(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 01.07.2022).- Cada año, en el contexto de las respectivas fiestas patronales, la Iglesia de Constantinopla y la de Roma intercambian delegaciones. El pasado 29 de junio la Iglesia católica recibió en el Vaticano a una delegación enviada por el Patriarca Bartolomé. Al día siguiente, jueves 30 de junio, el Papa concedió una audiencia especial a esa delegación y dio un discurso que ofrecemos a continuación, traducido al castellano.
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Le doy la bienvenida, agradecido por su visita y por las amables palabras que me ha dirigido. Ayer [29 de junio, ndt] participasteis en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo: vuestra presencia en la liturgia eucarística fue motivo de gran alegría para mí y para todos, porque manifestó visiblemente la cercanía y la caridad fraterna de la Iglesia de Constantinopla hacia la Iglesia de Roma. Le pido que transmita mis saludos y mi gratitud al querido Hermano Bartolomé, Patriarca Ecuménico, y al Santo Sínodo, que le han enviado aquí entre nosotros.
El tradicional intercambio de delegaciones entre nuestras Iglesias con motivo de sus respectivas fiestas patronales es un signo tangible de que se ha superado el tiempo de la distancia y la indiferencia, durante el cual se pensaba que las divisiones eran un hecho irremediable. Hoy, gracias a Dios, en obediencia a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo y con la guía del Espíritu Santo, nuestras Iglesias mantienen un diálogo fraterno y fructífero y se comprometen firme e irreversiblemente en el camino del restablecimiento de la plena comunión.
A este respecto, me gustaría dirigir un pensamiento de agradecimiento a quienes han iniciado este viaje. En particular, me es grato recordar, a pocos días del 50º aniversario de su muerte, al inolvidable Patriarca Ecuménico Atenágoras, un pastor sabio y valiente que sigue siendo fuente de inspiración para mí y para muchos. Solía decir: «Iglesias hermanas, pueblos hermanos».
Iglesias hermanas, pueblos hermanos: la reconciliación entre cristianos separados, como contribución a la pacificación de los pueblos en conflicto, es hoy más actual que nunca, mientras el mundo se ve convulsionado por una agresión bélica cruel y sin sentido, en la que tantos cristianos luchan entre sí. Pero ante el escándalo de la guerra, ante todo, no hay que hacer consideraciones: hay que llorar, socorrer y convertir. Hay que llorar a las víctimas y la demasiada sangre derramada, la muerte de tantos inocentes, el trauma de las familias, de las ciudades, de todo un pueblo: ¡cuánto sufrimiento en los que han perdido a sus seres más queridos y se ven obligados a abandonar sus hogares y sus patrias! Luego está la necesidad de ayudar a estos hermanos y hermanas: es un recordatorio de la caridad que, como cristianos, estamos obligados a ejercer hacia el migrante, el pobre y el herido Jesús. Pero también hay que convertirse para entender que las conquistas armadas, las expansiones y los imperialismos no tienen nada que ver con el Reino que anunció Jesús, con el Señor de la Pascua que en Getsemaní pidió a los discípulos que renunciaran a la violencia, que volvieran a poner la espada en su sitio «porque todo el que tome la espada morirá a espada» (Mt 26,52); y cortando toda objeción dijo: «¡Basta!» (Lc 22,51).
Iglesias hermanas, pueblos hermanos: la búsqueda de la unidad de los cristianos no es, pues, una cuestión interna de las Iglesias. Es una condición ineludible para la realización de una auténtica fraternidad universal, que se manifiesta en la justicia y la solidaridad hacia todos. Por tanto, a los cristianos se nos exige una seria reflexión: ¿qué tipo de mundo nos gustaría que surgiera tras este terrible episodio de choques y contrastes? ¿Y qué contribución estamos dispuestos a ofrecer ahora para una humanidad más fraternal? Como creyentes, las respuestas a estas preguntas sólo podemos sacarlas del Evangelio: en Jesús, que nos invita a ser misericordiosos y nunca violentos, perfectos como el Padre sin conformarnos con el mundo (cf. Mt 5,48). Ayudémonos mutuamente, queridos hermanos, a no ceder a la tentación de amordazar la novedad disruptiva del Evangelio con las seducciones del mundo, y a convertir al Padre de todos, que «hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (cf. v. 45), en el dios de las propias razones y naciones. Cristo es nuestra paz, el que encarnándose, muriendo y resucitando por todos ha derribado los muros de la enemistad y la separación entre los hombres (cf. Ef 2,14). Partamos de Él, para comprender que ya no es el momento de regular las agendas de la Iglesia según la lógica del poder y la conveniencia mundana, sino según la audaz profecía de paz del Evangelio. Con humildad y mucha oración, pero también con valentía y parquedad.
Un signo de esperanza, en el camino hacia el restablecimiento de la plena comunión, proviene de la reunión del Comité de Coordinación de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa, que, tras una interrupción de dos años debido a la pandemia, tuvo lugar el pasado mes de mayo. A través de usted, querida Eminencia, como copresidente ortodoxo de la Comisión, quisiera agradecer a Su Eminencia Eugenios, Arzobispo de Creta, y a Su Eminencia Prodromos, Metropolitano de Rethymno, la generosa y fraternal hospitalidad ofrecida a los miembros de la Comisión. Espero que el diálogo teológico avance promoviendo una nueva mentalidad que, consciente de los errores del pasado, nos lleve a mirar cada vez más juntos el presente y el futuro, sin dejarnos atrapar por los prejuicios de otras épocas. No nos contentemos con la «diplomacia eclesiástica» para ceñirnos amablemente a nuestras propias ideas, sino que caminemos juntos como hermanos: recemos unos por otros, trabajemos unos con otros, apoyémonos unos a otros mirando a Jesús y su Evangelio. Este es el camino para que la novedad de Dios no sea rehén de la conducta del hombre viejo (cf. Ef 4,22-24).
Queridos miembros de la Delegación, que los santos hermanos Pedro y Andrés intercedan por nosotros y obtengan la bendición de Dios, nuestro buen Padre, sobre nuestro camino y sobre el mundo entero. Les agradezco de corazón y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí y por mi ministerio.
Traducción del original en italiano traducido por el director editorial de ZENIT.