CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 31 agosto 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI este domingo a mediodía al presidir la oración mariana del Ángelus desde el balcón del patio del palacio apostólico de Castel Gandolfo.

 



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Queridos hermanos y hermanas:

También hoy, en el Evangelio, aparece en primer plano el apóstol Pedro. Pero, si bien el domingo pasado le admiramos por su fe franca en Jesús, a quien proclamó Mesías e Hijo de Dios, esta vez, en el episodio sucesivo, muestra una fe todavía inmadura y demasiado ligada a la "mentalidad de este mundo" (Cf. Romanos 12, 2). De hecho, cuando Jesús comienza a hablar abiertamente del destino que le espera en Jerusalén, es decir, que tendrá que sufrir mucho y ser asesinado para después resucitar, Pedro protesta diciendo: "¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!" (Mateo 16,22). Es evidente que el Maestro y el discípulo siguen dos maneras opuestas de pensar. Pedro, según una lógica humana, está convencido de que Dios no permitiría nunca a su Hijo terminar su misión muriendo en la cruz. Jesús, por el contrario, sabe que el Padre, a causa de su inmenso amor por los hombres, le ha enviado para dar la vida por ellos y que, si esto implica la pasión y la cruz, es justo que suceda así. Por otra parte, él sabe también que la última palabra será la resurrección. La protesta de Pedro, a pesar de que fue pronunciada con buena fe y por amor sincero al Maestro, a Jesús le suena como una tentación, una invitación a salvarse a sí mismo, mientras que sólo si pierde su vida la recibirá nueva y eterna por todos nosotros.

Si para salvarnos el Hijo de Dios tuvo que sufrir y morir crucificado, no es ni mucho menos un designio cruel del Padre celestial. La causa es la gravedad de la enfermedad de la que tenía que curarnos: un mal tan serio y mortal que exige toda su sangre. De hecho, con su muerte y resurrección, Jesús ha derrotado al pecado y a la muerte, restableciendo el señorío de Dios. Pero la lucha no ha terminado: el mal existe y resiste en toda generación, también en nuestros días. ¿Acaso los horrores de la guerra, la violencia contra los inocentes, la miseria y la injusticia que se abaten contra los débiles, no son la oposición del mal al reino de Dios? Y, ¿cómo responder a tanta malicia si no es con la fuerza desarmada del amor que vence al odio, de la vida que no tiene miedo de la muerte? Es la misma fuerza misteriosa que utilizó Jesús, a costa de ser incomprendido y abandonado de muchos de los suyos.

Queridos hermanos y hermanas: para llevar a pleno cumplimiento la obra de salvación, el Redentor sigue asociando a sí y a su misión a hombres y mujeres dispuestos a tomar la cruz y a seguirle. Como le sucedió a Cristo, también para los cristianos cargar con la cruz no es algo opcional, sino una misión que hay que abrazar por amor. En nuestro mundo actual, en el que parecen dominar las fuerzas que dividen y destruyen, Cristo no deja de proponer a todos su invitación clara: quien quiere ser mi discípulo, reniegue de su egoísmo y lleve conmigo la cruz. Invoquemos la ayuda de la Virgen santa, quien siguió a Jesús por el camino de la cruz en primer lugar y hasta el final. Que ella nos ayude a seguir con decisión al Señor para experimentar ya desde ahora, a pesar de la prueba, la gloria de la resurrección.



[Tras rezar el Ángelus, el Papa pronunció este mensaje en italiano:]

En estas últimas semanas se ha registrado un aumento de casos de inmigración irregular de África. En ocasiones, la travesía del Mediterráneo hacia el continente europeo, visto como una meta de esperanza para huir de situaciones adversas y con frecuencia insoportables, se transforma en tragedia; la que tuvo lugar hace unos días parece haber superado a las precedentes por el elevado número de víctimas. La inmigración es un fenómeno presente desde los albores de la historia de la humanidad, que desde siempre ha caracterizado las relaciones entre los pueblos y naciones. Ahora bien, el hecho de que en nuestros días se haya convertido en una emergencia nos interpela y, exigiendo nuestra solidaridad, impone al mismo tiempo respuestas políticas eficaces.

Sé que muchas instituciones regionales, nacionales e internacionales se están ocupando de la cuestión de la inmigración irregular: las aplaudo y las aliento para que sigan realizando su meritoria labor con sentido de responsabilidad y espíritu humanitario. Sentido de responsabilidad también tienen que mostrar los países de origen, no sólo porque se trata de sus conciudadanos, sino también para eliminar las causas de la inmigración irregular, así como para eliminar, en su raíz, todas las formas de criminalidad ligadas.

Por su parte, los países europeos y los que son meta de inmigración están llamados entre otras cosas a desarrollar en común acuerdo iniciativas y estructuras cada vez más adecuadas a las necesidades de los inmigrantes irregulares.

Estos últimos, además, deben ser sensibilizados en el valor de la propia vida, que representa un bien único, siempre precioso, que se debe tutelar ante los graves riesgos a los que se exponen al buscar mejorar sus condiciones de vida, y en el deber de legalidad que es una obligación para todos.

Como padre común, siento el profundo deber de llamar la atención de todos sobre este problema y de pedir la generosa colaboración de personas e instituciones para afrontarlo y encontrar caminos de solución. ¡Que el Señor nos acompañe y haga fecundos nuestros esfuerzos!



[A continuación, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En español, dijo:]

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, en particular a los Pastores y fieles de la querida Nación cubana, que ayer inauguraron solemnemente el Trienio preparatorio de la celebración de los cuatrocientos años del hallazgo y la presencia de la venerada imagen de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. A todos los amados hijos e hijas de la Iglesia que vive en ese noble País los encomiendo fervientemente en mi plegaria, para que, a ejemplo de María Santísima, y ayudados por su maternal intercesión, tengan una fe rica en obras de misericordia y amor. Los invito asimismo a acoger cotidianamente en su corazón la Palabra de Dios, a meditarla y llevarla a la práctica con valentía y esperanza para que, como auténticos hijos de Dios Padre, discípulos fieles de Cristo y, con la fuerza del Espíritu Santo, sean misioneros del Evangelio en cualquier circunstancia de la vida. Reciban a la Virgen en sus casas, permanezcan con Ella en oración y encuentren su dicha en hacer lo que su Hijo Jesús les diga. En este hermoso camino los acompaña el afecto y la cercanía espiritual del Papa. Que Dios bendiga a Cuba y a todos los cubanos.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

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