Stefano Caprio
(ZENIT Noticias – Asia News / Roma, 27.11.2024).- Tras la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, acontecimiento que cerró por este año la «guerra mundial electoral», una de las variantes de la guerra híbrida de la política y la propaganda, ahora se multiplican las propuestas y las hipótesis sobre el fin de la guerra sobre el terreno de Ucrania y Rusia. Hasta qué punto Vladímir Putin está dispuesto a aceptar una solución a través de negociaciones de paz, o, por el contrario, llevar los enfrentamientos a un nivel cada vez más alto y destructivo, es una cuestión que no resulta fácil de entender dado lo ocurrido en los últimos días.
El uso de armas estadounidenses de largo alcance por parte de los ucranianos ha provocado que Putin aprobara la «nueva doctrina sobre las armas nucleares», doctrina que se puede sintetizar en una sola frase: «acabaremos con todos los ucranianos y sus aliados», reforzada por la demostración con un «misil hipersónico» que se lanzó sobre la ciudad de Dnipro, uno de los juguetes favoritos del zar, aunque no estaba equipado con la ojiva nuclear. Está claro que estas amenazas se mantienen dentro del ámbito de la retórica bélica, aunque desde principios de noviembre Putin no ha vuelto a asomar la nariz fuera de su búnker. El Kremlin repite que está dispuesto a iniciar negociaciones a condición de que los ucranianos abandonen los territorios ocupados en la región de Kursk, mientras que Zelenski repite que precisamente el ataque a Kursk es la garantía de que comiencen las negociaciones, que ambas partes pretenden llevar a cabo desde una «posición de fuerza».
En efecto, tras el ataque sorpresa en territorio ruso, la contraofensiva de Putin fue muy decidida y violenta, con la ayuda del batallón Akhmat de voluntarios chechenos y la llegada de miles de soldados procedentes de Corea del Norte. Sin embargo, a pesar de tres impetuosas oleadas de asaltos contra los ucranianos, los rusos todavía no han conseguido recuperar por completo la región de Kursk, donde las fuerzas ucranianas todavía controlan un área de unos 600 kilómetros cuadrados, y si antes Putin exigía la entrega de todo el territorio de las regiones ocupadas de Jersón y Zaporiyia en Ucrania, ahora repite que las negociaciones sólo comenzarán con la liberación de Kursk. Por otra parte Moscú también ha intensificado los ataques con misiles Shahed iraníes contra las principales ciudades de Ucrania, Kiev, Járkov y Odesa, y la paz parece cada día menos probable.
La ofensiva también continúa a toda marcha en el Donbass, donde el ejército ruso se encuentra a un paso de conquistar otro «punto estratégico», Kurakhovo, que daría acceso a una de las ciudades más importantes de la región de Donetsk que todavía sigue en el lado ucraniano, Pokrovsk. Hasta 2016 esta capital de provincia se llamaba Krasnoarmeisk, en honor al Ejército Rojo, como los rusos quieren que vuelva a llamarse después de la «liberación». Desde aquí, los ejércitos de Moscú también podrían intentar abrirse paso hacia otra región ucraniana, la de Dnepropetrovsk, relanzando el proyecto de «desnazificación» y conquista de toda Malorossiya, con gran entusiasmo de todos los propagandistas rusos que ya hablan de la inevitable caída de Ucrania, que también será abandonada por los aliados occidentales.
La situación para los ucranianos se está volviendo cada vez más dramática, no solo por la incertidumbre sobre la ayuda occidental y la incógnita de las futuras decisiones de Trump, sino también por la participación cada vez menor de los ciudadanos en las acciones de defensa, con casi diez mil deserciones de soldados que han huido del campo de batalla en los últimos meses. El periodista ucraniano Vladimir Bojko habla de 93.500 personas investigadas por deserción desde que comenzó la invasión rusa en 2022. Por su parte, la industria bélica rusa se ha reorganizado en los últimos seis meses, desde que el economista Andrej Belousov fue puesto al frente del Ministerio de Defensa, y se estima que en el próximo año Moscú estará en condiciones producir un 30% más de municiones de artillería que todos los países de la UE juntos, como también recordó el ministro de Relaciones Exteriores ucraniano, Andrej Sibiga, en el reciente encuentro en Kiev con Joseph Borrel.
El fin de la guerra, en las intenciones de Putin, solo puede ser el fin de Ucrania, y las posibles negociaciones con Trump solo serían una etapa intermedia de un proceso que continuaría más adelante, incluso sin prever una conclusión, como una «guerra perpetua» contra todo Occidente. En esto juega un papel muy importante precisamente la conducción del sector de Defensa, ahora a cargo del ministro «ortodoxo-patriótico» Belousov, quien tomó el relevo del eterno Sergei Shoigú, que forma parte del gobierno desde los tiempos de Yeltsin y es el actual secretario del Consejo de Seguridad, mientras que todos sus colaboradores del ministerio que dirigió durante veinte años ahora están en la cárcel por corrupción y malversaciones varias.
