Audiencia General Archives - ZENIT - Espanol https://es.zenit.org/category/pope-francis/general-audience/ El mundo visto desde Roma Wed, 01 May 2024 23:53:25 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.5.2 https://es.zenit.org/wp-content/uploads/sites/3/2020/07/723dbd59-cropped-f2e1e53e-favicon_1.png Audiencia General Archives - ZENIT - Espanol https://es.zenit.org/category/pope-francis/general-audience/ 32 32 La virtud de la fe explicada por el Papa Francisco https://es.zenit.org/2024/05/01/la-virtud-de-la-fe-explicada-por-el-papa-francisco/ Tue, 30 Apr 2024 23:48:41 +0000 https://es.zenit.org/?p=237733 Audiencia general del Papa, 1 de mayo de 2024 sobre la virtud teologal de la fe

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 01.05.2024).- Por la mañana del miércoles 1 de mayo, el Papa Francisco presidio la audiencia general en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano. La audiencia se trasladó a ese lugar de último momento, debido a la lluvia. La catequesis durante la audiencia general giró en torno a la virtud teologal de la fe. Se trató de la catequesis número 17 del ciclo sobre vicios y virtudes que el Papa Francisco ha estado desarrollando. Ofrecemos a continuación el texto en español de la catequesis del Papa:

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Hoy quisiera hablarles de la virtud de la fe. Como la caridad y la esperanza, esta virtud se llama «teologal». Las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad. ¿Por qué son teologales? porque sólo podemos vivirlas gracias al don de Dios. Las tres virtudes teologales son los grandes dones que Dios hace a nuestra capacidad moral. Sin ellas, podríamos ser prudentes, justos, fuertes y templados, pero no tendríamos ojos que ven incluso en la oscuridad, no tendríamos un corazón que ama incluso cuando no es amado, no tendríamos una esperanza que osa contra toda esperanza.

¿Qué es la fe? El Catecismo de la Iglesia Católica, nos explica que la fe es el acto por el cual el ser humano se entrega libremente a Dios (n. 1814). En esta fe, Abraham fue nuestro gran padre. Cuando aceptó dejar la tierra de sus antepasados para dirigirse a la tierra que Dios le mostraría, probablemente se le juzgó loco: ¿por qué dejar lo conocido por lo desconocido, lo seguro por lo incierto? Pero, ¿por qué hacerlo? ¿Está loco? Pero Abraham se pone en camino, como si viera lo invisible. Esto es lo que la Biblia dice de Abraham: «Se puso en camino como si viera lo invisible». Esto es hermoso. Y seguirá siendo lo invisible lo que le hace subir al monte con su hijo Isaac, el único hijo de la promesa, que sólo en el último momento se librará del sacrificio. Con esta fe, Abraham se convierte en el padre de una larga estirpe de hijos. La fe le hizo fecundo.

Hombre de fe fue también Moisés, que, aceptando la voz de Dios incluso cuando más de una duda podía asaltarlo, permaneció firme confiando en el Señor, e incluso defendió al pueblo que tantas veces carecía de fe.

Mujer de fe será la Virgen María, quien, al recibir el anuncio del Ángel, que muchos habrían desechado por demasiado exigente y arriesgado, responde: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Y con el corazón lleno de fe, con el corazón lleno de confianza en Dios, María emprende un camino del que no conoce ni la ruta ni los peligros.

La fe es la virtud que hace al cristiano. Porque ser cristiano no es ante todo aceptar una cultura, con los valores que la acompañan, sino que ser cristiano es acoger y custodiar un vínculo, un vínculo con Dios: Dios y yo; mi persona y el rostro amable de Jesús. Este vínculo es lo que nos hace cristianos.

A propósito de la fe, me viene a la mente un episodio del Evangelio. Los discípulos de Jesús están cruzando el lago y se ven sorprendidos por una tormenta. Creen que podrán salir adelante con la fuerza de sus brazos, con los recursos de su experiencia, pero la barca comienza a llenarse de agua y les entra el pánico (cfr. Mc 4,35-41). No se dan cuenta de que tienen ante sus ojos la solución: Jesús está allí con ellos, en la barca, en medio de la tormenta, y Jesús duerme, dice el Evangelio. Cuando por fin lo despiertan, asustados e incluso enfadados porque creen que Él les deja morir, Jesús les reprende: «¿Por qué tienen miedo? ¿Todavía no tienen fe?» (Mc 4,40).

He aquí, pues, el gran enemigo de la fe: no es la inteligencia, no es la razón, como por desgracia algunos siguen repitiendo obsesivamente, sino que el gran enemigo de la fe es el miedo. Por eso, la fe es el primer don que hay que acoger en la vida cristiana: un don que es preciso acoger y pedir cada día, para que se renueve en nosotros. Aparentemente es un don pequeño, pero es el esencial. Cuando nuestros padres nos llevaron a la pila bautismal, anunciaron el nombre que habían elegido para nosotros, – esto sucedió en nuestro bautismo -: y luego el sacerdote les preguntó:  «¿Qué le piden a la Iglesia de Dios?». Y nuestros padres respondieron: «¡La fe, el bautismo!».

Para un padre cristiano, consciente de la gracia que se le ha concedido, es ése el don que debe pedir también para su hijo: la fe. Con ella, un padre sabe que, incluso en medio de las pruebas de la vida, su hijo no se ahogará en el miedo. He aquí el enemigo es el miedo. Él sabe también que, cuando deje de tener un padre en esta tierra, seguirá teniendo a Dios Padre en el cielo, que nunca le abandonará. Nuestro amor es frágil, y sólo el amor de Dios vence la muerte.

Por supuesto, como dice el Apóstol, la fe no es de todos (cfr. 2 Ts 3,2), e incluso nosotros, que somos creyentes, a menudo nos damos cuenta de que solo tenemos una pequeña reserva. Jesús podría reprendernos con frecuencia, como a sus discípulos, por ser «hombres de poca fe». Pero es el don más feliz, la única virtud que nos está permitido envidiar. Porque quien tiene fe está habitado por una fuerza que no es sólo humana; en efecto, la fe «suscita» en nosotros la gracia y abre la mente al misterio de Dios. Como dijo una vez Jesús: «Si tuvieran un poco de fe como un granito de mostaza, podrían decir a esa morera:» Arráncate y plántate en el mar», y les obedecería.» (Lc 17, 6). Por eso también nosotros, como los discípulos, repetimos: Señor, ¡aumenta nuestra fe! (cfr. Lc 17,5) ¡Es una hermosa oración! ¿La decimos todos juntos? «Señor, aumenta nuestra fe». La decimos juntos: [todos] «Señor, aumenta nuestra fe». Demasiado débil, un poco más alto: [todos] «¡Señor, aumenta nuestra fe!». Gracias.

