En la noche del Viernes Santo, el Coliseo ha estado iluminado por la luz de las velas de las miles de personas que han acompañado al Santo Padre en el Vía Crucis. Francisco, en profunda actitud de oración, ha escuchado las estaciones y las reflexiones desde la terraza del Palatino. Un Vía Crucis que ha reflexionado sobre la crisis, la inmigración, la pobreza y tantos otros males que sufre el mundo de hoy. La Cruz, cargada por algunos protagonistas de estos sufrimientos, ha salido desde el interior del Coliseo hasta la calle, mientras la multitud de fieles escuchaba las meditaciones desde los alrededores.
«En la Cruz vemos la monstruosidad del hombre, cuando se deja guiar por el mal. Pero vemos también la inmensidad de la misericordia de Dios que no nos trata según nuestros pecados, sino según su misericordia», ha indicado el Santo Padre en la reflexión final del Vía Crucis. A pesar de que no estaba previsto, el Papa ha realizado una breve reflexión. Asimismo, ha afirmado que «frente a la Cruz de Jesús vemos casi, hasta tocar con las manos, cuánto somos amados eternamente. Frente a la Cruz nos sentimos hijos y no cosas u objetos». Francisco ha realizado una oración, pidiendo al Señor: «enséñanos que el mal no tendrá la última palabra, sino el amor, la misericordia y el perdón». Finalmente ha pedido recordar a los enfermos, a las personas abandonas bajo el peso de la Cruz, «para que encuentren en la prueba de la Cruz la fuerza de la esperanza, la esperanza de la Resurrección y del amor de Dios».
Un trabajador junto con un emprendedor, dos extranjeros, dos personas en un centro de rehabilitación, dos personas sin hogar, una familia, dos presos, dos mujeres, dos enfermos, dos niños, dos ancianos, custodios de Tierra Santa, dos religiosas, y el cardenal Vallini -en la primera y en la última-, han sido los encargados de llevar la cruz en cada una de las estaciones.
«¿Y nosotros, sabremos tener una conciencia recta y responsable, transparente, que no dé nunca la espalda al inocente, se despliegue, con valentía, en defensa de los débiles, resistiendo a la injusticia y defendiendo en cualquier lugar la verdad violada?», se ha escuchado en la primera estación.
En la segunda, se ha reflexionado sobre el peso de la crisis económica. «El peso de todas las injusticias que han producido la crisis económica, con sus graves consecuencias sociales: precariedad, desempleo, despidos, un dinero que gobierna en vez de servir, la especulación financiera, los suicidios de los empresarios, la corrupción y la usura, con las empresas que dejan el propio país».
En la siguiente estación, se ha podido escuchar sobre la fragilidad que nos abre a la acogida, «con la fuerza interior que le viene del Padre, Jesús nos ayuda también a acoger la fragilidad de los otros, a no ser cruel con quien ha caído, a no ser indiferente hacia quien cae».
A continuación se ha detenido en las «lágrimas solidarias». En esta estación se recogen «todas las lágrimas de cada madre por los hijos lejanos, por los jóvenes condenados a muerte, muertos o partidos a la guerra, especialmente los niños soldado». Así como se ha pensado en las «madres vigilantes en la noche con las lámparas encendidas, con ansia por los jóvenes abrumados por la precariedad o consumidos por la droga o el alcohol, ¡especialmene el sábado por la noche!»
En la quinta estación se ha podido oír la mediación sobre la mano amiga que alivia. «Solo abriendo el corazón al amor divino, soy empujado a buscar la felicidad de los otros en tantos gestos de voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin interés, una lágrima secada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso a largo plazo del bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo cualquier forma de celos o envidia».
Siguiente estación, la sexta: la ternura femenina. «La Verónica consigue tocar el dulce Jesús», «no solo para aliviar sino para participar en su sufrir».
Séptima estación: la angustia de la cárcel y la tortura. En esta ocasión se ha escuchado que «en cada cárcel, junto a todo torturado, está siempre Él, el Cristo que sufre, encarcelado y torturado».
Y a continuación ha llegado la octava estación «compartir y no conmiseración». En esta ocasión «lloramos por esos hombres que descargan sobre las mujeres la violencia que tienen dentro. Lloramos por las mujeres esclavizadas por el miedo y la explotación». Añadiendo que «las mujeres son tranquilizadas como hizo Él, son amadas como un don inviolable para toda la humanidad».
En la novena estación: «vencer la nociva nostalgia», donde se ha pedido que «nos ayude la contemplación de Jesús desplomado, pero capaz de alzarse, a saber vencer las clausuras que el miedo del mañana imprime en nuestro corazón, especialmente en este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del pasado, la comodidad del inmovilismo, del ¡siempre se ha hecho así!».
Y ha llegado la décima estación y la reflexión sobre la unidad y la dignidad. «En Jesús, inocente, desnudado y torturado, reconocemos la dignidad violada de todos los inocentes, especialmente de pequeños».
En la undécima estación, «en la cama de los enfermos», se ha escuchado que «solo si encontramos, junto a nosotros, alguno que nos escucha, nos está cerca, se sienta en nuestra cama… entonces la enfermedad se puede convertir en una gran escuela de sabiduría, encuentro con el Dios paciente».
«El gemido de las siete palabras», motivo de reflexión en la estación duodécima. Estas siete palabra de Jesús en la Cruz, «son una obra maestra de esperanza. Jesús, lentamente, con pasos que son también los nuestros, atraviesa toda la oscuridad de la noche, para abandonarse, confiado, en los brazos del Padre. Es el gemido de los moribundos, el grito de los desesperados, la invocación de los perdedores. ¡Es Jesús!»
A continuación, decimotercera estación: «el amor es más fuerte que la muerte». Y aquí, se ha reflexionado que la piedad «significa hacer prójimo a los hermanos que están en luto y no se resignan. Es gran caridad cuidar a quien está sufriendo en el cuerpo herido, en la mente deprimida, en el alma desesperada». Y es que «amar hasta el final es la enseñanza suprema que nos han dejado Jesús y María».
Y finalmente, decimocuarta estación, «el jardín nuevo». En la última parada del Vía Crucis se ha escuchado que «la muerte nos desarma, nos hace entender que estamos expuestos a una existencia terrena que tiene un final. Pero es delante de este cuerpo de Jesús, depuesto en el sepulcro, que tomamos conciencia de quién somos. Criaturas que, para no morir, necesitan a su Creador».