En realidad Belousov se estaba ocupando de cuestiones militares desde que empezó la invasión de Ucrania, cuando era viceprimer ministro de Economía y realizaba pruebas de estrés para encontrar la manera de contrarrestar las inevitables sanciones occidentales, tratando de orientar la economía rusa en una dirección de guerra global. Incluso antes, ya en 2013 – como documenta el centro Dossier – se ocupaba de «diversas cuestiones relacionadas con los armamentos en el plano administrativo» y colaboraba con las operaciones de la compañía Wagner de Yevgeny Prigozhin. Ahora se compara al ministro con figuras históricas como el generalísimo Aleksandr Suvorov, que allanó el camino para la victoria de Rusia sobre Napoleón, o el primer ministro de principios del siglo XX Petr Stolypin, que señaló el camino de las «reformas patrióticas» incluso a Mussolini y a Hitler, y también con el héroe estadounidense de la resistencia a todo poder John Rambo, hasta el punto de ganarse el título rusificado de Rambovich.
El nuevo ministro ha llevado a cabo una profunda «limpieza» del Ministerio de Defensa ruso, comenzando por el arresto en abril del ex viceministro Timur Ivanov, y abrió una investigación que ya ha involucrado a más de veinte funcionarios del más alto nivel. En su lugar, nombró a figuras bastante imprevistas para el sector de Defensa, en su mayoría provenientes de otras estructuras de la administración estatal, e instaló como secretaria general del ministerio a la sobrina de Putin, Anna Tsivileva, un miembro privilegiado de la clase de los grandes oligarcas rusos. Tsivileva también dirige desde 2023 la fundación «Defensores de la Patria», creada por instrucciones de su tío, el zar Putin, para apoyar a los que participan en la operación militar especial en Ucrania.
Desde el pasado mes de junio, Belousov comenzó a aparecer con uniforme militar en las reuniones del Comité de Seguridad, con una afectada semejanza al de los generales, y el Kremlin ha tenido que aclarar que «el rango civil del consejero de Estado de primer nivel es equivalente al de los generales del Ejército». Una de las paradojas de la guerra es que varios miembros de la familia del ministro viven en Kiev, donde está enterrado su tío, el general del ejército ucraniano Alexander Belousov. No hay comunicación entre los familiares rusos y ucranianos, salvo por las bombas que Rusia sigue lanzando sobre las casas de los parientes de su ministro de Defensa. Por otra parte, el jefe del Estado Mayor del Ejército ucraniano, Aleksandr Syrsky, también tiene todos sus familiares en Rusia, en la ciudad de Vladimir, que hasta ahora no ha sido tocada por las bombas ucranianas. Al parecer el Ministerio de Defensa ruso está preparando un plan para la subdivisión de los territorios de Ucrania de aquí a 2045, con una parte rusa, otra prorrusa y otra «sin definición».
Ahora la Duma de Moscú ha aprobado el presupuesto para los años 2025-2027, aumentando aún más los gastos de guerra, que ya superan el 40% (más de 120 mil millones de dólares), y, sobre todo, duplicando los fondos destinados a los «Defensores de la Patria» de Tsivileva, para cubrir todas las necesidades de los soldados en el frente y de sus familias, y también de los veteranos que regresan a casa para convertirse en los nuevos líderes del país, que deben ser capacitados para ocupar cargos directivos en las administraciones regionales y federales. No importa que los precios de los alimentos suban un 20%, los servicios municipales un 10% y la gasolina un 5%; o que aumenten los gravámenes impositivos sobre los beneficios de las pequeñas y medianas empresas, de la extracción de gas, petróleo y carbón, de las bebidas alcohólicas, los cigarrillos y las bebidas azucaradas.
Un tercio de todo el presupuesto de Rusia sigue dependiendo de la exportación de gas y petróleo, si venden este último por lo menos a 70 dólares el barril, lo que será cada vez más difícil debido al aumento de la producción de petróleo en otros países, que hará bajar el precio a 40 dólares. La guerra le está saliendo cada vez más cara a Rusia, con una inflación galopante que obliga a subir todos los tipos de interés y los parámetros del costo de la vida, y parecería lógico encontrar una solución para detener esta loca carrera hacia la autodestrucción de la economía y la sociedad. Pero Rusia nunca ha sido capaz de detenerse, de hacer un alto o dar marcha atrás en los espacios ilimitados de la tajga para llegar a una frontera inexistente. Seguirá adelante, de una forma u otra, con Trump o sin Trump, para encontrar su Ucrania, incluso a costa de perder su alma.
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