CIUDAD DEL VATICANO, 13 junio (ZENIT.org).- La situación de hambre, analfabetismo, violencia… que sufren millones de mujeres no se resuelve con recetas ideológicas. Es necesario abordar directamente estos problemas urgentes y dramáticos. Esta es, en síntesis, la propuesta que hizo la Santa Sede en la asamblea especial de las Naciones Unidas que se celebró del 5 al 10 de junio pasado y que cambió todos los pronósticos de las vísperas.
La cumbre mundial, en la que participaron 10 mil delegados y delegadas de 180 naciones, terminó más tarde de lo previsto, pues las negociaciones se extendieron hasta las 4 de la mañana del sábado 10 de junio, pocas momentos antes de que se llegara a la hora límite (cf. ZS00061104). El día anterior, muchos países en vías de desarrollo se rebelaron ante el interés de las delegaciones de Estados Unidos y de algunos países europeos, entre los que destacó Alemania, de utilizar esta plataforma para imponer «derechos sexuales», incluido el aborto, o el reconocimiento legal de las parejas de hecho, incluida la adopción de niños por parte de parejas homosexuales.
El gran cambio
¿Qué es lo que hizo que en 24 horas se alteraran todas las previsiones? ¿Cómo fue posible que los argumentos de las potencias económicas no fuesen acogidos por la gran mayoría de la asamblea? El 9 de junio, las delegadas y delegados escucharon una intervención que se convertiría en decisiva. Una mujer nigeriana, Kathryn H. Hoomkwap, tomó la palabra en representación de la delegación de la Santa Sede –el discurso acaba de ser publicado por la Oficina de Información de la Santa Sede–, para explicar a la luz de su experiencia de mujer, madre, y cristiana la gravedad de la situación de la mujer en el mundo y la necesidad de adoptar medidas urgentes que sirvan para acabar con estas injusticias.
Comenzó reconociendo, que en la batalla por la promoción de la mujer la clave está en ofrecer auténticos servicios «de educación para niñas y mujeres», garantizando el derecho a la escuela, así como «los servicios básicos sociales que necesitan para perseguir sus objetivos en su vida y en la de sus familias». Se trata de un elemento prioritario para toda labor de desarrollo, en la que la Iglesia está comprometida en primera línea en todos los países de desarrollo y cuya labor fue reconocida por las delegaciones de la inmensa mayoría de los países. En este sentido, la señora Hoomkwap explicó que la Iglesia apoya los apartados del documento de esta conferencia en los que se afrontan «las necesidades de las mujeres pobres, el final de la violencia contra las mujeres, la educación, el empleo, la tierra, el capital y la tecnología».
Una situación insostenible
Como madre y mujer, la representante del Papa, deploró el estado de «la salud y el bienestar de la infancia en Africa», «la continua prevalencia de enfermedades» (incluida la pandemia del sida), «el número de personas, sobre todo niños, aquejados por la mala alimentación, los conflictos crecientes» y los dramáticos números de personas que «no pueden leer ni escribir».
«Mi delegación –prosiguió la mujer nigeriana que tomó la palabra en el nombre del Vaticano– respalda con firmeza las disposiciones de los documentos que condenan toda forma de violencia contra los mujeres y apoya los derechos de las mujeres al acceso al poder económico y político, sus medidas contra la pobreza y sus referencias –no obstante sean breves– al alto porcentaje de mortandad entre mujeres y chicas debidas a las enfermedades crónicas y a la difusión de infecciones, entre ellas las enfermedades tropicales».
Por el auténtico desarrollo
Ahora bien, denunció –y aquí encontró la solidaridad de muchos países–: «el documento «Mujeres 2000″ al igual que la Plataforma de Pekín (conclusiones de la Conferencia de la ONU celebrada en la capital china hace cinco años), subraya, interminablemente, una materia –la salud reproductiva y sexual– en detrimento de una visión global de la salud de las mujeres y de sus familias, que es desesperadamente necesaria para aliviar las preocupaciones de las mujeres».
En este momento, ante las propuestas de delegaciones occidentales de ofrecer a los países en vías de desarrollo la implantación de clínicas abortivas o de ayudarles a reconocer legalmente las parejas de hecho, estas naciones optaron por la propuesta vaticana de dar prioridad a la educación, al desarrollo económico, que tenga en cuenta particularmente a la mujer.
Esta madre nigeriana fue aún más lejos: «Debemos alcanzar un desarrollo humano completo, que no sea sólo social y económico si no también espiritual –dijo–. La Santa Sede renueva su petición para poner fin al hambre, para encontrar un camino para la igualdad de oportunidades educativas para todos, para hallar remedios y consuelos para cuantos sufren por causa de la enfermedad y las calamidades, y a través de estos medios proseguir en la búsqueda de la extinción del miedo que nos impide celebrar la vida como el regalo que es».
Claridad de posiciones
«En conclusión –subrayó la señora Hoomkwap–, la delegación de la Santa Sede desea declarar que nada de cuanto la Santa Sede ha llevado a cabo en el programa «Mujeres 2000″ debería entenderse como una atribución de conceptos que no respalda por razones morales. Nada hay que deje entender que la Santa Sede apoya el aborto o que haya cambiado de alguna manera su posición moral respecto al aborto o a los anticonceptivos. La Santa Sede reafirma su convicción de que la vida comienza en la concepción y de que cada ser humano debe ser protegido desde los primeros momentos hasta el final de su ciclo vital».
Senegal en esos momentos ya se había opuesto a las imposiciones que querían incluir en el documento final algunas delegaciones occidentales — llegaban a negar el derecho a la libertad de conciencia de los médicos–. A este país se le unieron buena parte de países africanos y muchos otros en vías de desarrollo. La acusación que en las vísperas se había hecho al Vaticano de hacer una «santa alianza» con países islámicos (cf. Zenit, ZS00060713) fue desmentida por la asamblea. Algo que algunos periódicos, de manera quizá algo parcial, pero agudamente bautizaron como «la rebelión de la dignidad de los pobres».