Estimada familia ZENIT:
Para
este tercer domingo de Cuaresma la Iglesia nos propone el Evangelio de
Jn 2, 13-25: al llegar a Jerusalén, Jesús encuentra que el templo se ha
convertido en un mercado. Hace un látigo y echa del templo a los
vendedores, volcando sus mesas y tirando al suelo las monedas. “No
conviertan en un mercado la casa de mi Padre”, les dice, al tiempo que
los apóstoles recuerdan que está escrito: “El celo de tu casa me
consume”.
Aunque
el centro de este pasaje no es lo que hemos contado antes (lo es la
centralidad del anuncio de la resurrección por parte de Jesús cuando le
interrogan por qué ha hecho lo que ha hecho), quiero detenerme con
ustedes en un aspecto que no siempre es tan meditado: me refiero a lo
que ha hecho Jesús, de dónde viene, por qué es algo virtuoso e incluso
evangelizador, y cómo a veces se usa este pasaje para justificar una
“santa ira” de nuestra parte.
En
un tiempo en que se acentúa mucho la imagen de un Dios bonachón, este
pasaje nos muestra otra faceta del Jesucristo real. El mismo Jesús de la
oveja perdida, el mismo Jesús que evita la lapidación de la mujer
adúltera, el mismo Jesús que llora ante la tumba de su amigo Lázaro, el
mismo Jesús que llama como apóstol a un pecador público como Mateo, es
el mismo que hoy muestra un semblante y reacciones muy distintas.
Para
entender por qué sucede exteriormente todo eso hay que ir al interior
de Jesús: es ahí donde se produce una indignación por lo que ve. Se
trata del templo, de lugar al que Dios ha querido asociarse para que los
suyos le sientan cercano, para estar entre ellos. Pero los suyos han
convertido el templo en otra cosa; lo que no les pertenece es usado como
si lo fuera y de ese modo han expulsado a Dios de su propia casa: se
trata de una enajenación de la propiedad. Una analogía para entender
todo esto lo entendí hace unos años por un suceso real que conocí en
España.
Se
trata del caso de una anciana y viuda que durante los días duros de la
pasada pandemia tuvo que dejar su casa para vivir con su hija de modo
que estuviese un poco mejor atendida y acompañada. Cuando pasó el
momento más grave de la pandemia la señora quiso regresar a su propio
hogar. Pero cuando llegó se encontró con que su casa, la único que
tenía, estaba ocupada por personas que se habían hecho con ella (en
España les llaman “okupas”). Tuvo que regresar con su hija, a una casa
que no estaba preparada para tener permanentemente una persona de más,
por lo que la hija estaba indignada: ¿cómo era posible no sólo que le
hubiesen hecho eso a su mamá viuda y anciana sino también que ahora el
gobierno decidiera no expulsar a quienes ocupaban una propiedad ajena,
lograda con tanto esfuerzo a lo largo de los años?
Esa
hija se parece un poco a Jesús: experimenta en su interior un proceso
parecido al de la ira pero que no lo es. El amor a su madre le ha hecho
capaz de recibir como propia la injusticia ajena. No existe una “santa
ira”. La ira es un vicio y el calificativo agregado no la convierte
automáticamente en virtud.
Hay
en cambio una santa indignación. La explicó y distinguió de la ira el
Papa Francisco en la catequesis del 31 de enero de 2024 cuando dijo:
Existe
una santa indignación, que no es la ira, sino un movimiento interior,
una santa indignación. Jesús la conoció varias veces en su vida (cfr. Mc
3,5): nunca respondió al mal con el mal, pero en su alma experimentó
este sentimiento y, en el caso de los mercaderes en el Templo, realizó
una acción fuerte y profética, dictada no por la ira, sino por el celo
por la casa del Señor (cfr. Mt 21, 12-13). Debemos distinguir bien: una
cosa es el celo, la santa indignación, otra cosa es la ira, que es mala. |
La
santa indignación que experimenta Jesús tiene un origen: el celo por
las cosas de Dios. Eso supone, por un lado, que se es capaz de reconocer
con el entendimiento que hay algo que es de Dios y, por otro, que la
voluntad y la sensibilidad no pueden permanecer indiferentes cuando se
constata que de hecho se ha cometido la injusticia de sustraérsele lo
suyo. De este modo la santa indignación no sólo es virtud sino también
testimonio de evangelización: las cosas de Dios no se negocian, se
respetan. Y haciéndolas respetar, se evidencia que Dios no es una idea o
un pensamiento.
Lo
contrario a la santa indignación es la indiferencia, una indiferencia
que en realidad es la manifestación más de agnosticismo.
Durante
Cuaresma y Semana Santa se nos da la posibilidad de reflexionar en
nuestro propio celo por las cosas de Dios. El ayuno prescrito en
Miércoles de Ceniza y Viernes Santo no son opcionales sino prescritos
(si se es mayor de edad y se tiene menos de 60 años). Y puede pensarse
en la abstinencia de carne los viernes de cuaresma y del ayuno, oración y
limosna como prácticas aconsejadas para este periodo.
Antes
que sacar un azote para derribar mesas y tirar monedas ajenas al suelo,
se trata de pensar en dónde tenemos las propias mesas y monedas. Jesús
tuvo la libertad interior de hacer lo que hizo no sólo por su capacidad
de reconocer contra quién y dónde había una injusticia, sino también por
la capacidad de darse cuenta que, en su interior, había justicia en su
relación con Dios, con el mundo y con los otros. Por eso, este pasaje
nos anima a examinarnos en todo esto, un examen que se puede concretar
en una pregunta: ¿cómo está mi justicia interior con relación a Dios?