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Así explica el Papa Francisco las virtudes teologales https://es.zenit.org/2024/04/24/asi-explica-el-papa-francisco-las-virtudes-teologales/ Tue, 23 Apr 2024 23:03:25 +0000 https://es.zenit.org/?p=237605 Audiencia general del Papa, 24 de abril de 2024 sobre las virtudes teologales

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 24.04.2024).- La mañana del miércoles 24 de abril, el Papa Francisco desarrolló una nueva catequesis, la número 16 dentro del ciclo sobre vicios y virtudes. En esta ocasión la catequesis giró en torno a las virtudes teologales y se trató de una introducción a lo que posiblemente vendrá después: un desarrollo o profundización en cada una de ellas. La catequesis del Papa, en el contexto de la audiencia general de los miércoles, se tuvo en la Plaza de San Pedro. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano, preparada por ZENIT, de la catequesis del Papa:

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En las últimas semanas hemos reflexionado sobre las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Estas son las cuatro virtudes cardinales. Como hemos subrayado varias veces, estas cuatro virtudes pertenecen a una sabiduría muy antigua, anterior incluso al cristianismo. Ya antes de Cristo se predicaba la honradez como deber cívico, la sabiduría como norma de las acciones, la valentía como ingrediente fundamental para una vida que tiende al bien y la moderación como medida necesaria para no dejarse arrollar por los excesos. Esta antigua herencia, patrimonio de la humanidad, no ha sido sustituida por el cristianismo, sino enfocada, potenciada, purificada e integrada en la fe.

Existe, pues, en el corazón de todo hombre y de toda mujer la capacidad de buscar el bien. El Espíritu Santo se da para que quien lo recibe pueda distinguir claramente el bien del mal, tenga la fuerza de adherirse al bien rehuyendo el mal y, al hacerlo, alcance la plena realización de sí mismo.

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Pero en el camino que todos recorremos hacia la plenitud de vida, que pertenece al destino de toda persona -el destino de toda persona es la plenitud, estar lleno de vida-, el cristiano goza de una asistencia especial del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús. Se pone en práctica con el don de otras tres virtudes, netamente cristianas, que a menudo se nombran juntas en los escritos del Nuevo Testamento. Estas actitudes fundamentales, que caracterizan la vida del cristiano, son tres virtudes que ahora diremos juntas: fe, esperanza y caridad. Digámoslas juntos: [juntos] Fe, esperanza… ¡No oigo nada, más alto! [Fe, esperanza y caridad. Has hecho bien.

Los escritores cristianos las llamaron pronto virtudes «teologales», en la medida en que se reciben y se viven en relación con Dios, para diferenciarlas de las otras cuatro virtudes llamadas «cardinales», en la medida en que constituyen la «bisagra» de una vida buena. Estas tres se reciben en el Bautismo y proceden del Espíritu Santo. Tanto las teologales como las cardinales, reunidas en muchas reflexiones sistemáticas, han compuesto así un maravilloso septenario, que a menudo se contrapone a la lista de los siete pecados capitales. Así define el Catecismo de la Iglesia Católica la acción de las virtudes teologales: «Fundamentan, animan y caracterizan la acción moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Dios las infunde en el alma de los fieles para que actúen como hijos suyos y merezcan la vida eterna. Son la prenda de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano» (n. 1813).

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Mientras que el riesgo de las virtudes cardinales es generar hombres y mujeres heroicos en el bien, pero solos, aislados, el gran don de las virtudes teologales es la existencia vivida en el Espíritu Santo. El cristiano nunca está solo. Hace el bien no por un esfuerzo titánico de compromiso personal, sino porque, como humilde discípulo, camina detrás del Maestro Jesús. Sigue el camino. El cristiano posee las virtudes teologales que son el gran antídoto contra la autosuficiencia. ¡Cuántas veces ciertos hombres y mujeres moralmente irreprochables corren el riesgo de volverse engreídos y arrogantes a los ojos de quienes los conocen! Es un peligro del que nos previene bien el Evangelio, donde Jesús recomienda a los discípulos: «También vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer'» (Lc 17,10). El orgullo es un veneno, es un veneno poderoso: basta una gota para echar a perder toda una vida marcada por el bien. Una persona puede haber realizado una montaña de obras buenas, puede haber cosechado elogios y alabanzas, pero si ha hecho todo esto sólo para sí misma, para ensalzarse, ¿puede seguir llamándose una persona virtuosa? No.

El bien no es sólo un fin, sino también un camino. La bondad necesita mucha discreción, mucha amabilidad. Sobre todo, la bondad necesita despojarse de esa presencia a veces demasiado pesada que es nuestro «yo». Cuando nuestro «yo» está en el centro de todo, lo estropea todo. Si cada acción que realizamos en la vida la hacemos sólo para nosotros mismos, ¿es realmente tan importante esta motivación? El pobre «yo» se apodera de todo y así nace el orgullo.

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Para corregir todas estas situaciones que a veces llegan a ser dolorosas, las virtudes teologales son de gran ayuda. Lo son especialmente en los momentos de caída, porque incluso los que tienen buenas intenciones morales caen a veces. Todos caemos, en la vida, porque todos somos pecadores. Del mismo modo que incluso quien practica a diario la virtud se equivoca a veces -todos nos equivocamos en la vida-: la inteligencia no siempre es clara, la voluntad no siempre es firme, las pasiones no siempre se gobiernan, el coraje no siempre vence al miedo. Pero si abrimos nuestro corazón al Espíritu Santo -el Maestro interior-, Él reaviva en nosotros las virtudes teologales: entonces, si hemos perdido la confianza, Dios nos reabre a la fe -con la fuerza del Espíritu, si hemos perdido la confianza, Dios nos reabre a la fe-; si estamos desanimados, Dios despierta en nosotros la esperanza; y si nuestro corazón está endurecido, Dios lo ablanda con su amor. Gracias.

Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.

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Así explica el Papa Francisco la virtud cardinal de la templanza https://es.zenit.org/2024/04/17/asi-explica-el-papa-francisco-la-virtud-cardinal-de-la-templanza/ Tue, 16 Apr 2024 23:01:28 +0000 https://es.zenit.org/?p=237491 Audiencia general del Papa, 17 de abril de 2024 sobre la templanza

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 17.04.2024).- Por la mañana del miércoles 17 de abril, el Papa Francisco celebró la audiencia general en la Plaza de San Pedro. En esta ocasión dedicó el tema de su catequesis, la número 15 sobre el tema de los vicios y las virtudes, a la virtud cardinal de la templanza. A continuación el texto de la catequesis traducido al castellano:

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Hoy hablaré de la cuarta y última virtud cardenal: la templanza. Esta virtud comparte con las otras tres una historia que se remonta muy atrás en el tiempo y no pertenece sólo a los cristianos. Para los griegos, la práctica de las virtudes tenía como meta la felicidad. El filósofo Aristóteles escribió su tratado más importante sobre ética para su hijo Nicómaco, con el fin de instruirlo en el arte de vivir. ¿Por qué todos buscamos la felicidad y, sin embargo, tan pocos la alcanzan? Esta es la pregunta. Para responderla, Aristóteles aborda el tema de las virtudes, entre las que ocupa un lugar de relieve la enkráteia, es decir, la templanza. El término griego significa literalmente “poder sobre sí mismo”. La templanza es un poder sobre sí mismo. Esta virtud es, por lo tanto, la capacidad de autodominio, el arte de no dejarse arrollar por las pasiones rebeldes, de poner orden en lo que Manzoni llama «el revoltijo del corazón humano».

