La discusión sobre el origen y el significado teológico de la mujer sin pecado, madre de Jesús, ha atravesado la historia del Cristianismo, hasta que el beato Pío IX proclamó el 8 de diciembre de 1854 el dogma de la Inmaculada Concepción.
En 1830, después de las apariciones marianas de Rue du Bac en París, Catherine Labouré, novicia del monasterio, acuñó una “medalla milagrosa” en la que se grabaron las palabras que ella vio durante la aparición de la Virgen: “Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a ti”. En 1858, después de las apariciones de la Virgen en Lourdes, Bernadette Soubirous refirió que la Virgen se le apareció diciendo “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Para tratar de comprender cuál es el significado en los diseños de Dios de la Inmaculada Concepción, qué sentido tiene para el hombre moderno la celebración de esta festividad, y sobre todo qué implica la existencia de una mujer sin pecado en la mediación de la Misericordia de Dios; ZENIT ha entrevistado el cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor del Tribunal de la Penitenciaría Apostólica.
Eminencia, se acerca la Inmaculada y, paradójicamente, parece “</strong>aumentar” la maldad en el mundo... ¿Qué nos puede decir al respecto como Penitenciario?
--Card. Piacenza: El lugar privilegiado de observación del foro interno sacramental, típico de la Penitenciaría Apostólica y el hecho de confesar habitualmente, me da la ocasión de formular algunas reflexiones sobre el mysterium iniquitatis por lo que se convierte de gran importancia la certeza de la existencia de un punto de la humanidad no manchado por el pecado. ¡Esta es la beata Virgen María!
¿Quién es realmente la Inmaculada?
--Card. Piacenza: María Santísima, la Madre del Señor, es Inmaculada por soberana disposición divina, en vista de la sublime tarea que se le ha asignado por la Providencia y acogida por su libertad y por la fuerza y con la fuerza de los méritos previstos por Cristo en la Cruz. La Inmaculada es la certeza de que la humanidad no es necesariamente pecadora. Existe en el universo un oasis, aunque sea pequeño, que no está marcado por el pecado. Podemos mirar a ello con plena realización de todo lo que es nuestro corazón, y de todo lo que nuestro corazón, en los más profundo, desea.
¿Pero este misterio nos concierne también a nosotros? ¿Qué dice al hombre de hoy?
--Card. Piacenza: Ciertamente nos concierne también a cada uno de nosotros, sobre todo en los dramas colectivos y personales de cada día, todos tenemos una necesidad absoluta de la Inmaculada: tenemos una necesidad absoluta de su total pertenencia a nuestro ser criatura, a nuestra experiencia humana concreta y, al mismo tiempo, de su total alienación al pecado. Una alienación que --mirándolo bien-- es un deseo humano profundo y que aumenta, proporcionalmente, a la visibilidad global y a la violencia del mal en el mundo, un deseo que no puede, al final, ser sofocado de alguna experiencia negativa. En cuanto abismal a veces puede ser el mal en el que los hombres se precipitan, nuestro corazón está hecho para la armonía que brilla en la Inmaculada. Y hay siempre en el fondo de cada hombre, aún degradado, una semilla de nostalgia de bien, que la caridad personal nos impone valorar.
¿Cómo se hace para resistir al mal del mundo? ¿Cómo vencerlo con el bien?
--Card. Piacenza: La primera forma de “resistencia al mal” es reconocerlo, llamarlo por su nombre, sin mistificaciones. Podremos decir que el pecado más grande es no reconocer el pecado y estructurar formas de autojustificación que, de hecho, banalizan la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Son siempre ediciones actualizadas y, más o menos, veladas de la antigua herejía agnóstica.
Si del abismo del mal, aunque sea sólo en un instante, se eleva la mirada a la Inmaculada, Ella, la toda Hermosa, la toda Santa, la toda Pura, con su omnipotencia suplicante, es capaz de obtener todo de su Hijo, Único Redentor, todo puede ser sanado por su mediación providente, todo puede ser saludablemente irradiado por su mirada materna.
¿Es esta la “novedad” del Cristianismo?
--Card. Piacenza: ¡También esta! En la Inmaculada está plenamente realizada la profecía, según la cual el Señor “hace nuevas toda las cosas” (cfr. Ap 21,5). Y nuestro tiempo tiene gran necesidad de tal renovación profunda. María es la novedad absoluta, María es la criatura nueva definitiva, no como cualquier bautizado, por ser redimido, sino porque está misteriosamente preservada en vista de los méritos de Cristo. La existencia de este “fragmento” del universo creado, que nunca ha conocido sombra de pecado, dilata en cada uno el corazón y la mirada; hace capaz de nuevas maravillas y sostiene la certeza que, contra todas las fealdades del hombre y de la historia, la última palabra es “Misericordia”.
¡Una Misericordia de Dios siempre ofrecida y nunca negada!
¿María ha vivido realmente como persona auténtica, como mujer libre?
