(ZENIT Noticias / Roma, 10.10.2025).- Lo que comenzó como un gesto de hospitalidad hacia los eruditos visitantes se ha convertido en un foco de controversia dentro del Vaticano. La revelación de que investigadores musulmanes han recibido una sala dedicada con una alfombra de oración dentro de la Biblioteca Apostólica Vaticana ha suscitado un debate sobre los límites de la apertura en una de las instituciones más simbólicas de la Iglesia.
La revelación no se produjo a través de un comunicado de prensa, sino en un comentario informal durante una entrevista con «La Repubblica» el 8 de octubre. «Por supuesto, algunos eruditos musulmanes nos han pedido una sala con una alfombra para rezar, y se la hemos dado», declaró el padre Giacomo Cardinali, viceprefecto de la Biblioteca Apostólica. La serena aceptación del sacerdote ha suscitado una oleada de críticas, no solo por lo que se ofreció, sino también por el lugar donde se ofreció.
Para algunos, la medida refleja un admirable espíritu de diálogo y respeto por quienes vienen de lejos a estudiar manuscritos antiguos. Para otros, representa una preocupante confusión entre misión e identidad. «Una biblioteca es para leer, no para el culto», escribió un comentarista católico, haciéndose eco de una preocupación compartida discretamente por muchos en los propios círculos académicos del Vaticano.
Para agravar la paradoja, Cardinali describió la biblioteca en la misma entrevista como «la más secular de todas las instituciones vaticanas», calificándola de «institución humanística». Esta observación ha dejado a algunos observadores preguntándose cómo encaja tal autodefinición con la decisión de proporcionar un espacio explícitamente designado para la práctica religiosa, y para una religión distinta al catolicismo.
Fundada en el siglo XV, la Biblioteca Apostólica Vaticana ha sido durante mucho tiempo el corazón palpitante de la erudición católica, un depósito tanto de la fe como del intelecto. Su vasta colección —dos millones de libros impresos, 80.000 manuscritos, 50.000 documentos de archivo y cientos de miles de monedas, grabados y medallas— incluye tesoros de casi todas las civilizaciones y credos. Entre ellos se encuentran algunas de las copias más antiguas que se conservan del Corán, así como textos hebreos, coptos y chinos excepcionales.
Cardinali enfatizó este alcance universal como un motivo de orgullo. «Somos una biblioteca universal», declaró a «La Repubblica». «Conservamos colecciones árabes, judías, etíopes y chinas de una riqueza incomparable». En ese sentido, la pequeña sala de oración podría considerarse una extensión de esta universalidad: un acto de cortesía hacia los académicos que no acuden como peregrinos, sino como investigadores.
Sin embargo, la pregunta persiste: ¿puede una institución católica brindar hospitalidad de esta manera sin difuminar la línea entre la bienvenida y el testimonio? Los críticos argumentan que la creación de un espacio de oración designado, incluso como una adaptación pragmática, corre el riesgo de señalar una especie de equivalencia religiosa, un paso simbólico excesivo en la era de la sensibilidad interreligiosa.
“Si se ofrecen salas de oración a los musulmanes”, preguntó un teólogo, “¿qué pasará cuando los eruditos judíos, hindúes o budistas soliciten lo mismo? ¿Proporcionará el Vaticano espacios separados para todas las confesiones?”
El episodio toca una fibra sensible en la vida católica contemporánea: la tensión entre la apertura universal de la Iglesia y su identidad distintiva. La Biblioteca Apostólica, aunque de función “humanista”, sigue formando parte de la casa papal, y sus colecciones se conservan bajo la autoridad de la Santa Sede. Su filosofía se basa en la convicción de que la fe y la razón coexisten dentro de la tradición católica, no fuera de ella.
Visto desde esa perspectiva, el gesto hacia los visitantes musulmanes puede parecer, para algunos, menos una inclusión y más una modestia, una medida bienintencionada que, sin quererlo, menoscaba el carácter católico de una institución sagrada.
Aun así, dentro del propio Vaticano, las voces de alarma permanecen silenciadas. Muchos funcionarios consideran el asunto como una simple cortesía, con pocas probabilidades de alterar la misión o el ambiente de la biblioteca. «Es una sala, no una declaración», dijo un curador familiarizado con la situación, quien habló bajo condición de anonimato. «Los manuscritos en sí mismos hablan más fuerte que cualquier alfombra de oración».
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