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados». «Ella – continúa el Catecismo – asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su corazón» (n. 1809).

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Entonces, la templanza, como dice la palabra italiana, es la virtud de la justa medida. En cada situación, se porta con sabiduría, porque las personas que actúan movidas por el ímpetu o la exuberancia son, en última instancia, poco fiables. Las personas sin templanza son siempre poco fiables. En un mundo en el que tanta gente se jacta de decir lo que piensa, la persona templada prefiere, en cambio, pensar lo que dice. ¿Entienden la diferencia? No digo lo que se me ocurre, así sin más; no: pienso lo que tengo que decir. Asimismo, quien practica la templanza no hace promesas vacías, sino que asume compromisos en la medida en que puede cumplirlos.

También en los placeres, la persona templada actúa juiciosamente. El libre curso dado a los impulsos y la total licencia concedida a los placeres acaban volviéndose contra nosotros mismos, sumiéndonos en un estado de aburrimiento. ¡Cuántas personas que han querido probarlo todo vorazmente se han encontrado con que han perdido el gusto por todo! Mejor entonces buscar la justa medida: por ejemplo, para apreciar un buen vino, es mejor saborearlo a pequeños sorbos que tragárselo todo de golpe. Todos sabemos esto.

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La persona templada sabe pesar y dosificar bien las palabras. Piensa en lo que dice. No permite que un momento de ira arruine relaciones y amistades que luego sólo pueden reconstruirse con gran esfuerzo. Especialmente en la vida familiar, donde las inhibiciones son menores, todos corremos el riesgo de no mantener bajo control las tensiones, las irritaciones, la ira. Hay un momento para hablar y otro para callar, pero ambos requieren la justa medida. Y esto se aplica a muchas cosas, como por ejemplo el estar con otros y el estar solos.

Aunque la persona templada sabe controlar su irascibilidad, esto no significa que se la vea perennemente con un rostro pacífico y sonriente. De hecho, a veces es necesario indignarse, pero siempre de la manera correcta. Estas son las palabras: la justa medida, la manera correcta. Una palabra de reproche a veces es más saludable que un silencio agrio y rencoroso. La persona templada sabe que no hay nada más incómodo que corregir a otro, pero también sabe que es necesario: de lo contrario se estaría dando rienda suelta al mal. En ciertos casos, la persona templada consigue mantener unidos los extremos: afirma principios absolutos, reivindica valores innegociables, pero también sabe comprender a las personas y mostrar empatía por ellas. Muestra empatía.

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El don de la persona templada es, por tanto, el equilibrio, una cualidad tan valiosa como rara. De hecho, en nuestro mundo todo empuja al exceso. En cambio, la templanza se lleva bien con actitudes evangélicas como la pequeñez, la discreción, el escondimiento, la mansedumbre. Quien es templado aprecia la estima de los demás, pero no hace de ella el único criterio de cada acción y de cada palabra. Es sensible, sabe llorar y no se avergüenza de ello, pero no llora sobre sí mismo. Derrotado, se levanta; victorioso, es capaz de volver a su antigua vida escondida. No busca el aplauso, pero sabe que necesita de los demás.Hermanos y hermanas, no es cierto que la templanza nos vuelva grises y sin alegría. Al contrario, hace que uno disfrute mejor de los bienes de la vida: estar juntos en la mesa, la ternura de ciertas amistades, la confianza con las personas sabias, el asombro ante la belleza de la creación. La felicidad con templanza es alegría que florece en el corazón de quien reconoce y valora lo que más importa en la vida. Recemos al Señor para que nos dé este don: el don de la madurez, de la madurez de la edad, de la madurez afectiva, de la madurez social. El don de la templanza.

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La virtud cardinal de la fortaleza explicada por el Papa Francisco https://es.zenit.org/2024/04/10/la-virtud-cardinal-de-la-fortaleza-explicada-por-el-papa-francisco/ Tue, 09 Apr 2024 22:43:36 +0000 https://es.zenit.org/?p=237378 Audiencia general del Papa, 10 de abril de 2024 sobre la fortaleza

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 10.04.2024).- Por la mañana del miércoles 10 de abril el Papa celebró la audiencia general en la Plaza de San Pedro y ahí desarrolló la décimo tercera catequesis sobre los vicios y las virtudes, en esta ocasión dedicada a la virtud cardinal de la fortaleza. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano de la catequesis del Papa.

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La catequesis de hoy está dedicada a la tercera de las virtudes cardinales, o sea, la fortaleza. Empecemos por la descripción que hace el Catecismo de la Iglesia Católica: «La fortaleza es la virtud moral que, en las dificultades, asegura la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la decisión de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones.» (n. 1808). Esto dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la virtud de la fortaleza.

He aquí, por tanto, la más “combativa” de las virtudes. La primera de las virtudes cardinales, la prudencia, se asocia sobre todo a la razón del ser humano; y la justicia reside en la voluntad; en cambio, esta tercera virtud, la fortaleza, ha sido a menudo asociada por los autores escolásticos a lo que los antiguos llamaban “apetito irascible”.

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El pensamiento de los antiguos no imaginó un ser humano sin pasiones: sería una piedra. Y las pasiones en sí no son necesariamente el residuo de un pecado; pero deben ser educadas, deben ser dirigidas, deben ser purificadas con el agua del Bautismo, o, mejor, con el fuego del Espíritu Santo. Un cristiano sin valentía, que no doblega sus propias fuerzas al bien, que no molesta a nadie, es un cristiano inútil. ¡Pensemos en esto! Jesús no es un Dios diáfano y aséptico, que no conoce las emociones humanas. Todo lo contrario. Ante la muerte de su amigo Lázaro, rompe a llorar; y en algunas de sus expresiones resplandece su espíritu apasionado, como cuando dice: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!» (Lc 12,49); y frente al comercio en el templo reaccionó con fuerza (cfr. Mt 21,12-13). Jesús tenía pasión.

Pero busquemos ahora una descripción existencial de esta virtud tan importante que nos ayuda a dar fruto en la vida. Los antiguos -tanto los filósofos griegos como los teólogos cristianos- reconocían en la virtud de la fortaleza un doble desarrollo, uno pasivo y otro activo.

