MADRID, martes 11 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Por su reciedumbre personal, espiritual y apostólica se han apreciado en Maravillas rasgos que también caracterizaron a la gran santa castellana, su fundadora y maestra, Teresa de Jesús.
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Por Isabel Orellana Vilches
Nació en Madrid el 4 de noviembre de 1891. Pertenecía a una familia aristocrática muy religiosa. Era la cuarta y última hija de los Marqueses de Pidal. Su padre fue sucesivamente Ministro de Fomento y embajador de España ante la Santa Sede y había actuado a favor de la Iglesia distinguiéndose por sus iniciativas apostólicas. Y su madre, igualmente comprometida eclesialmente, estaba emparentada con la más alta nobleza, de modo que Maravillas recibió una excelente educación. Pertrechada en la fe y finura espiritual que se respiraba en su hogar, dio ejemplo de caridad tratando de paliar las graves carencias de gente que no tenía posibles.
Sus modelos de vida eran dos grandes santos: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, figuras señeras de la Orden carmelita. Con la determinación a seguir sus pasos, sintiéndose profundamente conmovida por el amor de Jesucristo y alentada por su devoción a María, cuando contaba con 21 años consagró su castidad en la intimidad. Más tarde, el 12 de octubre de 1919 ingresó en el convento carmelita de El Escorial; profesó en 1921. De su impronta apostólica –que emanó del Sagrario, ante el que oraba sin imponerse límite alguno–, surgió la fundación del Carmelo en el Cerro de los Ángeles, lugar emblemático y punto neurálgico del territorio español. Allí se había erigido el monumento en honor del Sagrado Corazón de Jesús, y España fue consagrada a él por el monarca Alfonso XIII el 30 de mayo de ese año. Para iniciar su obra, la santa contaba con la aprobación del prelado de Madrid-Alcalá. Con objeto de ocuparse de los preparativos, se instaló en Getafe junto a otras religiosas. En 1926 tuvo lugar la apertura del convento, y ella fue elegida priora de la comunidad. Rápidamente fueron bendecidas con numerosas vocaciones en las que entrevió un signo para continuar extendiendo el Carmelo. Pero en 1936 estalló la Guerra Civil, y la comunidad padeció numerosos sobresaltos.
Sin temer a la muerte, en un rasgo de generosidad y valentía que brotaba de su fe, se había ofrecido heroicamente a Pío XI para defender la imagen del Sagrado Corazón en el caso de que se atentase contra la imagen. El Pontífice aceptó su propuesta, pero las monjas fueron detenidas y conducidas a Getafe. Luego, tras un año largo de grandes zozobras soportadas en un piso madrileño, se vieron obligadas a abandonar Madrid. En su recorrido llegaron a Lourdes y de allí al territorio salmantino en 1937. El bellísimo paraje de las Batuecas, entonces apartado e inhóspito, fue su morada hasta que en 1939 regresaron al Cerro de los Ángeles, debiendo restaurar la que había sido su morada antes de la contienda. A lo largo de ese convulso periodo Maravillas había dado testimonio de templanza y fortaleza, infundiendo confianza y alegría en su derredor. Asentadas otra vez en el convento, brotaron abundantemente las vocaciones y, con ellas, la anhelada expansión apostólica que se hizo notar en varias provincias españolas y en la India con la apertura de nuevas fundaciones, diez en total, emprendidas por esta santa carmelita.
Espiritualmente fue una ejemplar asceta y es considerada una gran mística. Se caracterizó por su austeridad. Se abrazo felizmente a la pobreza, contribuyendo con su trabajo al sostenimiento de la comunidad. Con los medios económicos que poseía, entre otras acciones, propició la creación de casas para personas sin recursos, una Iglesia y un colegio, costeó estudios a seminaristas, puso en marcha una fundación destinada a religiosas enfermas, adquiriendo también una vivienda para su alojamiento en el caso que fuera preciso, etc. Muchas de estas iniciativas las impulsó dentro de la clausura del convento de la Aldehuela, donde murió. A ella se debe la existencia de la «Asociación de Santa Teresa» que aglutina a los conventos que fundó.
Amable, discreta, paciente, confiada, dadora de paz, vivía lejos de sí, entregada a la oración y a la penitencia. Ejercitaba la caridad con todos, preocupándose por la más mínima de sus necesidades. Gran apóstol, solía decir: «Me abraso en deseos de que las almas vayan a Dios». La conciencia de su pequeñez, que le hacía considerarse «una nada pecadora» da cuenta de su afán por la unión plena con Dios: «No quiero la vida más que para imitar lo más posible la de Cristo». Hasta el fin, como hizo en el proceso de su enfermedad, quiso cumplir la voluntad de Dios. Siempre había dicho a sus hijas: «Lo que Dios quiera, como Dios quiera, cuando Dios quiera». Falleció, mientras decía: «¡Qué felicidad morir carmelita!», el 11 de diciembre de 1974. Fue beatificada por Juan Pablo II el 10 de mayo de 1998 y canonizada por él , el 4 de mayo de 2003.