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Reunión de los Representantes pontificios en el Vaticano – Homilía del Cardenal Pietro Parolin

En la Misa de apertura

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El cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, ha celebrado esta mañana en la basílica de San Pedro la santa misa de apertura de la reunión de los Representantes pontificios, en curso en el Vaticano del 12 al 15 de junio. Publicamos la homilía pronunciada por el purpurado tras la lectura del Evangelio.

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Homilía del Card. Pietro Parolin

Queridos hermanos,

Las lecturas de la liturgia del día, que se proclaman hoy en todas las comunidades cristianas, pequeñas o grandes, diseminadas por todo el mundo, resuenan ahora para nosotros en esta basílica de San Pedro.
Son textos muy densos, que plantean algunas cuestiones doctrinales, debatidas en las comunidades cristianas primitivas, atribuibles al papel reconocido al gran mediador entre Dios e Israel, Moisés, y a la función de la Ley Mosaica. Consideremos solo algunos puntos que pueden iluminar directamente nuestra reunión que comienza con la oración alrededor del altar del Señor y, más en general, el servicio de los Representantes pontificios.

En el Evangelio escuchamos que Jesús no pretende abolir la ley, aunque algunos de sus gestos, por ejemplo, algunos milagros realizados llamativamente durante el sábado, podían suscitar dudas y reacciones muy animadas. Jesús, por otro lado, es totalmente obediente al Padre y observa la Ley, hasta los mínimos detalles (la «jota» y la «tilde” son detalles gráficos de influencia mínima): porque es precisamente en las realidades más pequeñas donde se vive la fidelidad más grande (cf. Lc 16, 10).

Al mismo tiempo, sin embargo, se presenta como un intérprete autorizado de los mandatos de Moisés. Basta pensar en las antítesis: «Sabéis que se dijo, pero yo os digo«. Jesús no rechaza, al contrario, interpreta soberanamente la legislación mosaica, intensificando su radicalidad.

Así lleva toda la cuestión al nivel más alto de la justicia: el del amor. Al respecto, Pablo dirá: «El pleno cumplimiento de la Ley es el amor» (Rom. 13.10). En este sentido, podríamos definir a Jesús como un » piadoso transgresor «: «piadoso», porque  observante  fiel de la Ley Mosaica, «transgresor» (del latín transgredior: «superar», «ir más allá»), porque la supera a mejor, reconduciéndola a su corazón palpitante [1]: el mandamiento del amor.

La Ley ha permanecido momificada, fija, inmóvil, aunque se haya expandido más allá de toda medida. Jesús le restituye el movimiento, la ligereza, revela sus posibilidades. La Ley aprisionada en las formas, que ha alcanzado dimensiones desproporcionadas, es una Ley des-formada, que ya no manifiesta las intenciones de Dios, el plan de su amor. Jesús la libera de estos moldes escleróticos, de estas armaduras exteriores, hace explotar sus contradicciones, le da el sentido, el alma, la lógica básica, revela las consecuencias, la riqueza y el potencial para el presente. En definitiva, le restituye el dinamismo que se había congelado [2].

Esta observación nos permite, entre otras, al menos dos reflexiones.

La primera: estamos constantemente invitados a velar sobre nuestra relación con la ley. Aquí me refiero sobre todo a la ley canónica, sin excluir también la ley civil.
Por un lado, debemos ser sus primeros custodios y observantes: nuestro trabajo como representantes de la Santa Sede debe ser siempre ejemplar y nuestra conducta cristalina. Por otro lado, no debe olvidarse que el propio Código de la Ley Canónica nos enseña que «suprema lex salus animarum» (can. 1752; cf. can. 747, § 2), en obediencia a lo que Jesús afirmó: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado «(Mc 2,27).
Nuestro servicio y todos los sistemas jurídicos presentes en el mundo están (o deberían estar) encaminados  al bien del hombre y de cada hombre: al respeto de sus derechos,  a la construcción de una sociedad más justa, a una convivencia en la paz.  Este, entre otros, es el ámbito de la acción diplomática de la Santa Sede. ¡La ley debe estar siempre y solo al servicio de la humanidad!

La segunda: si la cumbre de la ley es el amor, ¡de cuánto afecto debe ser dotado nuestro servicio! Las condiciones en las que nos encontramos pueden cambiar: favorables en algunos países o adversas en otros. La acción de la Iglesia puede ser favorecida en algunas partes, o fuertemente contrastada en otras. Pero nada ni nadie podrá impedir que amemos. Un amor apasionado por Cristo y por su Iglesia, un amor generoso por los hombres, por los pueblos a los que somos enviados y, sobre todo, por los pobres.

