(ZENIT Noticias / Roma, 28.02.2024).- Por la mañana del miércoles 28 de febrero, antes de la audiencia general en el Aula Pablo VI, el Papa Francisco recibió en audiencia privada a los miembros del Sínodo del los Obispos de la Iglesia Patriarcal de Cilicia de los Armenios, una iglesia católica oriental en comunión con el Papa.
Debido a su estado de salud, el Papa pidió a monseñor Filippo Ciampanelli, oficial de la Secretaria de Estado que leyera el mensaje que había dispuesto para esa ocasión. Ofrecemos a continuación el discurso del Papa que giró en torno a tres puntos: el adulterio pastoral en el que puede caer el obispo, la necesidad de orar mucho y la pastoral vocacional.
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Su Beatitud,
queridos hermanos obispos, ¡bienvenidos!
Es una alegría acogerlos en Roma, ante la tumba de los Apóstoles Pedro y Pablo, precisamente tras la festividad de San Gregorio de Narek, Doctor de la Iglesia.
Como obispos, sucesores de los Apóstoles, tenemos la responsabilidad de acompañar al santo pueblo de Dios hacia Jesús, Señor y Amigo de los hombres, nuestro Buen Pastor. Por eso, el día de nuestra ordenación episcopal, nos comprometimos a custodiar la fe, fortalecer la esperanza y difundir la caridad de Cristo.
Queridos Hermanos, una de las responsabilidades del Sínodo es precisamente dar a su Iglesia los obispos de mañana. Les ruego que los elijan con cuidado, para que sean dedicados al rebaño, fieles al cuidado pastoral, nunca arribistas. No deben ser escogidos según las propias simpatías o tendencias, y hay que tener mucho cuidado con los hombres que tienen ‘olfato para los negocios’ o los que ‘siempre tienen una maleta en la mano’, dejando huérfano al pueblo.
Un obispo que ve su Eparquía como un lugar de paso a otra más «prestigiosa» olvida que está casado con la Iglesia y corre el riesgo -permítaseme la expresión- de cometer «adulterio pastoral». Lo mismo ocurre cuando se pierde el tiempo negociando nuevos destinos o promociones: los obispos no se compran en el mercado, es Cristo quien los elige como sucesores de sus Apóstoles y pastores de su rebaño.
En un mundo lleno de soledad y distancia, los que nos están confiados deben sentir de nosotros el calor del Buen Pastor, nuestra atención paterna, la belleza de la fraternidad, la misericordia de Dios. Los hijos de su querido pueblo necesitan la cercanía de sus obispos. Sé que, en gran número están dispersos por el mundo y, a veces, en vastos territorios, donde es difícil ser visitados. Pero la Iglesia es una Madre amorosa y no puede dejar de buscar todos los medios posibles para llegar a ellos, para que reciban el amor de Dios en su propia tradición eclesial. Y no se trata tanto de estructuras, que son sólo medios para ayudar a la difusión del Evangelio; se trata sobre todo de caridad pastoral, de buscar y promover el bien con mirada y apertura evangélicas: pienso también en la esencialidad de una colaboración aún más estrecha con la Iglesia apostólica armenia.
Queridísimos, en este tiempo santo de la cuaresma estamos llamados a mirar a la Cruz y a construir sobre Cristo, que sana las heridas con el perdón y con el amor. Estamos obligados a interceder por todos, con grandeza de mente y de espíritu. Como San Gregorio de Narek, que rezaba así: «Acuérdate, [Señor,]… de quienes en la estirpe humana son nuestros enemigos, pero para su bien: concede a ellos perdón y misericordia». Y, además, con una impresionante actualidad profética escribía: «No extermines a quienes me muerden: ¡conviértelos! Extirpa la viciosa conducta terrena y arraiga la buena conducta en mí y en ellos» (Libro de las Lamentaciones, LXXXIII).