--Card. Piacenza: La Inmaculada es Aquella, en la cual el don luminoso de la libertad, que Dios da a cada criatura humana, es usada de la forma más plena y perfecta. María, como cada uno de nosotros, y a diferencia del Hijo, obedece por fe, mostrando a la humanidad cómo es posible un uso pleno de la libertad y una obediencia cumplida, permaneciendo en la dimensión exodal de la fe. Nuestra misma libertad humana, que no puede nunca ser reducida a un capricho arbitrario, tiene en María un ejemplo luminoso y una fuente de esperanza. ¡El hombre mariano es un hombre libre! La Iglesia es mariana y por eso es libre.
¿Cuál es el momento más significativo, en este sentido, de la vida de María?
--Card. Piacenza: El vértice de la libertad de María es su “Eh aquí” al Anuncio del ángel. Es su “sí” pronunciado delante de un encuentro y de una propuesta, como sucede aún hoy para todo anuncio cristiano.
Un “eh aquí”, el de María, que, como un rayo de luz cálido y luminoso, atraviesa toda la historia hasta la consumación de los siglos; hasta la definitiva construcción del templo: la nueva Jerusalén.
Un “eh aquí” que, por sí solo, puede disipar las tinieblas más oscuras, indicando con fuerza el camino: Jesucristo, camino, verdad y vida.
Un “eh aquí” que es la vibrante sacudida de la libertad de una desconocida y valiente joven de Nazaret, y que nos recuerda que cada acto humano libre, tiene valor infinito, porque está en relación con el infinito.
¿El “eh aquí” de María es para siempre?
--Card. Piacenza: La beata Virgen María extiende su manto sobre toda la historia de la salvación, precisamente a través de su “eh aquí”, que es la reverberación eficaz y consoladora, cierta y vibrante, real y conjunto profético, de la posibilidad de la derrota definitiva del mal, ya en la historia. Es la Inmaculada la mujer que en el Génesis es proféticamente indicada como aquella que “aplastará la cabeza de la serpiente”, y es la Inmaculada la mujer “vestida de sol con la luna bajo sus pies y coronada de doce estrellas” de la visión de la apocalipsis.
¿Cómo vivir entonces “cercanos” a la Madre del Señor?
--Card. Piacenza: Todos los hombres y las mujeres de la historia pueden consagrarse a Ella, como “camino seguro” de la ofrenda total de sí mismo a Dios, en el Hijo Jesucristo. ¡A Ella y a su Corazón Inmaculado debemos confiar nuestras existencias! A su intercesión siempre confiamos la Iglesia y toda la humanidad, el Papa y los obispos, las familias, los jóvenes, los ancianos, los que sufren y los llamados ‘alejados’.
La existencia de la toda pulcra es, de hecho, auténtico horizonte de cristiana y humana esperanza. P or eso Dante la definió como “fuente vivaz de esperanza”.
¿Esta no podría ser una lectura demasiado “espiritual”, en contra de varias posiciones que reclaman un nuevo reconocimiento de la mujer en la Iglesia?
--Card. Piacenza: No diría “espiritual”, si no en la acepción cristiana del término, es decir, real. ¡María Santísima es todo esto! La misma Iglesia vive de forma conjunta el principio mariano-carismático y petrino-institucional. Y los dos principios son del todo inseparables: no hay carisma, sin institución que lo acoja, y no hay institución que no sea, ella misma, carismática; tanto es verdad que la misma sucesión apostólica se transmite con la imposición de las manos, por medio, precisamente, carismático. María y Pedro, en la Iglesia, son constitutivamente inseparables. ¿Y quién es más grande de los dos? ¡Ciertamente María!
Si usted se refiere al reiterado tema de la ordenación sacerdotal de las mujeres, no puedo más que citar el papa Francisco que afirma textualmente: “La Iglesia ha hablado y ha dicho no. Juan Pablo II se ha pronunciado con una formulación definitiva, esa puerta está cerrada” (Rueda de prensa, 28/07/2013).
Desde el punto de vista teológico, en un contexto cultural que pone cada vez más violentamente un discusión la misma unidad-dual hombre-mujer, creo que tiene que haber una profunda y eficaz “alianza antropológica”, fundada primero en la razón y por tanto sobre la Revelación.
Desde el punto de vista de la “visibilidad” de la mujer en la Iglesia, y en sus “estructuras”, no se trata de prever una “cuota femenina”; a la Iglesia, de hecho, le basta el bautismo. Pero nada objetivamente impediría, por ejemplo, tener una mujer en los vértices de estructuras vaticanas, donde no se requiera la ordenación. Pensemos en las comunicaciones sociales, en los ámbitos financieros, caritativos, culturales, etc. En todos esos puesto donde no se requiera la ordenación sacerdotal, el único criterio debe ser la competencia real y la identificación con el pensamiento y el obrar de la Iglesia.
¿Realmente cree que esto sea posible?
--Card. Piacenza: El hecho de que las mujeres no puedan recibir la sagrada ordenación, no implica en absoluto un “sometimiento”. En la Iglesia todos estamos al servicio, y el Papa es “Siervo de siervos de Dios”; estar al servicio del Reino no tiene nada que ver con el “servilismo”, así como el mundo lo entiende; los santos nos enseñan que “servir” en este sentido es “reinar”. Cada uno está llamado a florecer, como María Santísima, allí donde el Señor le ha puesto. Sabiendo que ninguna flor es más bonita ni está más perfumada que la Rosa Mística, la “sierva del Señor”.