La referencia a Moisés se encuentra además,  de otra forma, también en la primera lectura.  Pablo, escribiendo a los Corintios, establece precisamente una comparación entre el antiguo y el nuevo Pacto. Pablo define el primer ministerio «glorioso», pero de una gloria transitoria, mientras afirma que el  segundo está envuelto en una gloria que es mucho más abundante y duradera. La idea detrás del razonamiento es sutil: no hay intención alguna de disminuir o de liquidar  el ministerio de Moisés, que en cualquier caso es «glorioso». Más bien, Pablo desea subrayar la supremacía del ministerio del nuevo Pacto confiado a su persona. Él es plenamente consciente de la grandeza de su tarea: su servicio apostólico no es otro que el ministerio de la Nueva Alianza, del cual emana una «gloria incomparable» (2 Cor 3:10), porque Dios mismo la realiza en el misterio pascual de la muerte y la resurrección de Jesús.

Esta convicción de Pablo tiene dos implicaciones directas: la altura inmensa del ministerio y, al mismo tiempo, la relativización del ministro. La misión que se le ha confiado es de origen divino, por lo tanto está investida con la autoridad de Dios: «Nuestra capacidad proviene de Dios» (2 Cor 3,5b). Pero, al mismo tiempo, la posibilidad de llevar a cabo esta tarea no se basa en los dones o habilidades personales del Apóstol: «Por nosotros mismos, no podemos pensar que algo provenga de nosotros» (2 Cor 3,5a). La gloria que antes resplandecía en el rostro de Moisés, ¡ahora no brilla en el rostro de Pablo!

Todo ministerio en la Iglesia, incluido el de representación pontificia, no tiene una gloria propia, sino que debe reflejar únicamente la de la Nueva Alianza en Cristo. Todos los días en la santa misa celebramos el memorial eucarístico con las mismas palabras de Pablo: «Esta copa es la Nueva Alianza, en mi sangre» (1 Corintios 11:25), buscando constantemente construir relaciones de estima y fraternidad con todos, sirviendo a la «diplomacia» del evangelio ». Dice siempre el apóstol : Dios nos ha confiado «la palabra de reconciliación». Somos pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros «(2Cor 5,19-20).

Nuestro ministerio es muy alto, revestido él también de gloria divina, pero nuestra persona de  ministro sigue marcada por la pobreza y el límite. Se puede ser Representante Pontificio solamente estimando la tarea encomendada y, al mismo tiempo, con sincera humildad acerca de la propia persona.

Pablo sabe, además,  que su existencia está totalmente involucrada en el ministerio que desarrolla: el mensajero está totalmente implicado en el mensaje que lleva. En efecto, en los versículos que siguen a nuestra perícopa  (que escucharemos mañana), aboga por una transformación progresiva de los ministros en el Evangelio que anuncian: «Mas todos nosotros que con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen. , cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu«(2 Co. 3:18). El verbo usado (metamorfoúmetha), lo sabemos, es el mismo que se presenta en el episodio de la Transfiguración de Jesús.

Por lo tanto, dejémonos transformar por nuestra tarea: si los mensajeros tienen que formar un solo cuerpo con el mensaje que anuncian, los Representantes Papales también están  llamados de alguna manera a dejarse transfigurar por el anuncio que llevan. En la antigüedad, los embajadores gozaban de un estatus extraordinario: como representantes, hacían presente la  persona del rey mismo. Si se recibía o, por el contrario, se despedía al embajador era como si ese gesto se hiciera directamente al monarca representado: en el mandado había algo del mandatario. Así es. El estilo pastoral del Santo Padre no solo debe estar presente en nosotros, que representamos y en los Estados en los que estamos acreditados, sino que nuestros corazones como pastores y obispos deben identificarse cada vez más con el Evangelio mismo y con la Nueva Alianza de Jesús.

Esto hará de nosotros hombres de fe grande, de humildad auténtica, de amor apasionado por el Señor y por los hombres y de incondicional dedicación a la Iglesia, esposa de Cristo. ¡Serán estas las credenciales más bellas que harán “glorioso” vuestro ministerio!

Por último, deseo encomendar la conclusión de estos pensamientos míos al mismo Pablo: «Y (rezad) también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él  valientemente como conviene» (Ef 6,19-20).

Oremos, pues, hermanos, para que nuestro servicio de Representantes pontificios nos mantenga «encadenados» al Evangelio de Jesús de manera irreversible, para que nosotros también podamos volvernos alegres y valientes «embajadores entre cadenas», «prisioneros» para siempre de la ley del amor.

Pongámonos en las manos y en el corazón de María, nuestra Madre, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. Y así sea.

[1] Cf. A. Martin, «Un “pio trasgressore”. Il rapporto di Gesù con la dimensione rituale-cultuale del suo tempo», Credere Oggi4(2015), 40.
[2] A. Pronzato, Il Vangelo in casa. L’“oggi della Parola di Dio”, Gribaudi, Torino 1992

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Redacción zenit

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