Desde que apareció en el sagrado de San Pedro con su cara sonriente, lleno de energía, caminando con el paso dinámico sobre la larga escalinata de la plaza y llevando la pastoral como una rama, fue llamado «el atleta de Dios». Parecía que este hombre valiente e incansable no tendría nunca necesitad de los médicos, sin embargo todo cambió un buen día de la primavera de 1981: las balas disparadas no le mataron, pero perjudicaron gravemente su salud de hierro.
Desde entonces Juan Pablo II ha sido también un «hombre de dolores»: la enfermedad y el sufrimiento fueron parte de su vida y el Policlínico Gemelli se convirtió en un lugar muy conocido (por algo el Papa lo llamaba ‘Vaticano III’). De esta experiencia nació la Carta Apostólica “Salvifici doloris” sobre el sentido cristiano del sufrimiento y también el deseo de tener en la Curia un dicasterio vaticano que se ocupara de los enfermos y de los trabajadores sanitarios: con el motu proprio “Dolentium hominum”, creó de la Comisión Pontificia para la Pastoral de los trabajadores sanitarios.
También fue Wojtyla quien introdujo la Jornada mundial del enfermo el día de la Fiesta de Lourdes, el 11 de febrero. Poco a poco, el parkinson y los problemas ostearticulares lo inmovilizaron y le hicieron prisionero de su cuerpo, pero el Papa continuaba su misión y no escondía sus males. No por exhibicionismo, sino para reivindicar el valor y el rol en la sociedad de toda persona también si está enferma o discapacitada. Las últimas semana de la vida terrena de Juan Pablo II fueron los días de su Calvario: el Papa que había enseñado a vivir, en ese periodo mostraba cómo afrontar cristianamente la muerte.
Junto a Juan Pablo II, hasta la muerte, se encontraba su médico personal, el doctor Renato Buzzonetti. En la entrevista publicada en el libro «Junto a Juan Pablo II» (Editorial ARES) ha contado: «Fueron días que han marcado profundamente mi vida, dominados por un gravísimo compromiso profesional, de la participación dolorosa al drama humano y religioso que se cumplía bajo mis ojos, de una tensión extrema por las grandes responsabilidades que había sobre mis hombros y finalmente de una oración ininterrumpida en comunión con el Papa sufriente sobre su mística cruz.
El jueves 31 de marzo de 2005, hacia las 11, mientras se estaba celebrando la Santa Misa en la Capilla Privada, el Santo Padre viene sorprendido por una escalofriante sacudida, que siguió de una grave fiebre y por tanto una gravísimo choque séptico. Gracias a la habilidad de los reanimadores de servicio, la situación crítica fue dominada y controlada una vez más.
Hacia las 17.00, se celebró la Santa Misa a los pies de la cama del Papa, que se estaba recuperando del choque. Celebraba el cardenal Jaworski con don Stanislao, don Mietek y monseñor Rilko. El Santo Padre tenía los ojos medio cerrados. El cardenal de Leopoli le administró la Unción de los Enfermos. En la consagración, el Papa levanta débilmente el brazo derecho dos veces, para el pan y para el vino. Intenta golpearse el pecho con la mano derecha en el momento del Agnus Dei.
Después de la misa, por invitación de don Stanislao, los presentes besan la mano del Santo Padre. Llaman a las monjas por su nombre y añade: ‘Por última vez’. Su médico, antes de besar la mano, dijo en voz alta: Padre Santo, le queremos mucho y todos le estamos cerca con todo el corazón… Sucesivamente el Santo Padre, siendo jueves, quiso celebrar la hora de adoración eucarística: lectura, recitación de salmos, cantos de sor Tobiana.
El viernes 1 de abril de 2005, después de la misa concelebrada por él, el Santo Padre a las 8.00 pidió hacer el Vía Crucis (siguió las 14 estaciones haciéndose el signo de la cruz), se une a la recitación de la Hora Tercia del Oficio divino y entorno a las 8,30 pide escuchar la lectura de pasajes de la Sagrada Escritura, leídos por el padre Tadeusz Styczeń. La asistencia médica continua sin descanso. El sábado 2 de abril de 2005, se celebra la Santa Misa a los pies de la cama del Santo Padre, en la que él participa atentamente.
Al finalizar Juan Pablo II, con palabras mal pronunciadas y casi ininteligibles, pide la lectura del evangelio de san Juan, que el padre Styczeń cumple devotamente durante nueve capítulos. Hombre contemplativo, con la ayuda de los presentes, recita las oraciones del día hasta el Oficio de las lecturas del domingo inminente. Hacia las 15.30, el Santo Padre susurró a sor Tobiana: «dejadme ir con el Señor…» en lengua polaca. Don Stanislao me dijo estas palabras solo algunos minutos después.
Era su consummatum est (Jn 19, 30). No era un rendición pasiva al sufrimiento ni un escape del sufrimiento, sino la conciencia profunda de un vía crucis que -valientemente aceptado hasta la expoliación de todo lo terreno y de su vida misma- ya se acercaba a su objetivo final: el encuentro con el Señor. Él no quería retrasar este encuentro esperado desde los años de su juventud. Para esto había vivido. Eran por tanto palabras de espera y de esperanza, de renovado y definitivo abandono en las manos del Padre.
En las mismas horas mis colegas médicos y yo debíamos constatar que la enfermedad se acercaba inexorablemente hacia la última fase de su recorrido. Nuestra batalla había sido conducida con paciencia, humildad y prudencia, extremadamente difícil porque estábamos íntimamente convencidos de que se concluiría con la derrota. La racionalidad técnica, la conciencia y la sabiduría de los médicos, el afecto iluminado de los familiares fueron orientados constantemente del total y misericordioso respeto por el hombre sufriente. No existió el llamado encarnizamiento terapéutico.
Después de las 14.00 el Santo Padre pierde progresivamente la conciencia. Hacia las 19.00 entró en coma profundo y después en agonía. El monitor registra el progresivo agotamiento de los parámetro vitales. A las 20.00 comienza la misa celebrada a los pies de la cama del Pontífice que fallecía. Celebra monseñor Dziwisz con el cardenal Jaworski, don Mietek y mons. Ryłko. Cantos polacos se cruzan con los que llegan de la plaza de San Pedro llena de gente. Una pequeña vela brilla en la cómoda junto a la cama. A las 21,37 el Santo Padre murió. Después del dolor, se entonó el Te Deum en polaco y desde la plaza, de repente, se ve iluminada la ventana de la habitación de la cama del Papa».