Discurso del Papa a los obispos de Estados Unidos

En el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción de Washington

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WASHINGTON, jueves, 17 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Benedicto XVI dirigió en la tarde de este miércoles a los obispos de los Estados Unidos en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción de Washington.

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Queridos Hermanos Obispos:

Grande es mi alegría al saludaros hoy, al principio de mi visita en este País, a la vez que doy las gracias al Cardenal George las amables palabras que me ha dirigido en nombre vuestro. Deseo agradecer a cada uno de vosotros, especialmente a los Oficiales de la Conferencia Episcopal, el intenso trabajo que ha afrontado para la preparación de este viaje. Expreso también mi reconocimiento al personal y a los voluntarios del Santuario Nacional, los cuales nos han acogido aquí esta tarde. Los católicos de América son conocidos por su afecto leal a la Sede de Pedro. Mi visita pastoral aquí es una ocasión para reforzar ulteriormente los vínculos de comunión que nos unen. Hemos iniciado con la celebración de la Oración de la Tarde en esta Basílica dedicada a la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, santuario de especial significado para los católicos americanos, justo en el corazón de vuestra Capital. Unidos en oración con María, Madre de Jesús, encomendamos amorosamente a nuestro Padre celestial al Pueblo de Dios de cada región de Estados Unidos.

Para las comunidades católicas de Boston, Nueva York, Filadelfia y Louisville, éste es un año de celebraciones particulares, puesto que marca el bicentenario de la erección de estas Iglesias como Diócesis. Me uno a vosotros en la acción de gracias por los muchos dones celestiales concedidos a la Iglesia en estos lugares a lo largo de dos siglos. Puesto que el presente año marca también el bicentenario de la erección de la sede fundadora, Baltimor, como arquidiócesis, esto me ofrece la oportunidad de recordar con admiración y gratitud la vida y el ministerio de John Carroll, primer Obispo de Baltimor y digno pastor de la comunidad católica en vuestra Nación, independiente desde hacía poco. Sus incansables esfuerzos por difundir el Evangelio en el vasto territorio encomendado a su cuidado pastoral pusieron las bases de la vida eclesial en vuestro País y permitieron a la Iglesia en América crecer hacia su madurez. Hoy la comunidad católica que servís es una de las más vastas del mundo y una de los más influyentes. Cuán importante es, pues, procurar que vuestra luz brille ante vuestros conciudadanos y en el mundo «para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5, 16).

Muchas personas, entre las cuales John Carroll y sus hermanos Obispos que ejercieron el ministerio hace dos siglos, llegaron desde lejanas tierras. La diversidad de sus orígenes está reflejada en la rica variedad de la vida eclesial de la América actual. Queridos Hermanos Obispos, deseo animaros, así como a vuestras comunidades, a seguir acogiendo a los inmigrantes que se unen hoy a vuestras filas, compartir sus alegrías y esperanzas, acompañarlos en sus sufrimientos y pruebas, y ayudarlos a prosperar en su nueva casa. Esto, por otra parte, es lo que hicieron vuestros conciudadanos durante generaciones. Ya desde el principio, ellos abrieron las puertas a los desanimados, a los pobres, a las «masas que se agolparon anhelando respirar libertad» (cf. Soneto grabado en la Estatua de la Libertad). Éstas fueron las personas que formaron América.

Entre quienes vinieron aquí para construirse una nueva vida, muchos fueron capaces de hacer buen uso de los recursos y de las oportunidades que encontraron, y alcanzar un alto nivel de prosperidad. En verdad, los ciudadanos de este País son conocidos por su gran vitalidad y creatividad. Son conocidos incluso por su generosidad. Después del ataque a las Torres Gemelas, en septiembre del 2001, y todavía después del huracán Katrina en el 2005, los americanos han mostrado su disponibilidad en ayudar a sus hermanos y hermanas necesitados. A nivel internacional, la contribución ofrecida por el pueblo de América a las operaciones de socorro y salvamento después del tsunami de diciembre del 2004 es una nueva muestra de esta compasión. Permitidme que exprese un particular reconocimiento por las innumerables formas de asistencia humanitaria ofrecidas por los católicos americanos a través de las Cáritas católicas y de otras agencias. Su generosidad ha dado sus frutos en la atención a los pobres y necesitados, como también en la energía manifestada en la construcción de la red nacional de parroquias católicas, hospitales, escuelas y universidades. Todo eso constituye un sólido motivo para dar gracias.

