Por: Nico Spuntoni
(ZENIT Noticias – La Bussola Quotidiana / Roma, 16.01.2023).- Cuando Emanuela Orlandi desapareció el 22 de junio de 1983, Joseph Ratzinger había llegado a Roma poco más de un año antes de asumir el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Este dicasterio tiene la tarea de salvaguardar la doctrina sobre la fe y la moral en la Iglesia y es el más importante de la Curia Romana, es decir, el aparato administrativo de la Santa Sede, que tiene una subjetividad jurídica internacional distinta de la del Estado de la Ciudad del Vaticano.
Hay que empezar por el abc, desgraciadamente, antes de hablar de lo que ha ocurrido esta semana a raíz de la noticia de la apertura de un expediente sobre el caso Orlandi por parte del promotor de justicia que ostenta el cargo de fiscal en el Estado de la Ciudad del Vaticano. Increíblemente, de hecho, la noticia de la investigación vaticana sobre la desaparición de Emanuela, de 15 años, está siendo relacionada por entrevistadores, entrevistados y diversos comentaristas con la muerte del Papa emérito. La gran responsabilidad, sin duda, es de los periodistas que bien jugando a la ambigüedad o pecando de (gran) ignorancia hacen superficialmente esta asociación y sacan a colación una historia criminal de hace 40 años en el malestar expresado por Monseñor Georg Gänswein por ciertas decisiones de Francisco en el gobierno de la Iglesia universal.
Hay que recordar que Emanuela Orlandi desapareció en Roma, en suelo italiano, a la salida de la escuela de música Tommaso Ludovico da Victoria, en la plaza Sant’Apollinare. Fue vista por última vez por su compañera de clase, Raffaella Monzi, que dijo haberla visto en la parada del autobús y haber charlado con ella sobre una oferta de trabajo que había recibido y para la que había quedado con alguien. Entonces, nada más. Emanuela también habló de la oferta de trabajo que había recibido de camino a clase en una llamada telefónica a su hermana Federica esa misma tarde. Tras la denuncia de la desaparición y el inicio de la búsqueda, dos días más tarde se publicó la primera noticia en el periódico Il Tempo, que también facilitaba el número de teléfono del domicilio de la familia Orlandi para facilitar información.
En esta primera fase, entre las llamadas de numerosos saqueadores, llamó la atención la de un hombre que se presentó como Pierluigi, refiriéndose a una chica que había conocido con su novia en Piazza Navona y que tenía ciertos detalles en común con Emanuela. Pierluigi llamó más de una vez y a la invitación del tío de la niña desaparecida –encargado de recoger informes– para reunirse en el Vaticano, donde vivían, respondió: «¿En el Vaticano? Pero, ¿eres cura?».
La historia de este caso criminal cambió definitivamente el domingo 3 de julio de 1983, cuando Juan Pablo II, al final del Ángelus, pronunció el primer llamamiento en favor de la niña residente en el Estado del que era soberano, expresando su «más profunda simpatía» y, sobre todo, poniendo en tela de juicio el «sentido de humanidad de quienes tienen responsabilidad en este caso». Las palabras del Papa corroboraron así por primera vez la pista del secuestro y asignaron una dimensión internacional a la desaparición.
Ante el interés del Papa, en el clima de Guerra Fría aún reinante, hubo quien quiso especular sobre el destino de la niña: el 5 de julio de 1983, en efecto, llegó a la Oficina de Prensa de la Santa Sede una llamada de un hombre con acento extranjero (imposible saber si real o disfrazado), más tarde apodado «el Americano» por los periodistas. El comunicante habló por primera vez de un secuestro por parte de una autodenominada organización de la que supuestamente formaba parte y de la que Pierluigi y otro comunicante de los días anteriores (Mario) eran presuntamente emisarios.
