Como obispos, somos testigos
de las consecuencias humanas de la migración
en la vida diaria de la sociedad.
CPC, 4.


Estimados hermanos y hermanas en la fe.

Nos despierta una inquietante situación que hemos estado viviendo a lo largo de los años, la migración; por un momento nos hemos acostumbrado a ver que nuestra gente partía, iba y venía y teníamos tiempo para celebrar las fiestas del hijo ausente y la fiesta de los paisanos etc., acostumbrados al ritmo del vaivén de los pueblos.

Hoy la situación se torna diferente, nos hemos convertido en un pueblo que ve pasar al extraño al extranjero y que ve sus comunidades solas porque la gente se va y cada vez se van más y en este irse y transitar por el pueblo mexicano, hemos sido testigos de tantas cosas, desde los migrantes que logran llegar a su sueño y triunfar, hasta aquellos que son vejados, maltratados, lastimados e impedidos o mutilados en su búsqueda de una vida mejor; como bautizados, no podemos callar y ser cómplices de quien abusa contra la dignidad de los hijos e hijas de Dios.

En estos últimos días, hemos venido acompañando la suerte de nuestros hermanos centroamericanos varados en Tenosique, Tabasco, el apoyo que la Iglesia como madre ofreció a quien lo pudo dar y el que no pudo ser apoyado y acompañado, fue presa fácil de un sin número de abusos y corrupciones de violaciones a sus derechos humanos como persona y como Hijo de Dios.

Hoy somos testigos de una deportación a una mujer mexicana que estuvo luchando por buscar una reunificación familiar como indocumentada, un caso como éste, tiene que ser público para despertarnos y recordar la situación injusta que viven los y las migrantes en los países que se desarrollan por su fuerza laboral.

Sin duda en esas mismas condiciones se encuentran tantos hombres y mujeres que en silencio o escondidos, tienen que vivir en la “oscuridad” del país que se beneficia y crece por la mano de obra barata y la fuerza laboral; cuántas familias como éstas están ahí, esperando por una reforma migratoria, y cuantas tenemos aquí en nuestro país en la misma situación, en la Carta Pastoral Conjunta expresábamos la vulnerabilidad en que quedan nuestros pueblos al estar involucrados en todos los aspectos del fenómeno migratorio, cómo quedan las familias devastadas por la pérdida de aquellos seres queridos, los niños que viven en la soledad desde el momento que sus padres les son arrancados. Las consecuencias son de enorme gravedad a nivel personal, familiar, cultural, la pérdida del capital humano de millones de personas, profesionales calificados, investigadores y amplios sectores campesino, nos va empobreciendo cada día más. (cfr CPC, 4; Ap. 73)

Como comunidad en la fe, nos debemos cuestionar por el trato que brindamos a los más vulnerables entre nosotros. Esta actitud hacia los migrantes, desafía la conciencia de los católicos, en especial de los servidores públicos, de las autoridades, de los que definen las políticas públicas, de los habitantes de las comunidades fronterizas o de tránsito y de los prestadores de servicio jurídico y social que ejerciendo su función como servidores públicos se dejen apelar por su conciencia de cristianos, (cfr. CPC, 6).

No podemos seguir permitiendo tanta violación a los derechos humanos y desintegración familiar a la que hermanos y hermanas nuestras se ven expuestos, porque no son solamente ellos los lastimados sino toda la Iglesia, toda la familia de Dios que se ve violentada, trastocada en lo más sagrado que tiene, la persona misma y la INTEGRACIÓN FAMILIAR, en quien nosotros vemos al mismo Señor Jesús y la familia de Nazaret, donde nuestro Señor Jesús crecía en gracia y sabiduría. (cf. Lc 2,40) y a la que muchos hermanos y hermanas migrantes no les hemos permitido crecer.

La apelación es a todos los hombres y mujeres de buena voluntad para que nuestra acción desde los diferentes servicios que realicemos a la Nación, sea evangelizadora y con ella mostremos ser discípulos y misioneros de Cristo, Camino, Verdad y Vida, para que todos los pueblos tengan vida en él.

Seamos portadores de la Vida y de la Esperanza, como tal, vivamos con los y las migrantes que acogemos y que servimos en nuestro amado País.

En Cristo,
+ Mons. Rafael Romo Muñoz
Arzobispo de Tijuana y
Responsable de la Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana-CEM