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El primero se dirige hacia el interior de nosotros mismos. Hay enemigos internos a los que tenemos que vencer, que responden al nombre de ansiedad, angustia, miedo, culpa: son todas fuerzas que se agitan en lo más íntimo de nosotros mismos y que en alguna situación nos paralizan. ¡Cuántos luchadores sucumben incluso antes de comenzar el desafío! Porque no son conscientes de estos enemigos internos. La fortaleza es ante todo una victoria contra nosotros mismos. La mayoría de los miedos que surgen en nuestro interior son irreales, no se hacen realidad en absoluto. Mejor entonces invocar al Espíritu Santo y afrontarlo todo con paciente fortaleza: un problema detrás de otro, según nuestras posibilidades, ¡pero no solos! El Señor está con nosotros si confiamos en Él y buscamos sinceramente el bien. Entonces, en cada situación, podemos contar con la Providencia de Dios, que será nuestro escudo y nuestra armadura.

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Y luego está el segundo movimiento de la virtud de la fortaleza, esta vez de naturaleza más activa. Además de las pruebas internas, hay enemigos externos, que son las pruebas de la vida, las persecuciones, las dificultades que no nos esperábamos y que nos sorprenden. En efecto, podemos intentar prever lo que nos sucederá, pero en gran medida la realidad se compone de acontecimientos imponderables, y en este mar a veces nuestra barca es sacudida por las olas. La fortaleza entonces nos hace marineros que resisten, que no se asustan ni se desaniman.

La fortaleza es una virtud fundamental porque toma en serio el desafío del mal en el mundo. Algunos fingen que no existe, que todo está bien, que la voluntad humana a veces no es ciega, que en la historia no luchan fuerzas oscuras portadoras de muerte. Pero basta ojear un libro de historia, o, por desgracia, incluso los periódicos, para descubrir los horrores de los que somos en parte víctimas y en parte protagonistas: guerras, violencia, esclavitud, opresión de los pobres, heridas que nunca han cicatrizado y que aún sangran.  La virtud de la fortaleza nos hace reaccionar y gritar “no”, un rotundo “no” a todo esto. En nuestro cómodo Occidente, que ha “aguado” un poco todo, que ha convertido el camino de la perfección en un simple desarrollo orgánico, que no necesita luchar porque todo le parece igual, sentimos a veces una sana nostalgia de los profetas. Pero las personas incómodas y visionarias son muy raras. Necesitamos que alguien nos levante del “blando lugar” en el que nos hemos acomodado y nos haga repetir con decisión nuestro “no” al mal y a todo lo que conduce a la indiferencia. «No» al mal y «no» a la indiferencia; «sí» al camino, al camino que nos hace progresar, y para ello debemos luchar.

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Redescubramos, entonces, en el Evangelio la fortaleza de Jesús, y aprendámosla del testimonio de los santos y de las santas. ¡Gracias!

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La virtud cardinal de la justicia explicada por el Papa Francisco https://es.zenit.org/2024/04/03/la-virtud-cardinal-de-la-justicia-explicada-por-el-papa-francisco/ Tue, 02 Apr 2024 23:30:05 +0000 https://es.zenit.org/?p=237225 Audiencia general del Papa, 3 de abril de 2024 sobre la justicia

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 03.04.2024).- Por la mañana del miércoles 3 de abril, el Papa Francisco desarrolló la décimo tercera catequesis sobre los vicios y las virtudes, centrándose en esta ocasión en la virtud cardinal de la justicia. La catequesis se tuvo, en el contexto de la audiencia general de los miércoles, en la Plaza de San Pedro. Ofrecemos a continuación el texto del discurso del Papa traducido al castellano:

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Llegamos hoy a la segunda de las virtudes cardinales: vamos a hablar de la justicia. Es la virtud social por excelencia. El Catecismo de la Iglesia Católica la define así: «La virtud moral che consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido» (n. 1807). Esta es la justicia. A menudo, cuando se nombra la justicia, se cita también el lema que la representa: “unicuique suum”, o sea, “a cada uno lo suyo”. Es la virtud del derecho, que trata de regular las relaciones entre las personas con equidad.

Está representada alegóricamente por la balanza, porque su objetivo es «igualar las cuentas» entre los hombres, sobre todo cuando corren el riesgo de verse distorsionadas por algún desequilibrio. Su finalidad es que en una sociedad cada uno sea tratado según su dignidad. Pero los antiguos maestros ya enseñaban que esto requiere también otras actitudes virtuosas, como la benevolencia, el respeto, la gratitud, la afabilidad, la honestidad: virtudes que contribuyen a la buena convivencia entre las personas. La justicia es una virtud para una buena convivencia entre las personas.

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Todos comprendemos que la justicia es fundamental para la convivencia pacífica en la sociedad: un mundo sin leyes que respeten los derechos sería un mundo en el que es imposible vivir, se parecería a una jungla. Sin justicia no hay paz. Sin justicia no hay paz. De hecho, si no se respeta la justicia, se generan conflictos. Sin justicia, se ratifica la ley del fuerte sobre los débiles, y eso no es justo.

Pero la justicia es una virtud que actúa tanto en lo grande como en lo pequeño: no sólo concierne a las salas de los tribunales, sino también a la ética que caracteriza nuestra vida cotidiana. Establece relaciones sinceras con los demás: cumple el precepto del Evangelio según el cual el hablar cristiano debe ser: «“Sí, sí”, “No, no”; Todo lo que se dice de más, procede del Maligno.» (Mt 5,37). Las medias verdades, los discursos sutiles que buscan engañar al prójimo, las reticencias que ocultan las verdaderas intenciones, no son actitudes acordes con la justicia. La persona justa es recta, sencilla y directa, no usa máscaras, se presenta tal como es, dice la verdad. En sus labios se encuentra a menudo la palabra «gracias»: sabe que, por más que nos esforcemos para ser generosos, estamos siempre en deuda con nuestro prójimo. Si amamos es también porque hemos sido amados primero.

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En la tradición se pueden encontrar innumerables descripciones de la persona justa. Veamos algunas de ellas. La persona justa venera las leyes y las respeta, sabiendo que son una barrera que protege a los indefensos de la arrogancia de los poderosos. La persona justa no sólo se preocupa por su bienestar individual, sino que quiere el bien de toda la sociedad. Por eso, no cede a la tentación de pensar sólo en sí mismo y de ocuparse de sus propios asuntos, por legítimos que sean, como si fueran lo único que existe en el mundo. La virtud de la justicia evidencia -y pone la exigencia en el corazón- que no puede haber verdadero bien para mí si no hay también el bien de todos.

Por eso, la persona justa vigila su propio comportamiento para que no perjudique a los demás: si comete un error, pide perdón. La persona justa siempre pide disculpas. En algunas situaciones es capaz de sacrificar un bien personal para ponerlo a disposición de la comunidad. Desea una sociedad ordenada, en la que sean las personas las que den lustre a los cargos, y no los cargos los que den lustre a las personas. Aborrece el favoritismo y no comercia con favores. Ama la responsabilidad y es ejemplar viviendo y promoviendo la legalidad.