Incluso recientemente, esa llamada telefónica ha vuelto a la palestra a causa de una entrevista de Monseñor Carlo Maria Viganò –entonces en la Secretaría de Estado– concedida a Aldo Maria Valli en la que el ex nuncio la situaba la misma tarde de la desaparición, desencadenando inevitables acusaciones de silencio contra la Santa Sede. En realidad, con toda probabilidad a Viganò no le asistió la memoria –como él mismo reconoció en otra respuesta de la entrevista–, ya que ese día el director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, Monseñor Romeo Panciroli, que habría informado al prelado de la llamada telefónica que había recibido, se encontraba de hecho en Polonia para la visita apostólica de Wojtyla.
Sin embargo, siempre el 5 de julio, el misterioso comunicante telefónico también llamó al domicilio de los Orlandi para afirmar que el secuestro había sido llevado a cabo por su supuesta organización y, para demostrarlo, puso una cinta de una niña repitiendo el nombre del colegio de Emanuela a su tío, añadiendo que para la liberación de la niña negociaría con «funcionarios del Vaticano». Al día siguiente, después de que no se hubiera filtrado nada a la prensa sobre el contenido de estas llamadas telefónicas, llegó una nueva llamada, esta vez a la redacción de Ansa en Roma, con la denuncia de un secuestro y la indicación de que se había dejado un mensaje en la Piazza del Parlamento. Debajo de una papelera se encontró un sobre con una fotocopia de la tarjeta de inscripción de Emanuela en la escuela de música y un recibo de pago, así como la cinta reproducida en la llamada telefónica a casa de los Orlandi.
El quid pro quo solicitado era la liberación de Ali Ağca, el asesino turco del Papa. A partir de entonces, en una Italia que aún no había dejado atrás del todo la época de los «Años de Plomo» y que seguía inmersa en la Guerra Fría, aquel caso criminal adquiriría nuevas connotaciones y quedaría asociado para siempre a la estela de intrigas internacionales en las que estaba implicada la Santa Sede. Estos últimos, además, creían en la veracidad de la pista, como demuestran los nuevos llamamientos de Juan Pablo II a los secuestradores: al final, fueron hasta ocho.
En cuanto a la crónica de los hechos del caso en sí, vale la pena detenerse aquí porque es imposible abrirse camino a través del diluvio de hipótesis, revelaciones, confesiones y mentiras que se han sucedido desde entonces hasta hoy. Lo único seguro es que nunca ha habido pruebas de que la niña siguiera viva después del 22 de junio de 1983 y, por desgracia, Emanuela nunca volvió a su casa de Via Sant’Egidio. Al igual que parece seguro que lo que abrió la caja de Pandora del chantaje y el engaño fue el primer llamamiento en el Ángelus del Papa, sin el cual, presumiblemente, los únicos saqueadores del caso habrían seguido siendo los teleoperadores de baja estofa de los días iniciales, primero inconscientes y luego indiferentes al hecho de que la chica vivía en el Vaticano.
Contradice la vulgata sobre la conspiración de silencio del Vaticano la cooperación que las autoridades del Governatorato mostraron en la investigación de la justicia italiana dirigida por Domenico Sica (que asumió el cargo tras la apelación del Papa, probablemente también por ser experto en terrorismo internacional) y que llegó a permitir incluso a los servicios secretos italianos entrar en el Vaticano, interceptar el teléfono de casa y la centralita para escuchar las llamadas de los presuntos secuestradores. Una decisión que no se daba en absoluto por descontada en un momento histórico en el que las secuelas de la quiebra del Ambrosiano estaban en su punto álgido y en el que la Fiscalía de Milán iba a presentar en breve tres solicitudes de extradición a Italia de tres directivos del IOR, que fueron rechazadas con «decepción y asombro».
En los últimos años, mientras aumentan los agujeros en el agua sobre el caso Orlandi, que han contribuido a que la opinión pública sospeche de la complicidad vaticana, la Santa Sede ha seguido mostrándose dispuesta, primero con el descubrimiento de los restos en una habitación de la nunciatura apostólica en Italia (¡que incluso databa de la época romana!), después con la apertura de la tumba en el cementerio teutón a raíz de una denuncia anónima (de nuevo, no se hizo nada), y finalmente ahora con la apertura de un expediente de investigación por parte del promotor de justicia.
