CIUDAD DEL VATICANO, 6 ene 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II puso punto final al acontecimiento más esperado de su pontificado al cerrar los batientes de la puerta santa, ceremonia con la que concluyó el gran Jubileo del año 2000.

Fue un acontecimiento muy sencillo y sugerente. El pontífice, vestido con una capa fluvial dorada, antes de subir los peldaños de la puerta santa de la Basílica vaticana, se arrodilló durante intensos minutos de oración, dando la espalda a los más de cien mil peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro.

Después, a las 9:47 de una mañana gris y templada, sin atravesar la puerta, el Santo Padre cerró los batientes de la puerta, por la que durante todo este año jubilar, hasta las 3 de la mañana del día de hoy, han cruzado millones de peregrinos de todo el mundo en signo de conversión. Roma ha recibido la visita en el año 2000 de más de 25 millones de personas.

A continuación, el Papa presidió la eucaristía del día de la Epifanía de Jesús (fiesta de los Reyes Magos) y, al final, en un gesto sin precedentes, firmó la carta apostólica «Novo Millennio Ineunte» (El nuevo milenio que se abre) en la misma plaza vaticana.

La ceremonia concluyó con un «Te Deum», en el que el obispo de Roma dio gracias a Dios por la aventura espiritual vivida por los cristianos en estos 379 días que ha durado este «año de gracia».

Durante la homilía, al ver a la gente que no cabía en la plaza, por lo que miles de peregrinos le escuchaban desde la plaza adyacente y desde la Vía de la Conciliación, Juan Pablo II constató: «en el centro de la catolicidad, la afluencia imponente de peregrinos provenientes de todos los continentes ha ofrecido este año una imagen elocuente del camino de los pueblos hacia Cristo».

Se trata de personas, subrayó, «de las más diversas categorías, venidas con el deseo de contemplar el rostro de Cristo y de obtener su misericordia».

El sucesor de Pedro aclaró que, si bien «con la puerta santa, se cierra un "símbolo" de Cristo, queda más que nunca abierto el corazón de Cristo. Él sigue diciendo a la humanidad necesitada de esperanza y de sentido: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso"».

Pues, según quiso dejar claro, «más allá de las numerosas celebraciones e iniciativas que lo han distinguido, la gran herencia que nos deja el Jubileo es la experiencia viva y consoladora del "encuentro con Cristo"».

La Iglesia, en y tras este año jubilar, «no vive para sí misma, sino para Cristo», aclaró. «Como la luna, no brilla con luz propia, sino que refleja a Cristo, su Sol».

Por eso, pidió evitar todo tipo de «autoexaltación»; al contrario, consideró que este Jubileo ha servido para tomar «plena conciencia de nuestros propios límites y de nuestras debilidades».

Ahora bien, «no obstante --indicó--, no podemos dejar de vibrar de alegría» por «las gracias recibidas» y por «la certeza del amor perenne de Cristo».

Terminado el Jubileo, «ahora es el momento de mirar hacia delante», concluyó, «El cristianismo nace, y se regenera continuamente, a partir de esta contemplación de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo».

De «esta inmersión en la contemplación del misterio» debe surgir el gran fruto del Jubileo: «testimoniar el Amor mediante la práctica de una vida cristiana marcada por la comunión, por la caridad, por el testimonio en el mundo».

Este es precisamente el programa que plantea el Papa en su nueva carta apostólica. «Se podría reducir a una sola palabra --reconoció--: "¡Jesucristo!"».

Al final de la ceremonia, para poder saludar a todos los peregrinos, el pontífice recorrió la Plaza de San Pedro en «papamóvil». Unos mil millones de personas pudieron seguir la ceremonia retransmitida por Mundovisión por más de 31 canales televisivos de todo el mundo. La cobertura fue asegurada por 27 telecámaras instaladas en la plaza de San Pedro, así como por otro teleobjetivo controlado desde un helicóptero.