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Además, el justo rehúye comportamientos nocivos como la calumnia, el falso testimonio, el fraude, la usura, la burla, la deshonestidad. El justo mantiene la palabra dada, devuelve lo que ha recibido prestado, reconoce un salario justo a los trabajadores: la persona que no reconoce el justo salario a los trabajadores, no es justa, es injusta.

Nadie sabe si en nuestro mundo las personas justas son numerosas o escasas como perlas preciosas. Sin embargo, son personas que atraen gracia y bendiciones tanto sobre sí mismas como sobre el mundo en el que viven. Los justos no son moralistas que se erigen en censores, sino personas rectas que «tienen hambre y sed de justicia» (Mt 5,6), soñadores que custodian en su corazón el deseo de una fraternidad universal. Y de este sueño, especialmente hoy en día, todos tenemos una gran necesidad. Necesitamos ser hombres y mujeres justos, y esto nos hará felices.

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La paciencia explicada por el Papa (y un consejo sobre cómo hacerla crecer) https://es.zenit.org/2024/03/27/la-paciencia-explicada-por-el-papa-y-un-consejo-sobre-como-hacerla-crecer/ Wed, 27 Mar 2024 22:31:19 +0000 https://es.zenit.org/?p=237146 Audiencia general del Papa, 27 de marzo de 2024 sobre la paciencia

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 27.03.2024).- La mañana del miércoles santo, el Papa Francisco presidió la audiencia general que se trasladó, debido a la lluvia, de la Plaza de San Pedro al Aula Pablo VI. Dado que es periodo de elevada afluencia de peregrinos y turistas en Roma, por la Semana Santa, hubo una elevada participación de personas superando la capacidad de acogida en el Aula de las Audiencias. Ofrecemos a continuación el texto de la catequesis del Papa traducido al castellano. La catequesis número 13 del ciclo sobre “vicios u virtudes” trató sobre la virtud de la paciencia.

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Hoy la audiencia estaba prevista en la Plaza, pero debido a la lluvia se ha trasladado al interior. Es cierto que estarán un poco apretados, ¡pero al menos no estaremos mojados! Gracias por su paciencia.

El domingo pasado escuchamos el relato de la Pasión del Señor. A los sufrimientos que padece, Jesús responde con una virtud que, aunque no se contemple entre las tradicionales, es muy importante: la paciencia. Esta se refiere a soportar lo que se padece: no es casualidad que paciencia tenga la misma raíz que pasión. Y precisamente en la Pasión se manifiesta la paciencia de Cristo, que con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia. Esta es la paciencia de Jesús. Todo esto nos dice que la paciencia de Jesús no consiste en una resistencia estoica al sufrimiento, sino que es fruto de un amor más grande.

El apóstol Pablo, en el llamado «Himno a la caridad» (cf. 1 Co 13,4-7), une estrechamente amor y paciencia. En efecto, al describir la primera cualidad de la caridad, utiliza una palabra que se traduce por «magnánima» o «paciente». La caridad es magnánima, es paciente. Ella expresa un concepto sorprendente, que reaparece a menudo en la Biblia: Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra «lento a la cólera» (cfr. Ex 34,6; cfr. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia. Este es para Pablo el primer rasgo del amor de Dios, que ante el pecado propone el perdón. Pero no sólo eso: es el primer rasgo de todo gran amor, que sabe responder al mal con el bien, que no se encierra en la rabia y el desaliento, sino que persevera y se relanza. La paciencia que recomienza. Así que, en la raíz de la paciencia está el amor, como dice San Agustín: «El justo es tanto más fuerte para tolerar cualquier aspereza cuanto mayor es, en él, el amor de Dios» (De patientia, XVII).

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Se podría decir entonces que no hay mejor testimonio del amor de Cristo que encontrarse con un cristiano paciente. ¡Pensemos también en cuantas madres y padres, trabajadores, médicos y enfermeras, enfermos, cada día, en secreto, embellecen el mundo con santa paciencia! Como dice la Escritura, «la paciencia es mejor que la fuerza de un héroe» (Pr 16,32). Sin embargo, debemos ser honestos: a menudo carecemos de paciencia. En lo cotidiano somos impacientes, todos. Necesitamos la paciencia como la «vitamina esencial» para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar las peleas y los conflictos en la familia, en el trabajo, en la comunidad cristiana. Inmediatamente viene la respuesta, no somos capaces de ser pacientes.

Recordemos, sin embargo, que la paciencia no es sólo una necesidad, sino una llamada: si Cristo es paciente, el cristiano está llamado a ser paciente. Y esto exige ir a contracorriente respecto a la mentalidad generalizada de hoy, en la que dominan la prisa y el «todo ahora»; en la que, en lugar de esperar a que las situaciones maduren, se fuerza a las personas, esperando que cambien al instante. No olvidemos que la prisa y la impaciencia son enemigas de la vida espiritual. ¿Por qué?  Dios es amor, y quien ama no se cansa, no se irrita, no da ultimátums, sino que sabe esperar. Pensemos en la historia del Padre misericordioso, que espera a su hijo que se ha ido de casa: sufre con paciencia, impaciente solamente de abrazarlo apenas lo ve volver (cf. Lc 15, 21); o en la parábola del trigo y la cizaña, con el Señor que no tiene prisa en erradicar el mal antes de tiempo, para que nada se pierda (cf. Mt 13, 29-30). La paciencia nos lo salva todo.

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Pero, hermanos y hermanas, ¿cómo se hace para acrecentar la paciencia? Al ser, como enseña san Pablo, un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22), hay que pedírsela al Espíritu de Cristo. Él nos da la fuerza mansa de la paciencia – la paciencia es una fuerza mansa-, porque «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (San Agustín, Discursos, 46, 13). Especialmente en estos días, nos hará bien contemplar al Crucificado para asimilar su paciencia. Un buen ejercicio es también llevarle las personas más molestas, pidiéndole la gracia de poner en práctica con ellas esa obra de misericordia tan conocida como desatendida: soportar pacientemente a las personas molestas. Y no es fácil. Pensemos si hacemos esto: soportar con paciencia a las personas molestas. Se empieza por pedir que podamos mirarlas con compasión, con la mirada de Dios, sabiendo distinguir sus rostros de sus defectos. Tenemos la costumbre de clasificar a las personas por los errores que cometen. No, esto no es bueno. ¡Busquemos a las personas por su rostro, por su corazón y no por sus errores!

Por último, para cultivar la paciencia, virtud que da aliento a la vida, conviene ampliar la mirada. Por ejemplo, no hay que limitar el mundo a nuestros problemas; la Imitación de Cristo nos invita: «Es preciso, por tanto, que te acuerdes de los sufrimientos más graves de los demás, para que aprendas a soportar los tuyos, pequeños». Recuerda también que «no hay cosa, por pequeña que sea, que se soporte por amor de Dios, que pase sin recompensa delante de Dios» (III, 19). Y, además, cuando nos sentimos prisioneros en la prueba, como nos enseña Job, es bueno abrirnos con esperanza a la novedad de Dios, en la firme confianza de que Él no deja defraudadas nuestras expectativas. La paciencia es saber soportar los males.

