Donación de órganos, donación de vida

Por el cardenal cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona

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BARCELONA, sábado, 5 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la carta que ha escrito el cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, con el título «Donación de órganos, donación de vida».

 

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       Recientemente, he recibido una petición que en cierto sentido se puede considerar insólita: una cadena de televisión de Rumania envió a Barcelona una periodista y ésta me pidió unas declaraciones sobre el trasplante de órganos. Cuando le pregunté el motivo de su interés, me respondió que en su país admiraban los esfuerzos de España, y concretamente de los católicos, para salvar vidas humanas con el trasplante de órganos. Una actividad humanitaria en la que nuestro país ocupa el primer lugar en el mundo, o por lo menos uno de los primeros, como se ha divulgado en diversas ocasiones.

       El trasplante de un órgano, dado y extraído del cuerpo de una persona clínicamente muerta -hecha en  unas condiciones que respeten tanto la dignidad del donante difunto como la del beneficiario- es actualmente un medio al que se puede recurrir para salvar la vida de ciertos enfermos o para poner remedios a carencias físicas muy penosas, como las repetidas sesiones de diálisis. Juan Pablo, II en la encíclica Evangelium vitae, afirmó que una de las maneras de promover una verdadera cultura de la vida «es la donación de órganos, hecha de una forma éticamente aceptable, que permite a unos enfermos, que a menudo no tienen esperanza de curación, encontrar unas nuevas perspectivas de salud y de vida». Y trató este tema con más detalle en su discurso al XVIII Congreso Médico Internacional sobre Trasplantes, celebrado en Roma en agosto del año 2000, en el que insistió en los criterios de constatación de la muerte como acto previo a toda extracción de un órgano. No entramos ahora en la consideración del caso especial de la posible donación hecha por una persona en vida, como en el caso de la donación de un riñón para salvar la vida de una persona.

       En realidad, son muchas las personas que esperan un trasplante y lo viven con una presión psicológica bien explicable. A veces se trata de personas que lo esperan para sí mismas; a veces son padres y madres que lo esperan para sus hijos. De la duración de esta espera puede seguirse un agravamiento de la enfermedad y a veces incluso la muerte, muerte que con el recurso a un trasplante podría ser evitada.

       Ciertamente es una cuestión delicada, ya que a menudo la posibilidad de donación se plantea en circunstancias dolorosas para las personas que han de tomar las decisiones. Hemos de comprender estas situaciones tan delicadas. No obstante, parece necesario que la sociedad promueva una reflexión sobre este gesto a fin de ir creando una mentalidad favorable, lo que ayudaría a hacer más asumible la decisión de favorecer las donaciones de órganos.

       Los obispos de Francia, en una nota publicada por su Comisión de Acción Social en 1996, decían esto: «Invitamos a una reflexión personal y a hablarlo en familia y en el interior de las comunidades parroquiales o de las asociaciones cristianas. Al hacer este llamamiento, no pretendemos hacer una presión indebida sobre las conciencias. Os invitamos sobre todo a tomar conciencia de que la muerte puede llegar a nosotros o a nuestros seres queridos de forma imprevista, y que a veces esta muerte puede convertirse en la ocasión para realizar un acto de solidaridad de gran valor».

       En su discurso al congreso médico antes citado, Juan Pablo II les decía: «Es necesario promover todo aquello que nos lleve a un reconocimiento auténtico y profundo de la necesidad del amor fraternal. Y este amor puede encontrar una de sus expresiones en la decisión de convertirse en donante de órganos».

+ Lluís Martínez Sistach

Cardenal arzobispo de Barcelona

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ZENIT Staff

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