Pero, ¿en qué se centrará la investigación? Como ya dejó claro el entonces director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, el Padre Federico Lombardi, el 14 de abril de 2012, toda la información que obra en poder del Vaticano ya ha sido remitida a los investigadores italianos y todos los prelados que en su momento estuvieron implicados en el asunto por sus funciones en la Curia ya han prestado declaraciones que están a disposición de las oficinas judiciales italianas.
La forma en que se ha presentado en los medios de comunicación la iniciativa del Promotor de Justicia del Vaticano induce a ser poco optimista. Este asunto sólo tiene una relación con la muerte del Papa emérito: los medios de comunicación. Y la mediaticidad, por desgracia, es también lo que ha contribuido a complicar tanto el caso de la hija del empleado de la prefectura de la Casa Pontificia desaparecido en Roma hace 40 años, como demuestra lo sucedido tras el primer llamamiento de Juan Pablo II.
En los últimos días se han leído artículos y entrevistas en los que Monseñor Georg Gänswein, ya bregado en la polémica surgida por las revelaciones sobre Francisco, ha salido a colación porque en su libro escribió que «el dossier fantasma (sobre el caso Orlandi, ed.) no se ha dado a conocer sencillamente porque no existe». Para entender que el Arzobispo alemán dice simplemente la verdad, basta con releer la nota que el Padre Lombardi le envió a principios de 2012 para reseñar un libro del hermano de la niña y que fue retirada por el mayordomo papal Paolo Gabriele para darla a conocer a los medios. De lo que escribió en el documento, que –recordemos– debía permanecer confidencial, se desprende que el entonces director de la Oficina de Prensa no guardaba ningún secreto y que el propio Gänswein que le pedía información no era sospechoso de poseer un dossier que contuviera la verdad sobre uno de los mayores misterios de Italia.
Hasta ahora, la gestión comunicativa de la Santa Sede ante los ataques de los medios de comunicación nacionales e internacionales se ha hecho bajo la bandera de una defensa tímida –y por tanto ineficaz–. Tras la noticia de la apertura de la investigación en el Vaticano y las pesadas inferencias que aparecieron en los periódicos y en la televisión destinadas a correlacionar esta iniciativa con la reciente muerte de Benedicto XVI, ni siquiera hubo eso.
El mensaje que cierto tipo de prensa intenta hacer llegar es que la Santa Sede, con la jugada de la oficina del promotor de justicia, ha decidido hacer transparencia sobre un caso negativamente asociado al Vaticano justo ahora que el Papa emérito ha muerto, y la insistencia en el supuesto dossier en poder de su secretario particular parece demostrarlo. La comunicación oficial no puede permitirse el silencio, sino que debería recordar de una vez por todas cómo la Santa Sede y el Governatorato nunca han obstaculizado la búsqueda de la verdad en la desaparición de la niña y que a lo sumo se puede reprochar al Vaticano la ingenuidad de haber dado por cierta la pista de la intriga internacional hasta el punto de dejar que Juan Pablo II hiciera esos llamamientos a los presuntos secuestradores. Del mismo modo que hay que reconocer la desconsideración e insensibilidad de algunos prelados –incluso importantes, como el Cardenal Silvio Oddi– que en entrevistas dieron sus hipótesis de barraca sobre esta historia, sin respeto por el dolor de la familia y también por la institución que representaban.
Porque si, por el contrario, fuera cierta la acusación agitada por los medios de comunicación de un silencio o, peor aún, de una complicidad por parte de las autoridades vaticanas en este crimen contra una niña de 15 años que creció entre las Sagradas Murallas, no bastaría ciertamente con abrir una investigación judicial después de 40 años para una rehabilitación. Pero las opiniones y sugerencias, en lugar de aportar claridad, sólo aumentan la confusión, mientras que, en cambio, los datos objetivos demuestran que no ha habido ningún muro de goma en el Vaticano sobre el asunto, contrariamente a lo que piensa la inmensa mayoría de la opinión pública. Quien tenga a su cargo una pluma o un micrófono debería comprender que atacar al Vaticano con hipótesis e insinuaciones es fácil, pero es igual de fácil causar más dolor a una familia que ya ha sufrido bastante.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT