CIUDAD DEL VATICANO, 21 mayo (ZENIT.org).- El 21 de mayo de 2000 pasará a la historia del cristianismo en México: Juan Pablo II, rodeado de los cardenales y de buena parte del episcopado de ese país, proclamaba 27 nuevos santos mexicanos, 25 de ellos mártires asesinados en la persecución religiosa entre 1915 y 1937. Subrayando la importancia del acontecimiento, 20 mil mexicanos se encontraban reunidos en una plaza de San Pedro bañada por un sol radiante. A ellos se les unieron otros 30 mil peregrinos de todo el mundo, confirmando así que el ejemplo de vida de estos hombres y mujeres pasa a convertirse en patrimonio de la Iglesia universal.
Veinticinco de los nuevos santos, sacerdotes y laicos, fueron asesinados, fusilados o ahorcados, a causa del odio contra la religión católica. El proceso de canonización ha mostrado cómo todos ellos murieron con serenidad, aceptando la voluntad de Dios, proclamando el nombre de Cristo Rey, y perdonando a sus asesinos. Habían rechazado el camino de la protesta violenta por no considerarlo como una respuesta evangélica. Junto a ellos, el obispo de Roma canonizó a otros dos mexicanos, un sacerdote y una religiosa mexicana, que entregaron su vida a Dios en el servicio de los pobres y los enfermos.
«La Iglesia en México se regocija al contar con estos intercesores en el cielo, modelos de caridad suprema siguiendo las huellas de Jesucristo –dijo el Papa en la homilía que pronunció en castellano–. Todos ellos entregaron su vida a Dios y a los hermanos, por la vía del martirio o por el camino de la ofrenda generosa al servicio de los necesitado».
El Santo Padre evocó las figuras del sacerdote Cristóbal Magallanes y de los 24 mártires que murieron en aquel oscuro período de represión ideológica. La sangre de aquellos mártires no fue inútil, constató: «Tras las duras pruebas que la Iglesia pasó en México en aquellos convulsos años, hoy los cristianos mexicanos, alentados por el testimonio de estos testigos de la fe, pueden vivir en paz y armonía, aportando a la sociedad la riqueza de los valores evangélicos. La Iglesia crece y progresa, siendo crisol donde nacen abundantes vocaciones sacerdotales y religiosas, donde se forman familias según el plan de Dios y donde los jóvenes, parte notable del pueblo mexicano, pueden crecer con esperanza en un futuro mejor».
A continuación, el Papa recordó la figura de los otros dos nuevos santos mexicanos. No murieron martirizados, sino que se convirtieron con su vida en testigos de la caridad especialmente con los pobres y enfermos. Se trata del sacerdote José María de Yermo y Parres, y de María de Jesús Sacramentado Venegas, la primera santa en la historia de México, ambos fundadores de familias religiosas femeninas dedicadas al Sagrado Corazón. «Que el ejemplo de estos nuevos santos –deseó el pontífice–, don de la Iglesia en México a la Iglesia universal, mueva a todos los fieles, con todos los medios a su alcance y sobre todo con la ayuda de la gracia de Dios, a buscar con valentía y decisión la santidad». Este es el objetivo, reconoció, del gran Jubileo del año 2000.
En la ceremonia de canonización se revivieron esos momentos emocionantes de cariño y simpatía típicos de las visitas que ha realizado Juan Pablo II a México. Los gritos y los aplausos se mezclaron con momentos de esa intensa fe que caracteriza la piedad mexicana. Antes de despedirse, Juan Pablo II, hablando de nuevo en castellano, quiso recordar las visitas que ha realizado al cerro del Tepeyac. «Ante la tilma con la imagen de la Madre de Dios tan venerada en todos los pueblos americanos –dijo–, imploro su materna protección sobre la Iglesia». Y a los peregrinos mexicanos les pidió vivir el ejemplo de los nuevos santos para que México «siga siendo siempre fiel y en su suelo se multipliquen cristianos de la talla de los santos canonizados y de otros grandes hijos de la Iglesia en esa tierra».
«Juan Pablo, hermano, eres mexicano», le respondieron algunos gritos procedentes de la plaza. México no podía haber vivido de una manera mejor su propio Jubileo junto al Papa.