(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 08.02.2024).- En el contexto de la Asamblea Plenaria del Dicasterio para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos, evento anual que congrega en Roma a todos los que forman parte de este organismo de la Curia Romana, la mañana del jueves 8 de enero el Papa les recibió en audiencia en el Palacio Apostólico del Vaticano. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso del Papa preparada por ZENIT:
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Me reúno con vosotros con ocasión de vuestra Asamblea plenaria. Saludo al cardenal prefecto y a todos vosotros, miembros, consultores y colaboradores del Dicasterio para el culto divino y la disciplina de los sacramentos.
Sesenta años después de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium, las palabras que leemos en su Proemio, con las que los Padres declararon la finalidad del Concilio, no dejan de entusiasmarnos. Son objetivos que describen una voluntad precisa de reformar la Iglesia en sus dimensiones fundamentales: hacer crecer cada día más la vida cristiana de los fieles; adaptar mejor las instituciones sujetas a cambios a las necesidades de nuestro tiempo; fomentar lo que puede contribuir a la unión de todos los creyentes en Cristo; revigorizar lo que sirve para llamar a todos al seno de la Iglesia (cf. SC, 1). Se trata de una obra de renovación espiritual, pastoral, ecuménica y misionera. Y para llevarla a cabo, los Padres conciliares sabían por dónde tenían que empezar, sabían «que debían preocuparse especialmente también de la reforma y promoción de la liturgia» (ibid.). Es como decir: sin reforma litúrgica no hay reforma de la Iglesia.
Sólo podemos hacer tal afirmación si entendemos lo que es la liturgia en sentido teológico, como resumen admirablemente los primeros números de la Constitución. Una Iglesia que no sienta pasión por el crecimiento espiritual, que no busque hablar de forma comprensible para los hombres y mujeres de su tiempo, que no se duela por la división entre los cristianos, que no tiemble con el afán de anunciar a Cristo a las naciones, es una Iglesia enferma, y estos son los síntomas.
Toda reforma de la Iglesia es siempre una cuestión de fidelidad esponsal: la Iglesia Esposa será siempre más bella cuanto más ame a Cristo Esposo, hasta el punto de pertenecerle totalmente, hasta el punto de conformarse plenamente con Él. Y sobre esto, digo una cosa acerca de los ministerios de las mujeres. La Iglesia es mujer, la Iglesia es madre, la Iglesia tiene su figura en María, y la Iglesia-mujer, cuya figura es María, es más que Pedro, es decir, es algo más. No se puede reducir todo a la ministerialidad. La mujer en sí misma tiene un símbolo muy grande en la Iglesia como mujer, sin reducirlo a la ministerialidad. Por eso he dicho que toda reforma de la Iglesia es siempre una cuestión de fidelidad esponsal, porque ella es mujer. Los Padres conciliares sabían que debían poner la liturgia en el centro, porque es el lugar por excelencia del encuentro con Cristo vivo. El Espíritu Santo, que es la preciosa dote que el Esposo mismo, con su cruz, proporcionó a la Esposa, hace posible esa actuosa participatio que anima y renueva continuamente la vida bautismal.
La finalidad de la reforma litúrgica -en el marco más amplio de la renovación de la Iglesia- es precisamente «inspirar aquella formación de los fieles y promover aquella acción pastoral que tiene como culmen y fuente la sagrada Liturgia» (Istr. Inter oecumenici, 26 de septiembre de 1964, 5).
Para que todo esto suceda, por tanto, es necesaria una formación litúrgica, es decir, a la liturgia y desde la liturgia, sobre la que estáis reflexionando estos días. No se trata de una especialización para unos pocos expertos, sino de una disposición interior de todo el pueblo de Dios. Esto, por supuesto, no excluye que sea prioritaria la formación de quienes, en virtud del sacramento del Orden, están llamados a ser mistagogos, es decir, a llevar de la mano a los fieles y acompañarlos en el conocimiento de los santos misterios. Os animo a continuar en este compromiso vuestro, para que los pastores sepan conducir al pueblo al buen pasto de la celebración litúrgica, donde el anuncio de Cristo muerto y resucitado se convierte en experiencia concreta de su presencia transformadora de la vida.
En el espíritu de colaboración sinodal entre los Dicasterios -esperado en el Praedicate Evangelium (cf. n. 8)-, deseo que la cuestión de la formación litúrgica de los ministros ordenados sea tratada también con el Dicasterio para la Cultura y la Educación, con el Dicasterio para el Clero y con el Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, de modo que cada uno ofrezca su aportación específica. Si «la liturgia es la cumbre hacia la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana toda su energía» (SC, 10), es necesario asegurar que también la formación de los ministros ordenados tenga cada vez más una impronta litúrgico-sapiencial, tanto en el currículum de los estudios teológicos como en la experiencia vital de los seminaristas.
Por último, mientras preparamos nuevos itinerarios de formación para los ministros, debemos pensar al mismo tiempo en los destinados al pueblo de Dios. Empezando por las asambleas que se reúnen el día del Señor y las fiestas del año litúrgico: éstas constituyen la primera oportunidad concreta de formación litúrgica. Y también pueden serlo otros momentos en los que el pueblo participa más en las celebraciones y en su preparación: pienso en las fiestas patronales, o en los sacramentos de la iniciación cristiana. Preparados con cuidado pastoral, se convierten en ocasiones propicias para que las personas redescubran y profundicen el sentido de celebrar hoy el misterio de la salvación.
«Id y preparadnos […] la Pascua» (Lc 22, 8): estas palabras de Jesús, que inspiran vuestras reflexiones de estos días, expresan el deseo del Señor de tenernos en torno a la mesa de su Cuerpo y de su Sangre. Son un imperativo que nos llega como una súplica amorosa: comprometerse en la formación litúrgica es responder a esta invitación para que «comamos la Pascua» y vivamos una existencia pascual, personal y comunitaria.
Queridos hermanos y hermanas, vuestra tarea es grande y hermosa: trabajar para que el pueblo de Dios crezca en la conciencia y en la alegría del encuentro con el Señor celebrando los santos misterios y, en el encuentro con Él, tenga vida en su nombre. Os agradezco mucho vuestro compromiso y os bendigo de corazón. Que la Santísima Virgen os proteja. Y, por favor, no olvidéis rezar por mí. Muchas gracias.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.
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