Como cada domingo, el papa Francisco rezó el Ángelus desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante una multitud que le atendía en la Plaza de San Pedro.
Dirigiéndose a los fieles y peregrinos venidos de todo el mundo, que le acogieron con un largo y caluroso aplauso, el Pontífice les dijo:
«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un acontecimiento prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del hombre con Dios y con los demás hombres. El milagro está ambientado en la zona de la Decápolis, es decir, en pleno territorio pagano; por lo tanto, aquel sordomudo que es llevado ante Jesús se transforma en el símbolo del no creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su sordera expresa la incapacidad de escuchar y de comprender no solo las palabras de los hombres, sino también la Palabra de Dios. Y san Pablo nos recuerda que “la fe nace de la escucha de la predicación”.
La primera cosa que Jesús hace es llevar a aquel hombre lejos de la multitud: no quiere dar publicidad al gesto que va a realizar, pero no quiere tampoco que su palabra sea cubierta por el estruendo de las voces y las habladurías del entorno. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite necesita de silencio para ser acogida como Palabra que sana, que reconcilia y restablece la comunicación.
Se evidencian después dos gestos de Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo. Para restablecer la relación con aquel hombre “bloqueado” en la comunicación, busca primero restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre; por eso, levanta los ojos al cielo y ordena: ‘¡Ábrete!’ Y las orejas del sordo se abren, se desata el nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente.
La enseñanza que sacamos de este episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre.
Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y encerrados en nosotros mismos, y creamos muchas islas inaccesibles e inhóspitas. Incluso las relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada. Y esto no es de Dios. Esto es nuestro. Es nuestro pecado.
Sin embargo, en el origen de nuestra vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel gesto y aquella palabra de Jesús: ‘¡Effetá! – ¡Ábrete!’. Y el milagro se ha cumplido: hemos sido curados de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón, y del pecado, y hemos sido insertados en la gran familia de la Iglesia; podemos escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos no la han escuchado nunca, o a quien la ha olvidado y sepultado bajo las espinas de las preocupaciones y de los engaños del mundo.
Pidamos a la Virgen Santa, mujer de la escucha y del testimonio alegre, que nos sostenga en el compromiso de profesar nuestra fe y de comunicar las maravillas del Señor a los que encontramos en nuestro camino».
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
Al concluir la plegaria, el Pontífice se refirió a la crisis de los refugiados en Europa:
«Queridos hermanos y hermanas,
la Misericordia de Dios viene reconocida a través de nuestras obras, como nos ha testimoniado la vida de la beata Madre Teresa de Calcuta, de la que ayer se ha conmemorado el aniversario de su muerte.
Ante la tragedia de decenas de miles de refugiados que huyen de la muerte por la guerra y el hambre, y que han emprendido una marcha movidos por la esperanza vital, el Evangelio nos llama a ser “próximos” a los más pequeños y abandonados. A darles una esperanza concreta. No vale decir solo: ‘¡Ánimo, paciencia!…’ La esperanza cristiana es combativa, con la tenacidad de quien va hacia una meta segura.
Por tanto, ante la proximidad del Jubileo de la Misericordia, hago un llamamiento a las parroquias, a las comunidades religiosas, a los monasterios y a los santuarios de toda Europa para que expresen la concreción del Evangelio y acojan a una familia de refugiados. Un gesto concreto en preparación al Año Santo de la Misericordia.
Que cada parroquia, cada comunidad religiosa, cada monasterio, cada santuario de Europa acoja a una familia, comenzando por mi diócesis de Roma.
Me dirijo a mis hermanos los Obispos de Europa, verdaderos pastores, para que en sus diócesis apoyen mi llamamiento, recordando que Misericordia es el segundo nombre del Amor: ‘Todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho’.
También las dos parroquias del Vaticano acogerán en los próximos días a dos familias de refugiados».
El Papa prosiguió su discurso recordando los problemas fronterizos entre Venezuela y Colombia:
«Ahora diré unas palabras en español sobre la situación entre Venezuela y Colombia.
En estos días, los Obispos de Venezuela y Colombia se han reunido para examinar juntos la dolorosa situación que se ha creado en la frontera entre ambos Países. Veo en este encuentro un claro signo de esperanza. Invito a todos, en particular a los amados pueblos venezolano y colombiano, a rezar para que, con un espíritu de solidaridad y fraternidad, se puedan superar las actuales dificultades».
Francisco también recordó la beatificación en Gerona de tres religiosas mártires:
«Ayer en Gerona, en España, han sido proclamadas beatas Fidela Oller, Josefa Monrabal y Facunda Margenat, hermanas del Instituto de Religiosas de San José de Gerona, asesinadas por su fidelidad a Cristo y a la Iglesia. A pesar de las amenazas y las intimidaciones, estas mujeres permanecieron valientemente en su lugar para asistir a los enfermos, confiando en Dios. Su heroico testimonio, hasta la efusión de la sangre, conceda fortaleza y esperanza a cuantos hoy son perseguidos por su fe cristiana. Y sabemos que son muchos».
Sobre la XI edición de los Juegos Africanos, el Pontífice dijo:
«Hace dos días se han inaugurado en Brazaville, capital de la República del Congo, los undécimos Juegos Africanos, en los que participan miles de atletas de todo el continente. Deseo que esta gran fiesta del deporte contribuya a la paz, a la fraternidad y al desarrollo de todos los países de África. Saludo, saludemos a los africanos que están haciendo estos undécimos Juegos».
A continuación llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Santo Padre:
«Saludo cordialmente a todos ustedes, queridos peregrinos que han venido de Italia y de varios países; en particular, al coro «Harmonia Nova» de Molvena, a las Hijas de la Cruz, a los fieles de San Martino Buon Albergo y Caldogno, y a los jóvenes de la diócesis de Ivrea, que han llegado a Roma a pie por la Vía Francígena».
Como de costumbre, el papa Francisco concluyó su intervención diciendo:
«A todos les deseo un buen domingo. Y por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!»
(Texto traducido y transcrito del audio por ZENIT)