altar dónde ofrecerse a colegas y superiores.

En el noviazgo nos defiende de la concupiscencia para respetar el otro y aprender a entregarse. En quienquiera encontramos, herido del pecado y del mal, nos hace reconocer la imagen del Creador imprimida en él y descubrir así de estar «cerca de Dios»; por ellos nos convierte en el buen samaritano, capaz de gastar las propias sustancias para «enriquecerlos» y abrir para todos las puertas de la salvación.

Estamos llamados cada día en la urgencia de donar, en todo lugar y a todos, «la cosecha abundante» del amor que llena el «campo» de nuestra vida, «acumulando tesoros» para enriquecer de ellos el Cielo, acompañando «cerca de Dios» a los «hermanos» que buscan en nosotros la herencia perdida.

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