América es también una tierra de gran fe. Vuestra gente es bien conocida por el fervor religioso y está orgullosa de pertenecer a una comunidad orante. Tiene confianza en Dios y no duda en introducir en los discursos públicos argumentos morales basados en la fe bíblica. El respeto por la libertad de religión está profundamente arraigado en la conciencia americana, un dato que de hecho ha favorecido que este País atrajera generaciones de inmigrantes a la búsqueda de una casa donde poder dar libremente culto a Dios según las propias convicciones religiosas.

En este contexto me es grato poner de relieve la presencia entre vosotros de Obispos de todas las venerables Iglesias orientales en comunión con el Sucesor de Pedro: os saludo con especial alegría. Queridos Hermanos, os pido que comuniquéis a vuestras comunidades mi profundo afecto y la oración incesante, tanto por ellas como también por tantos hermanos y hermanas que han quedado en su tierra de origen. Vuestra presencia en este País recuerda el valiente testimonio por Cristo de numerosos miembros de vuestras comunidades que a menudo sufren en su propia Patria. Esto es también una gran riqueza para la vida eclesial en América, ya que ofrece una vigorosa expresión de la catolicidad de la Iglesia y de la variedad de sus tradiciones litúrgicas y espirituales.

En esta fértil tierra, alimentada por tan numerosos y diferentes manantiales, es donde vosotros, queridos Obispos, estáis llamados hoy a esparcir la semilla del Evangelio. Esto me lleva a preguntarme ¿cómo, en el siglo veintiuno, puede un Obispo cumplir del mejor modo posible el llamado a «renovarlo todo en Cristo, nuestra esperanza»? ¿Cómo puede guiar a su pueblo al «encuentro con el Dios vivo», fuente de aquella esperanza que transforma la vida de la que habla el Evangelio? (cf. Spe salvi, 4). Quizás necesita derribar ante todo algunas barreras que impiden este encuentro. Si bien es verdad que este País está marcado por un auténtico espíritu religioso, la sutil influencia del laicismo puede indicar sin embargo el modo en el que las personas permiten que la fe influya en sus propios comportamientos. ¿Es acaso coherente profesar nuestra fe el domingo en el templo y luego, durante la semana, dedicarse a negocios o promover intervenciones médicas contrarias a esta fe? ¿Es quizás coherente para católicos practicantes ignorar o explotar a los pobres y marginados, promover comportamientos sexuales contrarios a la enseñanza moral católica, o adoptar posiciones que contradicen el derecho a la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte natural? Es necesario resistir a toda tendencia que considere la religión como un hecho privado. Sólo cuando la fe impregna cada aspecto de la vida, los cristianos se abren verdaderamente a la fuerza transformadora del Evangelio.

Para una sociedad rica, un nuevo obstáculo para un encuentro con el Dios vivo está en la sutil influencia del materialismo, que por desgracia puede centrar muy fácilmente la atención sobre el «cien veces más» prometido por Dios en esta vida, a cambio de la vida eterna que promete para el futuro (Mc 10,30). Las personas necesitan hoy ser llamadas de nuevo al objetivo último de su existencia. Necesitan reconocer que en su interi
or hay una profunda sed de Dios. Necesitan tener la oportunidad de enriquecerse del pozo de su amor infinito. Es fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen; es fácil cometer el error de creer que se puede conseguir con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más profundas. Ésta es una ilusión. Sin Dios, el cual nos da lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar (cf. Spe salvi, 31), nuestras vidas están realmente vacías. Las personas necesitan ser llamadas continuamente a cultivar una relación con Cristo, que ha venido para que tuviéramos la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). La meta de toda nuestra actividad pastoral y catequética, el objeto de nuestra predicación, el centro mismo de nuestro ministerio sacramental ha de ser ayudar a las personas a establecer y alimentar semejante relación vital con «Jesucristo nuestra esperanza» (1 Tm 1,1).

En una sociedad que da mucho valor a la libertad personal y a la autonomía es fácil perder de vista nuestra dependencia de los demás, como también la responsabilidad que tenemos en las relaciones con ellos. Esta acentuación del individualismo ha influenciado incluso a la Iglesia (cf. Spe salvi, 13-15), dando origen a una forma de piedad que a veces subraya nuestra relación privada con Dios en detrimento del llamado a ser miembros de una comunidad redimida. Sin embargo, ya desde el principio, Dios vio que «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18). Hemos sido creados como seres sociales que se realizan solamente en el amor a Dios y al prójimo. Si queremos tener verdaderamente fija la mirada hacia Él, fuente de nuestra alegría, tenemos que hacerlo como miembros del Pueblo de Dios (cf. Spe salvi, 14). Si pareciera que esto va en contra de la cultura actual, sería sencillamente una nueva prueba de la urgente necesidad de una renovada evangelización de la cultura.