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Y hoy aquí, en esta audiencia, hay dos personas, dos padres: uno israelí y uno árabe. Ambos han perdido a sus hijas en esta guerra y ambos son amigos. No miran la enemistad de la guerra, sino la amistad de dos hombres que se quieren y que han pasado por la misma crucifixión. Pensemos en este testimonio tan hermoso de estas dos personas que sufrieron en sus hijas la guerra en Tierra Santa. ¡Queridos hermanos, gracias por su testimonio!

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¿Qué significa ser prudentes? La virtud de la prudencia explicada por el Papa https://es.zenit.org/2024/03/20/que-significa-ser-prudentes-la-virtud-de-la-prudencia-explicada-por-el-papa/ Tue, 19 Mar 2024 23:16:09 +0000 https://es.zenit.org/?p=237045 Audiencia general del Papa, 20 de marzo de 2024 sobre la prudencia

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 20.03.2024).- Por la mañana del miércoles 20 de marzo, el Papa Francisco presidió la habitual audiencia general de los miércoles en la Plaza de San Pedro. Siguiendo con el ciclo de catequesis dedicadas a los vicios y las virtudes, en esta décimo segunda catequesis de ese ciclo, habló de la virtud de la prudencia. Dado que se encuentra aún mal de salud, uno de sus colaboradores, monseñor Pierluigi Giroli. Ofrecemos a continuación la traducción de la catequesis del Papa al español:

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La catequesis de hoy la dedicamos a la virtud de la prudencia. Ella, junto con la justicia, la fortaleza y la templanza, forma las virtudes llamadas cardinales, que no son prerrogativa exclusiva de los cristianos, sino que pertenecen al patrimonio de la sabiduría antigua, en concreto, la de los filósofos griegos. Por eso, uno de los temas más interesantes en la obra de encuentro y de inculturación fue precisamente el de las virtudes.

En los escritos medievales, la presentación de las virtudes no es una simple enumeración de cualidades positivas del alma. Retomando los autores clásicos a la luz de la revelación cristiana, los teólogos imaginaron el septenario de las virtudes – las tres teologales y las cuatro cardinales– como una suerte de organismo viviente en el que cada virtud ocupa un espacio armónico. Hay virtudes esenciales y virtudes accesorias, como pilares, columnas y capiteles. Quizá nada como la arquitectura de una catedral medieval puede dar la idea de la armonía que existe en el ser humano y de su continua tensión hacia el bien.

Entonces, comencemos por la prudencia. No es la virtud de la persona temerosa, siempre titubeante ante la acción que debe emprender. No, esta es una interpretación errónea. No es tampoco solamente la cautela. Conceder la primacía a la prudencia significa que la acción del ser humano está en manos de su inteligencia y de su libertad. La persona prudente es creativa: razona, evalúa, trata de comprender la complejidad de la realidad. Y no se deja llevar por las emociones, la pereza, las presiones, las ilusiones.

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En un mundo dominado por las apariencias, por los pensamientos superficiales, por la banalidad tanto del bien como del mal, la antigua lección de la prudencia merece ser recuperada.

Santo Tomás, en la estela de Aristóteles, la llamó “recta ratio agibilium”. Es la capacidad de gobernar las acciones para dirigirlas hacia el bien; por eso recibe el sobrenombre de “conductor de las virtudes”. Prudente es quien sabe elegir: mientras permanece en los libros, la vida es siempre fácil, pero en medio de los vientos y las olas de lo cotidiano, la cosa cambia: a menudo nos sentimos inseguros y no sabemos hacia dónde ir.

Quien es prudente no elige al azar: ante todo, sabe lo que quiere; luego, pondera las situaciones, se deja aconsejar y, con amplitud de miras y libertad interior, elige qué camino tomar. No es que no pueda cometer errores, después de todo sigue siendo humano; pero evitará grandes “bandazos”. Desafortunadamente, en todos los ambientes hay quien tiende a liquidar los problemas con bromas superficiales o a suscitar siempre polémicas. La prudencia, en cambio, es la cualidad de quienes están llamados a gobernar: saben que administrar es difícil, que hay muchos puntos de vista y que es preciso tratar de armonizarlos, que no se debe hacer el bien de algunos, sino el de todos.

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La prudencia enseña también que, como se suele decir, “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”. Demasiado celo, de hecho, en algunas situaciones, puede provocar desastres: puede arruinar una construcción que hubiera requerido gradualidad; puede generar conflictos e incomprensiones; puede incluso desatar la violencia.

La persona prudente sabe custodiar la memoria del pasado, no porque tenga miedo al futuro, sino porque sabe que la tradición es un patrimonio de sabiduría. La vida está hecha de una continua superposición de cosas antiguas y cosas nuevas, y no es bueno pensar siempre que el mundo empieza con nosotros, que tenemos que afrontar los problemas desde cero. La persona prudente también es previsora. Una vez decidido el objetivo por el que luchar, hay que procurarse todos los medios para alcanzarlo.

Muchos pasajes del Evangelio nos ayudan a educar la prudencia. Por ejemplo: es prudente quien edifica su casa sobre la roca, e imprudente el que la construye sobre la arena.  (cfr. Mt 7,24-27). Sabias son las vírgenes que llevan consigo el aceite para sus lámparas, y necias son las que no lo hacen (cfr. Mt 25,1-13). La vida cristiana es una combinación de sencillez y astucia. Al preparar a sus discípulos para la misión, Jesús les recomienda: «Yo los envío como ovejas entre lobos; sean entonces prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas». (Mt 10,16). Es como si dijera que Dios no sólo quiere que seamos santos, sino que quiere que seamos santos inteligentes, porque sin prudencia ¡equivocarse de camino es cuestión de un momento!

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¿Cómo cultivar y hacer crecer la virtud? Papa da la clave en catequesis https://es.zenit.org/2024/03/13/como-cultivar-y-hacer-crecer-la-virtud-papa-da-la-clave-en-catequesis/ Wed, 13 Mar 2024 22:16:21 +0000 https://es.zenit.org/?p=236937 Audiencia general del Papa, 13 de marzo de 2024 sobre el actuar virtuoso

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 13.03.2024).- Por la mañana del miércoles 13 de marzo, el Papa Francisco presidió la audiencia general en la Plaza de San Pedro durante la cual ofreció la tradicional catequesis. Siguiendo el ciclo de discursos sobre los vicios y las virtudes, el mensaje del Papa se centró en el tema del “actuar virtuosamente”. Debido a que la salud del Papa no mejora, la catequesis fue leída por monseñor Pierluigi Giroli. Ofrecemos a continuación la traducción al español de la catequesis del Papa.