Ustedes, Hermanos, juntos con los sacerdotes, los diáconos, las consagradas y los consagrados, y todos los fieles de su Iglesia, tienen una grande responsabilidad. San Gregorio el Iluminador llevó la luz de Cristo al pueblo armenio y este fue el primero, como tal, en acogerla en la historia. Así que ustedes son testigos y, por decirlo así, “primogénitos” de esta luz, son una aurora llamada a irradiar la profecía cristiana en un mundo que a menudo prefiere la oscuridad del odio, la división, la violencia y la venganza. Por supuesto, podrían decir, “nuestra Iglesia no es numerosa”. Pero recordemos que a Dios le encanta hacer maravillas con los que son pequeños. Y en este sentido, por favor, no se desatienda el cuidado de los pequeños y de los pobres, mostrándoles el ejemplo de una vida evangélica, lejos de los fastos de las riquezas y de la arrogancia del poder; acogiendo a los refugiados, apoyando a los que están en la diáspora como hermanos y hermanas, hijos e hijas.
Quisiera compartir con ustedes otro aspecto que siento como prioritario: orar mucho, también para custodiar ese orden interior que nos permita de trabajar en armonía, discerniendo las prioridades del Evangelio, las que son queridas al Señor. Como nos recuerda el antiguo dicho latino: “Mantén el orden y el orden te mantendrá”. Por tanto, estén bien preparados sus Sínodos, los problemas cuidadosamente estudiados y sabiamente evaluados; las soluciones, siempre y sólo para el bien de las almas, se apliquen y verifiquen con prudencia, coherencia y competencia, asegurando sobre todo la plena transparencia, incluso en el campo económico. Las leyes deben ser conocidas y aplicadas no por formalismo, sino porque son instrumentos de una eclesiología que permite incluso a quien no tiene poder recurrir a la Iglesia con pleno derecho codificado, evitando las arbitrariedades del más fuerte.
Una reflexión más quisiera confiarles y encomendarles, a propósito de la pastoral vocacional. En un mundo secularizado, los seminaristas y los que se forman en la vida religiosa necesitan, hoy más que nunca, estar bien enraizados en una auténtica vida cristiana, jejos de cualquier “psicología principesca”. Así que, los sacerdotes, especialmente los jóvenes, necesitan la cercanía de los Pastores, que fomenten entre ellos la comunión fraterna, para que no se desanimen ante las dificultades y día tras día sean cada vez más dóciles a la creatividad del Espíritu Santo, para servir al Pueblos de Dios con la alegría de la caridad, no con la rigidez y la repetitividad estéril de los búrocratas. En todo, esperanza: aunque la mies sea mucha y los obreros siempre pocos, contemos con el Señor, que hace maravillas en los que confían en Él.
Su Beatitud, Hermanos queridísimos, como no evocar al final, con las palabras, pero sobre todo con la oración, a Armenia, en particular ¡a todos los que huyen de Nagorno-Karabaj, a las numerosas familias desplazadas que buscan refugio! Tantas guerras, tantos sufrimientos. La primera guerra mundial debía ser la última y los Estados se agruparon en la Sociedad de Naciones, “primicia” de las Naciones Unidas, pensando que eso bastaba para preservar el don de la paz. Sin embargo, desde entonces, cuántos conflictos y masacres, siempre trágicos y siempre inútiles. Cuántas veces he suplicado: “¡Basta!”. Hagámonos todos eco del grito por la paz, para que llegue a los corazones, incluso a los insensibles al sufrimiento de los pobres y humildes. Y, sobre todo, recemos. Lo hago por ustedes y por Armenia; y ustedes, ¡por favor, acuérdense de mí!
Les agradezco su presencia y su servicio. Antes de darles la bendición, quisiera recitar una oración de San Nersés el Agraciado, a la que les invito a unirse, en espera de poder celebrarlo, cuando Dios quiera, con los hermanos de la Iglesia apostólica armenia: «Señor misericordioso ten piedad de todos los que creen en Ti, parientes y extraños, de los conocidos y de los desconocidos, de los vivos y de los muertos: concede también a mis enemigos y adversarios el perdón por los agravios que me han hecho, y conviértelos de la injusticia que muestran hacia mí, para que también ellos sean dignos de tu misericordia. Y ten piedad de tus criaturas y de mí, grandísimo pecador» (Confieso con Fe, Las 24 oraciones, XXIII). Gracias.
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