(ZENIT Noticias / Quebec, Canadá, 29.07.2022).- Por la mañana del viernes 29 de julio, después de celebrar la Santa Misa en privado, el Papa Francisco se reunió a las 10.30 horas con una delegación de indígenas presentes en el Arzobispado de Quebec.
Durante el encuentro, el Papa Francisco saludó a la Delegación Indígena y luego los saludó individualmente.
Al final de la reunión, tras despedirse del personal del Arzobispado, se trasladó en coche al aeropuerto internacional de Quebec, desde donde, a las 12.57 horas (18.57 hora de Roma) -a bordo de un A330 de ITA Airways- partió hacia Iqaluit.
Ofrecemos el texto de las palabras del Papa a la Delegación Indígena:
***
Los saludo cordialmente y les agradezco por haber venido hasta aquí desde diversos lugares. La inmensidad de esta tierra lleva a pensar en el largo camino de sanación y reconciliación que estamos afrontando juntos. En efecto, la frase que nos ha acompañado desde marzo, desde que los delegados indígenas me visitaron en Roma, y que caracteriza mi visita aquí entre ustedes, es “Caminar Juntos: Walking Together / Marcher Ensemble”.
He venido a Canadá como amigo para encontrarme con ustedes, para ver, escuchar, aprender, apreciar cómo viven los pueblos indígenas de este país. No vine como turista, he venido como hermano, a descubrir en primera persona los frutos, buenos y malos, producidos por los miembros de la familia católica local a lo largo de los años.
He venido con espíritu penitencial, para expresarles el dolor que llevamos en el corazón como Iglesia por el mal que no pocos católicos les causaron apoyando políticas opresivas e injustas. He venido como peregrino, con mis limitadas posibilidades físicas, para dar nuevos pasos adelante con ustedes y para ustedes; para que se prosiga en la búsqueda de la verdad, para que se progrese en la promoción de caminos de sanación y reconciliación, para que se siga sembrando esperanza en las futuras generaciones de indígenas y no indígenas, que desean vivir juntos fraternalmente, en armonía.
Pero quisiera decirles, ya próximo a la conclusión de esta intensa peregrinación, que, si he venido animado por estos deseos, regreso a casa mucho más enriquecido, porque llevo en el corazón el tesoro incomparable hecho de personas y de pueblos que me han marcado; de rostros, sonrisas y palabras que permanecen en mi interior; de historias y lugares que no podré olvidar; de sonidos, colores y emociones que vibran fuerte en mí. Realmente puedo decir que, durante mi visita, fueron sus realidades, las realidades indígenas de esta tierra, las que visitaron mi alma; entraron en mí y siempre me acompañarán.
Me atrevo a decir, si me lo permiten, que ahora, en cierto sentido, yo también me siento parte de vuestra familia, y me siento honrado. El recuerdo de la fiesta de santa Ana, vivida junto a varias generaciones y a tantas familias indígenas, permanecerá indeleble en mi corazón. En un mundo que lamentablemente es tan a menudo individualista, ¡qué valioso es ese sentido de familiaridad y de comunidad que es tan genuino entre ustedes! ¡Y qué importante es cultivar bien el vínculo entre los jóvenes y los ancianos, y custodiar una relación sana y armoniosa con toda la creación!
Queridos amigos, quisiera encomendar al Señor lo que hemos vivido en estos días y la continuación del camino que nos espera; y encomendarlos también al cuidado atento de quienes saben custodiar lo que es importante en la vida. Pienso en las mujeres, y en tres mujeres en particular.
Ante todo, en santa Ana, de quien pude sentir su ternura y protección, venerándola junto a un pueblo de Dios que reconoce y honra a las abuelas.
En segundo lugar pienso en la Santa Madre de Dios: ninguna criatura merece más que ella ser definida como peregrina, porque siempre, también hoy, también ahora, está en camino; en camino entre el cielo y la tierra, para cuidarnos por encargo de Dios y para llevarnos de la mano hacia su Hijo.
Y, por último, mi oración y mi pensamiento en estos días han ido frecuentemente a una tercera mujer de presencia afable que nos ha acompañado, y cuyos restos se conservan no lejos de aquí. Me refiero a santa Catalina Tekakwitha. La veneramos por su vida santa, pero, ¿no podríamos pensar que su santidad de vida, caracterizada por una entrega ejemplar en la oración y el trabajo, así como por la capacidad de soportar con paciencia y dulzura tantas pruebas, también fue posible por ciertos rasgos nobles y virtuosos heredados de su comunidad y del ambiente indígena en el que creció?
Estas mujeres pueden ayudar a unir, a volver a tejer una reconciliación que garantice los derechos de los más vulnerables y sepa mirar la historia sin rencores ni olvidos. Dos de ellas, la Santísima Virgen María y santa Catalina, recibieron de Dios un proyecto de vida y, sin preguntar a ningún hombre, dijeron que “sí” con valentía.
Estas mujeres podrían haber respondido mal a todos los que se oponían a ese proyecto, o bien permanecer sujetas a las normas patriarcales de su tiempo y resignarse, sin luchar por los sueños que Dios mismo había impreso en sus almas. Pero no tomaron esa decisión, sino que con mansedumbre y firmeza, con palabras proféticas y gestos resueltos se abrieron camino y cumplieron aquello a lo que habían sido llamadas.
Que ellas bendigan nuestro camino común, que intercedan por nosotros, por esta gran obra de sanación y reconciliación tan agradable a Dios. Los bendigo de corazón. Y les pido, por favor, que sigan rezando por mí.