Descripción corta: El prelado que ofició el rito fue el arzobispo Telesphore G. Mpundu, jefe retirado de la Arquidiócesis de Lusaka
(ZENIT Noticias / Washington, 03.12.2025).- La noticia no se dio a conocer mediante un comunicado del Vaticano, sino en la modesta capilla donde los Siervos de la Sagrada Familia se reúnen cada domingo en las laderas de Colorado. Tras la bendición final, el padre Anthony D. Ward dio un paso al frente y comunicó a su congregación lo que solo unos pocos sabían desde hacía más de un año: había sido consagrado obispo en secreto.
Ese momento —pronunciado sin artificios, casi con resignación— confirmó con creces meses de especulaciones. Colocó a Ward, otrora una figura periférica en el mundo del tradicionalismo católico, en el centro de una tormenta canónica que evoca una época anterior de fricción eclesial. Al admitir que recibió las órdenes episcopales sin autorización papal en marzo de 2024, reconoció efectivamente la excomunión automática que el derecho canónico impone a cualquier obispo que ordene sin la aprobación de Roma, así como al ordenado.
El prelado que ofició el rito fue el arzobispo Telesphore G. Mpundu, jefe retirado de la Arquidiócesis de Lusaka. Su papel, mantenido en secreto hasta la reciente revelación de Ward, añade una dimensión global a lo que de otro modo habría permanecido como un episodio oscuro en las Montañas Rocosas. Sin embargo, a ojos del Vaticano, la geografía es secundaria; la ofensa es inequívocamente grave.
Durante décadas, Ward y la comunidad que fundó en 1977 han vivido en la periferia de la Iglesia, suspendidos entre la disidencia leal y la separación de facto. Los Siervos de la Sagrada Familia se presentan como guardianes de una herencia litúrgica que consideran en peligro. Su vida cotidiana gira en torno a los antiguos ritos romanos, y su mensaje público habla de fidelidad a la doctrina católica en una época que consideran marcada por la erosión y la ambigüedad. Para sus partidarios, son firmes protectores de la tradición; para sus críticos, un enclave sin regulación ni responsabilidad eclesial.
Su postura ambigua no es reciente. Ya en 2004, el entonces obispo de Colorado Springs, Michael Sheridan, advirtió a los fieles que el grupo no estaba en comunión con la Iglesia Católica y que los sacramentos administrados en la comunidad carecían de rango canónico. Su decreto no fue una advertencia pastoral cortés, sino un llamado directo a los católicos para que se distanciaran del grupo. Un decreto posterior de 2013 reiteró que ni Ward ni los Siervos eran reconocidos por la diócesis ni por la Santa Sede.
A pesar de esa prolongada tensión, Ward presentó constantemente su proyecto como arraigado en la obediencia, no a las estructuras eclesiásticas locales, sino a lo que él consideraba las enseñanzas perennes y la vida litúrgica de la Iglesia Católica. Su propia biografía refleja esa convicción. Formado en la órbita del arzobispo Marcel Lefebvre en la década de 1970, Ward abrazó la liturgia tradicional siendo un joven sacerdote antes de separarse de la Sociedad de San Pío X y fundar su propia comunidad. Ese paso lo situó en una trayectoria distinta tanto del catolicismo convencional como de los movimientos separatistas más radicales: ni totalmente integrado ni abiertamente cismático, sino habitando un precario punto medio.
Durante años, los Siervos evitaron el paso que finalmente desencadenó esta crisis. En lugar de consagrar a sus propios obispos, buscaron prelados comprensivos —a veces jubilados, a veces de diócesis lejanas— para conferir órdenes menores, administrar confirmaciones y bendecir los santos óleos. Ward a menudo citaba estos acuerdos como prueba de que la comunidad seguía ligada a la Iglesia en general, incluso si ese vínculo era precario.
La discreta ceremonia en la festividad de San José de 2024 lo cambió todo. En términos canónicos, el sacramento que recibió Ward se considera válido pero ilícito: capaz de conferir autoridad episcopal, pero obtenido de una manera que viola directamente la ley eclesiástica. La notificación del Vaticano, firmada por el cardenal Víctor Manuel Fernández, confirmó precisamente eso: tanto el arzobispo Mpundu como Ward habían incurrido en excomunión en el momento en que se realizó el rito.
Sin embargo, Ward optó por no presentar la pena como una ruptura. En su anuncio a los fieles el 16 de noviembre, se refirió a la consagración como una necesidad pragmática, una salvaguardia destinada a garantizar que los sacramentos que aprecian pudieran perdurar ante lo que describió como crecientes restricciones litúrgicas. Su tono no era desafiante; era el de alguien convencido de que el derecho canónico había entrado en conflicto con un deber superior.
La comunidad se unió rápidamente a su alrededor. En los días posteriores a su anuncio, circularon declaraciones que insistían en que los Siervos no tenían intención de declarar su independencia de Roma. Hablaban de esperanza: de que su estatus pudiera eventualmente regularizarse, de que la Iglesia pudiera acomodar su apego a antiguas formas de culto, de que el golpe disciplinario no definiera su futuro.
Pero la situación que se está desarrollando no es simplemente un asunto interno de una pequeña comunidad de Colorado. Encarna la tensión no resuelta dentro del catolicismo global sobre el legado de la tradición, la autoridad y la reforma; tensiones que estallan periódicamente, pero rara vez con consecuencias canónicas tan graves. El caso Ward también plantea nuevas preguntas sobre hasta qué punto los prelados individuales, incluso aquellos retirados desde hace tiempo, pueden actuar por convicciones personales de maneras que compliquen el gobierno de la Iglesia.
Por el momento, Ward se encuentra en una posición inusual: un obispo cuyos poderes sacramentales son incuestionables, pero cuya posición en la Iglesia está gravemente comprometida. Su autoridad es a la vez real y prohibida; su comunidad se fortalece y se ve amenazada a la vez.
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