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Después de haber concluido nuestra visión general de la serie sobre los vicios, ha llegado el momento de volver la mirada a la imagen especular que se opone a la experiencia del mal. El corazón humano puede complacerse en malas pasiones, puede prestar atención a tentaciones nocivas disfrazadas con vestidos seductores, pero también puede oponerse a todo esto. Por fatigoso que sea, el ser humano está hecho para el bien, que le realiza verdaderamente, y también puede practicar este arte, haciendo que ciertas disposiciones se hagan permanentes en él. La reflexión sobre esta maravillosa posibilidad nuestra constituye un capítulo clásico de la filosofía moral: el capítulo de las virtudes.

Los filósofos romanos la llamaban “virtus”, los griegos “aretè”. El término latino subraya sobre todo que la persona virtuosa es fuerte, valiente, capaz de disciplina y ascetismo; por tanto, el ejercicio de la virtud es fruto de una larga germinación que requiere esfuerzo e incluso sufrimiento. La palabra griega aretè, indica algo que sobresale, algo que resalta, que suscita admiración. La persona virtuosa es, entonces, la que no se desnaturaliza deformándose, sino que es fiel a su vocación, realiza plenamente su ser.

Nos equivocaríamos si pensáramos que los santos son excepciones de la humanidad: una suerte de estrecho círculo de campeones que viven más allá de los límites de nuestra especie. Los santos, en esta perspectiva que acabamos de introducir sobre las virtudes, son, en cambio, aquellos que llegan a ser plenamente ellos mismos, que realizan la vocación propia de todo ser humano. ¡Qué feliz sería el mundo si la justicia, el respeto, la benevolencia mutua, la amplitud del corazón y la esperanza fueran la normalidad compartida, y no una rara anomalía! Por eso el capítulo del actuar virtuoso, en estos tiempos dramáticos nuestros, en los que a menudo nos encontramos con lo peor de lo humano, debería ser redescubierto y practicado por todos. En un mundo deformado, debemos recordar la forma en la que hemos sido plasmados, la imagen de Dios que está impresa para siempre en nosotros.

Pero, ¿cómo definir el concepto de virtud? El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una definición precisa y concisa: «La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien» (n. 1803). No es, por tanto, un bien improvisado y algo casual que cae del cielo de forma episódica. La historia nos dice que incluso los criminales, en un momento de lucidez, han realizado buenas acciones; ciertamente estas acciones están escritas en el «libro de Dios», pero la virtud es otra cosa. Es un bien que nace de una lenta maduración de la persona, hasta convertirse en una característica interior suya. La virtud es un hábitus de la libertad. Si somos libres en cada acto, y cada vez estamos llamados a elegir entre el bien y el mal, la virtud es lo que nos permite tener un hábito hacia la elección correcta.

Si la virtud es un don tan hermoso, inmediatamente surge una pregunta: ¿cómo es posible adquirirla? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, sino compleja.

Para el cristiano, el primer auxilio es la gracia de Dios. De hecho, el Espíritu Santo actúa en nosotros, quienes hemos sido bautizados, obrando en nuestra alma para conducirla a una vida virtuosa. ¡Cuántos cristianos han llegado a la santidad a través de las lágrimas, al constatar que no podían superar ciertas debilidades! Pero han experimentado que Dios ha completado esa obra buena que para ellos era sólo un esbozo. La gracia precede siempre a nuestro compromiso moral.

Además, no debemos olvidar nunca la riquísima lección que nos ha llegado de la sabiduría de los antiguos, que nos dice que la virtud crece y puede ser cultivada. Y para que esto ocurra, el primer don del Espíritu que hay que pedir es precisamente la sabiduría. El ser humano no es territorio libre para la conquista de los placeres, de las emociones, de los instintos, de las pasiones, sin que pueda hacer nada contra esas fuerzas a veces caóticas que lo habitan. Un don inestimable que poseemos es la apertura mental, es la sabiduría que sabe aprender de los errores para dirigir bien la vida. Luego se necesita la buena voluntad: la capacidad de elegir el bien, de plasmarnos mediante el ejercicio ascético, rehuyendo los excesos.

Queridos hermanos y hermanas, comencemos así nuestro viaje a través de las virtudes, en este universo sereno que resulta desafiante, pero que es decisivo para nuestra felicidad.

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Papa explica la larga lista de síntomas que revelan que una persona ha sucumbido al vicio de la soberbia https://es.zenit.org/2024/03/06/papa-explica-la-larga-lista-de-sintomas-que-revelan-que-una-persona-ha-sucumbido-al-vicio-de-la-soberbia/ Wed, 06 Mar 2024 22:20:37 +0000 https://es.zenit.org/?p=236770 Audiencia general del Papa, 6 de marzo de 2024 sobre la soberbia

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 06.03.2024).- La audiencia general del Papa volvió a la Plaza de San Pedro la mañana del miércoles 6 de marzo. El Papa Francisco dedicó la catequesis al tema de la soberbia, décima catequesis sobre la serie dedicada a vicios y virtudes. La catequesis fue leída por monseñor Pierluigi Giroli, del equipo del Papa, pues Francisco sigue mal de salud (por lo que se disculpó por no poder decir él mismo la catequesis). Ofrecemos a continuación la traducción al español de la catequesis del Papa:

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En nuestro itinerario catequético sobre los vicios y las virtudes, llegamos hoy al último de los vicios: la soberbia. Los antiguos griegos lo definían con una palabra que podría traducirse como «esplendor excesivo». En realidad, la soberbia es la auto-exaltación, el engreimiento, la vanidad. El término aparece también en esa serie de vicios que Jesús enumera para explicar que el mal procede siempre del corazón del hombre (cf. Mc 7,22). El soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores.

A partir de esta primera descripción, vemos cómo el vicio de la soberbia está muy cerca del de la vanagloria, que presentamos la última vez. Pero si la vanagloria es una enfermedad del yo humano, se trata de una enfermedad infantil en comparación con los estragos que puede causar la soberbia. Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: se empieza por los pecados más groseros, como la gula, y se llega a los monstruos más inquietantes. De todos los vicios, la soberbia es la gran reina. No es casualidad que, en la Divina Comedia, Dante lo sitúe en el primer círculo del purgatorio: quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté llamado el cristiano.

En realidad, en este mal se esconde el pecado radical, la absurda pretensión de ser como Dios. El pecado de primeros padres, relatado en el libro del Génesis, es a todos los efectos un pecado de soberbia. El tentador les dice: «…Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán a ustedes los ojos; entonces ustedes serán como dioses» (Gen 3,5). Los escritores de espiritualidad están más atentos a describir las repercusiones de la soberbia en la vida de todos los días, a ilustrar cómo arruina las relaciones humanas, a subrayar cómo este mal envenena ese sentimiento de fraternidad que, en cambio, debería unir a los hombres.

He aquí, entonces, la larga lista de síntomas que revelan que una persona ha sucumbido al vicio de la soberbia. Es un mal con un aspecto físico evidente: el hombre orgulloso es altivo, tiene una “dura cerviz”, es decir, tiene el cuello rígido que no se dobla. Es un hombre que con facilidad juzga despreciativamente: por una nadería, emite juicios irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces. En su arrogancia, olvida que Jesús en los Evangelios nos dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca. Te das cuenta de que estás tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña crítica constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de forma resentida.

Poco se puede hacer con una persona enferma de soberbia. Es imposible hablar con ella, y mucho menos corregirla, porque en el fondo ya no está presente a sí misma. Sólo hay que tenerle paciencia, porque un día su edificio se derrumbará. Un proverbio italiano dice: “La soberbia va a caballo y vuelve a pie». En los Evangelios, Jesús trata con muchas personas orgullosas, y a menudo fue a desenterrar este vicio incluso en personas que lo ocultaban muy bien. Pedro alardea al máximo su fidelidad: «Aunque todos te abandonen, yo no lo haré» (cf. Mt 26,33). Sin embargo, pronto experimentará que es como los demás, también él temeroso ante la muerte que no imaginaba que pudiera estar tan cerca. Y así, el segundo Pedro, el que ya no levanta el mentón, sino que llora lágrimas saladas, será medicado por Jesús y será por fin apto para soportar el peso de la Iglesia. Antes ostentaba una presunción de la que era mejor no hacer alarde; ahora, en cambio, es un discípulo fiel al que, como dice una parábola, el amo «hará administrador de todos sus bienes” (Lc 12,44).

La salvación pasa por la humildad, verdadero remedio para todo acto de soberbia. En el Magnificat María canta a Dios que dispersa con su poder a los soberbios en los pensamientos enfermos de sus corazones. Es inútil robarle algo a Dios, como esperan hacer los soberbios, porque al final Él quiere regalarnos todo. Por eso el Apóstol Santiago, a su comunidad herida por luchas intestinas originadas en el orgullo, escribe: «Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia» (St 4,6).

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, aprovechemos esta Cuaresma para luchar contra nuestra soberbia.

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La envidia y la vanagloria explicadas por el Papa Francisco https://es.zenit.org/2024/02/28/la-envidia-y-la-vanagloria-explicadas-por-el-papa-francisco/ Tue, 27 Feb 2024 23:14:54 +0000 https://es.zenit.org/?p=236616 Audiencia general del Papa, 28 de febrero de 2024 sobre la envidia y la vanagloria

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 28.02.2024).- La audiencia general del miércoles 28 de febrero se tuvo la mañana del mismo día en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano. Debido a su estado de salud, el Papa se disculpó por no poder leer él mismo la catequesis y pidió a Monseñor Filippo Ciampanelli que la leyera. Siguiendo con la catequesis sobre “Vicios y virtudes”, esta ocasión se detuvo a reflexionar en la envidia y la vanagloria. Ofrecemos a continuación el texto de la catequesis del Papa Francisco:

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Hoy examinaremos dos vicios capitales que encontramos en los grandes catálogos que nos ha legado la tradición espiritual: la envidia y la vanagloria.

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Comencemos por la envidia. En la Sagrada Escritura (cfr. Gen 4) se nos presenta como uno de los vicios más antiguos: el odio de Caín hacia Abel se desata cuando se da cuenta de que los sacrificios del hermano agradan a Dios. Caín era el primogénito de Adán y Eva, se había llevado la parte más considerable de la herencia paterna; sin embargo, es suficiente que Abel, el hermano menor, tenga éxito en una pequeña iniciativa, para que Caín se torne sombrío. El rostro del envidioso es siempre triste: mantiene baja la mirada, parece estar constantemente examinando el suelo, pero en realidad no ve nada, porque su mente está envuelta en pensamientos llenos de maldad. La envidia, si no se controla, conduce al odio del otro. Abel morirá a manos de Caín, que no pudo soportar la felicidad de su hermano.

La envidia es un mal estudiado no sólo en el ámbito cristiano: ha atraído la atención de filósofos y sabios de todas las culturas. En su base hay una relación de odio y amor: uno quiere el mal del otro, pero en secreto desea ser como él. El otro es la manifestación de lo que nos gustaría ser, y que en realidad no somos. Su suerte nos parece una injusticia: ¡seguramente -pensamos- nosotros nos merecemos mucho más sus éxitos o su buena suerte!

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En la raíz de este vicio está una falsa idea de Dios: no se acepta que Dios tenga sus propias «matemáticas», distintas de las nuestras. Por ejemplo, en la parábola de Jesús acerca de los obreros llamados por el amo para ir a la viña a distintas horas del día, los de la primera hora creen que tienen derecho a un salario más alto que los que llegaron los últimos; pero el amo les da a todos la misma paga, y dice: «¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿O es que mi generosidad va a provocar tu envidia?» (Mt 20,15). Quisiéramos imponer a Dios nuestra lógica egoísta, pero la lógica de Dios es el amor. Los bienes que Él nos da están destinados a ser compartidos. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos: «Ámense cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10). ¡He aquí el remedio contra la envidia!

Y llegamos al segundo vicio que examinamos hoy: la vanagloria. Ésta va de la mano con el demonio de la envidia, y juntos estos dos vicios son característicos de una persona que aspira a ser el centro del mundo, libre de explotar todo y a todos, el objeto de toda alabanza y amor.

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La vanagloria es una autoestima inflada y sin fundamentos. El vanaglorioso posee un «yo» dominante: carece de empatía y no se da cuenta de que hay otras personas en el mundo además de él. Sus relaciones son siempre instrumentales, marcadas por la prepotencia hacia el otro. Su persona, sus logros, sus éxitos, deben ser mostrados a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención. Y si a veces no se reconocen sus cualidades, se enfada ferozmente. Los demás son injustos, no comprenden, no están a la altura. En sus escritos, Evagrio Póntico describe el amargo asunto de algún monje afectado por la vanagloria. Sucede que, tras sus primeros éxitos en la vida espiritual, siente que ya ha llegado a la meta, y por eso se lanza al mundo para recibir sus alabanzas. Pero no se apercibe de que sólo está al principio del camino espiritual, y de que lo acecha una tentación que pronto le hará caer.

Para curar al vanidoso, los maestros espirituales no sugieren muchos remedios. Porque, después de todo, el mal de la vanidad tiene su remedio en sí mismo: las alabanzas que el vanidoso esperaba cosechar en el mundo pronto se volverán contra él. Y ¡cuántas personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, cayeron más tarde en pecados de los que pronto se avergonzarían!

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La instrucción más hermosa para superar la vanagloria se encuentra en el testimonio de San Pablo. El Apóstol se enfrentó siempre a un defecto que nunca pudo superar. Tres veces pidió al Señor que le librara de aquel tormento, pero al final Jesús le respondió: «Te basta mi gracia; mi fuerza se realiza en la debilidad». Desde ese día, Pablo fue liberado. Y su conclusión debería ser también la nuestra: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12,9).

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