(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 16.11.2023).- En el contexto de unas jornadas de estudios sobre «La dimensión comunitaria de la santidad», organizadas por el Dicasterio para la Causa de los Santos, el Papa Francisco recibió a los participantes en audiencia especial la mañana del jueves 16 de noviembre. Ofrecemos a continuación el texto del discurso pronunciado por el Papa:
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Los saludo con alegría al final de las jornadas sobre el tema: «La dimensión comunitaria de la santidad», organizadas por el Dicasterio para las Causas de los Santos. Quiero dar las gracias al cardenal Marcello Semeraro, a los demás superiores, a los oficiales, a los postuladores, a monseñor Paglia y a todos ustedes, que han participado en los trabajos de estos días.
Me han regalado el comentario a la Exhortación apostólica Gaudete ex exsultate, publicada por el Dicasterio en el décimo aniversario de mi pontificado. Gracias de todo corazón. Espero que las reflexiones contenidas en el volumen ayuden a muchos a comprender mejor la llamada universal a la santidad.
Este tema de la vocación universal a la santidad, y en ella su dimensión comunitaria, es muy querido por el Concilio Vaticano II, que habló de él especialmente en la Lumen gentium (cf. capítulo V). No es casualidad que, en esta perspectiva, haya crecido en los últimos años el número de beatificaciones y canonizaciones de hombres y mujeres pertenecientes a diversos estados de vida: esposos, célibes, sacerdotes, consagrados y laicos de todas las edades, procedencias y culturas, incluso familias, pienso en la mártir polaca. En particular, en Gaudete et exsultate, he querido llamar la atención sobre el hecho de que todos estos hermanos y hermanas pertenecen al «santo pueblo fiel de Dios» (n. 6); así como sobre su cercanía a nosotros, como santos «de la puerta de al lado» (n. 7), miembros de nuestras comunidades, que vivieron una gran caridad en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, aun con sus limitaciones y defectos, siguiendo a Jesús hasta el final. Por eso, ahora quisiera reflexionar con ustedes sobre este mismo tema, destacando tres aspectos, entre los muchos posibles: la santidad que une, la santidad familiar y la santidad martirial.
I
Primero: la santidad que une. Sabemos que la vocación a la cual somos todos llamados se cumple primero que todo en la caridad (cfr. Lumen gentium, 40), don del Espíritu Santo (cfr. Rm 5,5) que une en Cristo y a los hermanos: por lo tanto es un acontecimiento no sólo personal, sino también comunitario.
Cuando Dios llama al individuo, es siempre para el bien de todos, como en el caso de Abraham y de Moisés, de Pedro y Pablo. Llama el individuo para una misión. Y al fin, así como Jesús el Buen Pastor llama a cada una de sus ovejas por su nombre (cf. Jn 10,3) y busca a la que está perdida para devolverla al redil, (cf. Lc 15,4-7), así la respuesta a su amor no puede sino darse en una dinámica de implicación e intercesión. El Evangelio nos lo muestra, por ejemplo, en el caso de Mateo que, recién llamado por Jesús, invita a sus amigos a un encuentro con el Mesías (cfr. Mt 9,9-13) o en el de Pablo que, habiendo encontrado al Resucitado, se convierte en Apóstol de los gentiles. El encuentro con Jesús tiene esta dimensión comunitaria.
Esta realidad está expresada de modo particularmente conmovedor por santa Teresa del Niño Jesús, a quien, en el 150 aniversario de su nacimiento, dediqué la Exhortación apostólica C’est la confiance. Ella, en sus escritos, con una evocadora imagen bíblica, contempla a la humanidad entera como el «jardín de Jesús», cuyo amor abraza a todas sus flores de un modo a la vez inclusivo y exclusivo (cf. Manuscrito A, 2rv), y pide ser encendida hasta la incandescencia por el fuego de ese amor, para conducir a él a su vez a todos sus hermanos y hermanas (cf. Manuscrito C, 34r-36v). Es la evangelización «por atracción» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 14), el testimonio, fruto al mismo tiempo de la más alta experiencia mística del amor personal y de la «mística de nosotros» (Constitución apostólica Veritatis gaudium, 4a). En ella se compenetran los dos modos de la presencia del Señor, tanto en el interior de la persona individual (cf. Jn 14, 23), como en medio de los reunidos en su Nombre (cf. Mt 18, 20); en el «castillo del alma» y en el «castillo de la comunidad», por usar una imagen querida a Teresa de Ávila (cf. El castillo interior).
