CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 8 diciembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI este jueves, solemnidad de la Inmaculada Concepción, al rezar la oración mariana del Ángelus.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Celebramos hoy la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Es un día de intenso gozo espiritual, en el que contemplamos a la Virgen María, «humilde y alta más que cualquier criatura, término fijo del consejo eterno», como canta el sumo poeta Dante (Paraíso, XXXIII, 3). En ella resplandece la eterna bondad del Creador que, en su designio de salvación la eligió para ser madre de su unigénito Hijo, y, en previsión de su muerte, la preservó de toda mancha de pecado (Cf. oración colecta). De este modo, en la Madre de Cristo y Madre nuestra, se ha realizado perfectamente la vocación de todo ser humano. Todos los hombres, recuerda el apóstol Pablo, están llamados a ser santos inmaculados en presencia de Dios en el amor (Cf. Efesios 1,4). Al contemplar a la Virgen, ¿cómo es posible no volver a despertar en nosotros, sus hijos, la aspiración a la belleza, a la bondad, a la pureza del corazón? Su celestial candor nos atrae hacia Dios, ayudándonos a superar la tentación de una vida mediocre, hecha de compromisos con el mal, para orientarnos decididamente hacia el auténtico bien, que es manantial de alegría.
En este día, mi pensamiento se dirige al 8 de diciembre de 1965, cuando el siervo de Dios Pablo VI clausuró solemnemente el Concilio Ecuménico Vaticano II, el acontecimiento eclesial más grande del siglo XX, que el beato Juan XXIII había comenzado tres años antes. En medio de la exultación de numerosos fieles en la plaza de San Pedro, Pablo VI confió la aplicación de los documentos conciliares a la Virgen María, invocándola con el dulce título de Madre de la Iglesia. Al presidir esta mañana una solemne celebración eucarística en la Basílica Vaticana he querido dar gracias a Dios por el don del Concilio Vaticano II. Además, he querido alabar a María santísima por haber acompañado estos cuarenta años de vida eclesial, ricos de tantos acontecimientos.
De forma especial, María ha velado con maternal cuidado por los pontificados de mis venerados predecesores, cada uno de los cuales ha guiado la barca de Pedro por la ruta de la auténtica renovación conciliar, trabajando incesantemente por la fiel interpretación y ejecución del Concilio Vaticano II
Queridos hermanos y hermanas, como coronación de esta jornada, dedicada toda ella a la Virgen santa, siguiendo una antigua tradición, durante la tarde me acercaré a la Plaza de España, a los pies de la estatua de la Inmaculada. Os pido que os unáis espiritualmente a mí en esta peregrinación, que pretende ser un acto de filial devoción a María, para encomendarle la amada ciudad de Roma, la Iglesia y toda la humanidad.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]