CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 14 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el editorial que ha escrito el director de «L’Osservatore Romano», diario de la Santa Sede, Giovani Maria Vian, en el que comenta la Carta del Papa sobre el levantamiento de la excomunión a cuatro obispos ordenados ilícitamente en 1998 por monseñor Marcel Lefebvre.
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Un texto apasionado y sin precedentes, nacido del corazón de Benedicto XVI para contribuir a la paz en la Iglesia: es la carta del Papa a los obispos católicos sobre la remisión de la excomunión a los prelados consagrados en 1988. Sin precedentes, porque no tiene precedentes recientes la tormenta desencadenada tras la publicación de esa medida, el pasado 24 de enero, no por casualidad en la víspera del quincuagésimo aniversario del anuncio del concilio Vaticano II, porque la intención del Obispo de Roma -ahora confirmada, pero ya evidente de por sí, como ese mismo día había subrayado nuestro periódico- era y es la de evitar el peligro de un cisma con un gesto inicial de misericordia, perfectamente en línea con el Concilio y con la tradición de la Iglesia. Sobre la conveniencia de este gesto se multiplicaron los interrogantes y sobre todo se arrojaron contra Benedicto XVI acusaciones infundadas y enormes: la de renegar del Vaticano II y la de oscurantismo. Se llegó incluso a un injusto e increíble vuelco total del gesto del Papa, favorecido por la difusión, en una concomitancia de tiempos ciertamente no casual, de las afirmaciones negacionistas con respecto al Holocausto de uno de los prelados a quienes el Papa había revocado la excomunión. Afirmaciones inaceptables -y también esto lo subrayó inmediatamente el periódico del Papa-, como son inaceptables y bochornosas las actitudes respecto del judaísmo de algunos miembros de los grupos a los que Benedicto XVI ha tendido la mano. El hecho de haber transformado la misericordia en un increíble gesto de hostilidad contra los judíos -que repetidamente desde muchas partes, incluso autorizadas, se quiso atribuir al Pontífice- fue grave porque ignoró la realidad, alterando la convicción y las realizaciones personales de Joseph Ratzinger como teólogo, como obispo y como Papa, en textos que están al alcance de todos. Frente a este ataque concéntrico, también procedente de católicos, incluso «con odio», Benedicto XVI «con mayor razón» ha querido dar las gracias a los judíos que han ayudado a superar este difícil momento, confirmando la voluntad de una amistad y una fraternidad que hunde sus raíces en la fe del único Dios y en las Escrituras. La lucidez del análisis del Papa afronta cuestiones abiertas y difíciles, como la necesidad de una atención y una comunicación más preparadas y tempestivas en un contexto global donde la información, omnipresente y sobreabundante, está continuamente expuesta a manipulaciones e instrumentalizaciones, entre las cuales están las así llamadas fugas de noticias, que cuesta no definir miserables, y se dan incluso dentro de la Curia romana, organismo históricamente colegial, que en la Iglesia tiene el deber de dar ejemplo. El Papa afronta luego el núcleo de la cuestión: el problema de los grupos llamados tradicionalistas y el peligro de cisma, con la distinción de los niveles disciplinario y doctrinal. En otras palabras, en el plano disciplinario Benedicto XVI revocó la excomunión, pero en el doctrinal es necesario que los tradicionalistas -con respecto a los que el Papa no escatima tonos severos, pero confiando en la reconciliación- no congelen el magisterio de la Iglesia en el año 1962. Del mismo modo, los que se declaran grandes defensores del Concilio deben recordar que el Vaticano II no puede separarse de la fe profesada y confesada a lo largo de los siglos. ¿Era realmente una prioridad este gesto? El Papa responde que sí, porque en un mundo donde la llama de la fe corre el peligro de apagarse, la prioridad es precisamente conducir a los hombres hacia el Dios que habló en el Sinaí y se manifestó en Jesús. Un Dios que corre el riesgo de desaparecer del horizonte humano y que sólo resulta creíble por el testimonio de unidad de los creyentes. Precisamente por eso son importantes la unidad de la Iglesia católica y el compromiso ecuménico; precisamente por eso tiene significado el diálogo entre las religiones. Por eso la gran Iglesia -un término muy arraigado en la tradición- debe buscar la paz con todos. Por eso los católicos no deben desgarrarse como los Gálatas a los que san Pablo, alrededor del año 56, escribió de su puño y letra una de las cartas más dramáticas y hermosas. Como ésta del Papa Benedicto.