La santidad une, y a través de la caridad de los santos podemos conocer el misterio de Dios que “unido […] a todo hombre” (Constitución pastoral Gaudium et spes, 22) abraza a toda la humanidad en su misericordia, para que todos sean uno (cf. Jn 17, 22). ¡Cuánta necesidad tiene nuestro mundo de encontrar la unidad y la paz en un abrazo así!
II
Pasemos al segundo punto: la santidad familiar. Brilla eminentemente en la Sagrada Familia de Nazaret (cf. Gaudete et exsultate, 143). Y sin embargo, la Iglesia nos ofrece hoy otros muchos ejemplos: «matrimonios santos, en los que cada cónyuge es instrumento de santificación del otro» (ibid. 141). Pensemos en los santos Luis y Zelia Martin; en los beatos Luis y María Beltrame Quattrocchi; en los venerables Tancredi y Giulia di Barolo; en los venerables Sergio y Domenica Bernardini. La santidad de los esposos, además de la santidad particular de dos personas distintas, es también santidad común en la conyugalidad: de ahí la multiplicación -y no la mera suma- del don personal de cada uno, que se comunica. Y un ejemplo luminoso de todo esto -como mencioné al principio- se nos ha ofrecido recientemente en la beatificación del matrimonio Jozef y Wiktoria Ulma y de sus siete hijos: todos ellos mártires. También ellos nos recuerdan que «la santificación es un camino comunitario, que debe hacerse de dos en dos» (ibid.), y no en solitario. Hay que actuar siempre en comunidad.
III
Y así llegamos al tercer punto: la santidad martirial. Es un modelo fuerte, del que tenemos muchos ejemplos a lo largo de la historia de la Iglesia, desde las comunidades de los orígenes hasta los tiempos modernos, a lo largo de los siglos y en diversas partes del mundo. No hay época que no haya tenido sus mártires, hasta nuestros días. Y pensamos que esos mártires son cosas que no existen. Pero pensemos en un caso de vida cristiana vivida en continuo martirio: el caso de Asia Bibi, que estuvo muchos años en la cárcel, y su hija le llevaba la Eucaristía. Tantos años hasta el momento en que los jueces dijeron que era inocente. Casi nueve años de testimonio cristiano. Es una mujer que sigue viviendo, y hay muchas, muchas como ella, que dan testimonio de fe y de caridad. Y no olvidemos que nuestro tiempo también tiene muchos mártires. A menudo se trata de «comunidades enteras que han vivido heroicamente el Evangelio o han ofrecido a Dios la vida de todos sus miembros» (ibid.). Y el discurso se amplía todavía más si consideramos la dimensión ecuménica de su martirio, recordando a los que pertenecen a todas las confesiones cristianas (cfr. ibid., 9). Pensemos, por ejemplo, en el grupo de veintiún mártires coptos introducidos recientemente en el Martirologio Romano. Murieron diciendo: «Jesús, Jesús», en la playa.
Queridos hermanos y hermanas, la santidad da vida a la comunidad, y ustedes, con su trabajo, nos ayudan a comprender y celebrar cada vez mejor su realidad y sus dinámicas, en los muchos y variados caminos que examinan y proponen a nuestra veneración; diferentes, pero todos dirigidos a la misma meta: la plenitud del amor. Este es el camino de la santidad.
Les agradezco mucho por esto y los animo a continuar con alegría su hermosa misión, para el bien de los individuos y el crecimiento de las comunidades. Los bendigo de corazón y, por favor, no se olviden de rezar por mí.
Gracias.