CIUDAD DEL VATICANO, lunes 2 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la misa del miércoles de ceniza, que presidió en la basílica romana de Santa Sabina, el 25 de febrero de 2009.
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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, miércoles de Ceniza, puerta litúrgica que introduce en la Cuaresma, los textos establecidos para la celebración trazan, de forma sumaria, toda la fisonomía del tiempo cuaresmal. La Iglesia se preocupa de mostrarnos cuál debe ser la orientación de nuestro espíritu, y nos proporciona los subsidios divinos para recorrer con decisión y valentía, iluminados ya por el esplendor del Misterio pascual, el singular itinerario espiritual que estamos comenzando.
«Convertíos a mí de todo corazón». El llamamiento a la conversión aflora como tema dominante en todos los componentes de la liturgia de hoy. Ya en la antífona de entrada se dice que el Señor olvida y perdona los pecados de quienes se convierten; y en la oración colecta se invita al pueblo cristiano a orar par que cada uno emprenda «un camino de verdadera conversión».
En la primera lectura, el profeta Joel exhorta a volver al Padre «de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto (…), porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (Jl 2, 12-13). La promesa de Dios es clara: si el pueblo escucha la invitación a convertirse, Dios mostrará su misericordia y colmará a sus amigos de innumerables favores. Con el salmo responsorial la asamblea litúrgica hace suyas las invocaciones del Salmo 50, pidiendo al Señor que cree en nosotros «un corazón puro», que nos renueve por dentro «con espíritu firme».
Luego, en el pasaje evangélico, Jesús, poniéndonos en guardia contra la carcoma de la vanidad que lleva a la ostentación y a la hipocresía, a la superficialidad y a la auto-complacencia, reafirma la necesidad de alimentar la rectitud del corazón. Al mismo tiempo, muestra el medio para crecer en esta pureza de intención: cultivar la intimidad con el Padre celestial.
En este Año jubilar, para conmemorar el bimilenario del nacimiento de san Pablo, resultan especialmente significativas las palabras de la segunda carta a los Corintios: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). Esta invitación del Apóstol resuena como un estímulo más a tomar en serio la exhortación cuaresmal a la conversión. San Pablo experimentó de modo extraordinario el poder de la gracia de Dios, la gracia del Misterio pascual, de la que vive la Cuaresma misma. Se nos presenta como «embajador» del Señor. Así pues, ¿quién mejor que él puede ayudarnos a recorrer de modo fructuoso este itinerario interior de conversión?
En la primera carta a Timoteo escribe: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo»; y añade: «Por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que habían de creer en él para obtener la vida eterna» (1 Tm 1, 15-16). Por tanto, el Apóstol es consciente de haber sido elegido como ejemplo, y esta ejemplaridad se refiere precisamente a la conversión, a la transformación de su vida que se produjo gracias al amor misericordioso de Dios. «Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un violento -reconoce-, pero Dios tuvo compasión de mí (…). Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí» (1 Tm 1, 13-14).
Toda su predicación y, antes aún, toda su existencia misionera estuvieron sostenidas por un impulso interior que se podría explicar como la experiencia fundamental de la «gracia». «Por la gracia de Dios soy lo que soy -escribe a los Corintios- (…). He trabajado más que todos ellos (los apóstoles). Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Co 15, 10). Se trata de una conciencia que aflora en todos sus escritos y que fue como una «palanca» interior con la que Dios pudo actuar para impulsarlo hacia adelante, siempre hacia nuevos confines, no sólo geográficos, sino también espirituales.
San Pablo reconoce que todo en él es obra de la gracia divina, pero no olvida que es necesario aceptar libremente el don de la vida nueva recibida en el Bautismo. En el texto del capítulo 6 de la carta a los Romanos, que se proclamará durante la Vigilia pascual, escribe: «Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado como instrumentos del mal; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos del bien» (Rm 6, 12-13). En estas palabras se contiene todo el programa de la Cuaresma según su perspectiva bautismal intrínseca.
Por una parte, se afirma la victoria de Cristo sobre el pecado, obtenida una vez para siempre con su muerte y su resurrección; por otra, se nos exhorta a no poner nuestros miembros al servicio del pecado, o sea, por decirlo así, a no conceder espacio de revancha al pecado. El discípulo de Cristo debe hacer suya la victoria de Cristo y esto se realiza ante todo con el Bautismo, mediante el cual, unidos a Jesús, «de la muerte volvemos a la vida». Ahora bien, el bautizado, para que Cristo pueda reinar plenamente en él, debe seguir fielmente sus enseñanzas; nunca debe bajar la guardia, para no permitir que el adversario de algún modo recupere terreno.
Pero, ¿cómo realizar la vocación bautismal?, ¿cómo vencer en la lucha entre la carne y el espíritu, entre el bien y el mal, una lucha que marca nuestra existencia? En el pasaje evangélico de hoy, el Señor nos indica tres medios útiles: la oración, la limosna y el ayuno. Al respecto, en la experiencia y en los escritos de san Pablo encontramos también referencias útiles.
Con respecto a la oración, exhorta a «perseverar» y a «velar en ella, dando gracias» (Rm 12, 12, Col 4, 2), a «orar sin interrupción» (1 Ts 5, 17). Jesús está en el fondo de nuestro corazón. La relación con Dios está presente, permanece presente aunque estemos hablando, aunque estemos realizando nuestros deberes profesionales. Por eso, en la oración, está presente en nuestro corazón la relación con Dios, que se convierte siempre también en oración explícita.
Por lo que atañe a la limosna, ciertamente son importantes las páginas dedicadas a la gran colecta en favor de los hermanos pobres (cf. 2 Co 8-9), pero conviene subrayar que para él la caridad es la cumbre de la vida del creyente, el «vínculo de la perfección»: «Por encima de todo esto -escribe a los Colosenses- revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
Del ayuno no habla expresamente, pero a menudo exhorta a la sobriedad, como característica de quienes están llamados a vivir en espera vigilante del Señor (cf. 1 Ts 5, 6-8; Tt 2, 12). También es interesante su alusión a la «carrera» espiritual, que requiere templanza: «Los atletas se privan de todo -escribe a los Corintios-; y eso por una corona corruptible; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (1 Co 9, 25). El cristiano debe ser disciplinado para encontrar el camino y llegar realmente al Señor.
Así pues, esta es la vocación de los cristianos: resucitados con Cristo, han pasado por la muerte, y su vida ya está escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3, 1-2). Para vivir esta «nueva» existencia en Dios es indispensable alimentarse de la Palabra de Dios. Para estar realmente unidos a Dios, debemos vivir en su presencia, estar en diálogo con él. Jesús lo dice claramente cuando responde a la primera de las tres tentaciones en el desierto, citando el Deuteronomio: «No sólo de pan vive el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3).
San Pablo recomienda: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestro corazón con salmos, himnos y cánticos inspirados» (Col 3, 16). También en esto el Apóstol es, ante todo, testigo: sus cartas son la prueba elocuente de que vivía en diálogo permanente con la Palabra de Dios: pensamiento, acción, oración, teología, predicación, exhortación, todo en él era fruto de la Palabra, recibida desde su juventud en la fe judía, plenamente revelada a sus ojos por el encuentro con Cristo muerto y resucitado, predicada el resto de su vida durante su «carrera» misionera».
A él le fue revelado que Dios pronunció en Jesucristo su Palabra definitiva, él mismo, Palabra de salvación que coincide con el misterio pascual, el don de sí en la cruz que luego se transforma en resurrección, porque el amor es más fuerte que la muerte. Así san Pablo pudo concluir: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Ga 6, 14). En san Pablo la Palabra se hizo vida, y su único motivo de gloria era Cristo crucificado y resucitado.
Queridos hermanos y hermanas, mientras nos disponemos a recibir la ceniza en nuestra cabeza como signo de conversión y penitencia, abramos nuestro corazón a la acción vivificadora de la Palabra de Dios. La Cuaresma, que se caracteriza por una escucha más frecuente de esta Palabra, por una oración más intensa, por un estilo de vida austero y penitencial, ha de ser estímulo a la conversión y al amor sincero a los hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados. Que nos acompañe el apóstol san Pablo y nos guíe María, atenta Virgen de la escucha y humilde esclava del Señor. Así renovados en el espíritu, podremos llegar a celebrar con alegría la Pascua. Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]