Aquí en América habéis sido bendecidos con un laicado católico de considerable variedad cultural, que dedica sus propios y multiformes talentos al servicio de la Iglesia y de la sociedad en general. Este laicado mira hacia vosotros para recibir estímulo, guía y orientación. En una época saturada de informaciones, la importancia de ofrecer una sólida formación de la fe no corre el riesgo de ser sobrevalorada. Los católicos americanos han reconocido, por tradición, un alto valor a la educación religiosa, tanto en las escuelas como en el conjunto de los programas de formación para adultos: conviene mantenerlo y difundirlo. Los numerosos hombres y mujeres que se dedican generosamente a las obras caritativas han de ser ayudados a renovar su compromiso mediante una «formación del corazón»: un «encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro» (Deus caritas est, 31). En una época en que el progreso de las ciencias médicas lleva nueva esperanza a muchos, pueden darse desafíos éticos impensables anteriormente. Esto hace que sea más importante que nunca asegurar una sólida formación en las enseñanzas morales de la Iglesia para aquellos católicos que trabajan en el ámbito de la salud. Es necesaria una sabia guía en todos estos campos de apostolado para que puedan producir frutos abundantes. Si de verdad quieren promover el bien integral de la persona, ellos mismos han de renovarse en Cristo nuestra esperanza.

Como anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica, vosotros estáis llamados también a participar en el intercambio de ideas en la esfera pública, para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas. En un contexto en el que se aprecia la libertad de palabra y se anima un debate firme y honesto, se respeta vuestra voz que tiene mucho que ofrecer a la discusión sobre las cuestiones sociales y morales de la actualidad. Al promover que el Evangelio sea escuchado de modo claro, no solamente formáis a las personas de vuestra comunidad, sino que, en el ámbito de la más vasta platea de la comunicación de masas, ayudáis a difundir el mensaje de la esperanza cristiana en todo el mundo.

Está claro que la influencia de la Iglesia en el público debate se realiza a niveles muy diferentes. En Estados Unidos, como en otras partes, hay actualmente muchas leyes ya en vigor o en discusión que suscitan preocupación desde el punto de vista de la moralidad, y la comunidad católica, bajo vuestra guía, debe ofrecer un testimonio claro y unitario sobre estas materias. No obstante, es más importante aún la apertura gradual de las mentes y de los corazones de la comunidad más amplia a la verdad moral: aquí hay todavía mucho por hacer. En este ámbito es crucial el papel de los fieles laicos para actuar como «levadura» en la sociedad. Sin embargo, no se debe dar por supuesto que todos los ciudadanos católicos piensen de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia sobre las cuestiones éticas fundamentales de hoy. Una vez más es vuestro deber procurar que la formación moral ofrecida a cada nivel de la vida eclesial refleje la auténtica enseñanza del Evangelio de la vida.

A este respecto, un tema de profunda preocupación para todos nosotros es la situación de la familia dentro de la sociedad. Es verdad: el Cardenal George ha recordado antes cómo vosotros habéis fijado la consolidación del matrimonio y de la vida familiar entre las prioridades de vuestra atención pastoral en los próximos años. En el Mensaje de este año para la Jornada Mundial de la Paz, he hablado de la contribución esencial que una vida familiar sana ofrece a la paz en y entre las Naciones. En el hogar familiar se experimentan «algunos elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo» (n. 3). La familia, además, es el lugar primario de la evangelización, en la transmisión de la fe, ayudando a los jóvenes a apreciar la importancia de la práctica religiosa y la observancia del domingo. ¿Cómo no sentirse desconcertados al observar la rápida decadencia de la familia como elemento básico de la Iglesia y de la sociedad? El divorcio y la infidelidad están aumentando, y muchos jóvenes hombres y mujeres deciden retrasar la boda o incluso evitarla completamente. Algunos jóvenes católicos consideran el vínculo sacramental del matrimonio poco distinto de una unión civil, o lo entienden incluso como un simple acuerdo para vivir con otra persona de modo informal y sin estabilidad. Como consecuencia se percibe una alarmante disminución de bodas católicas en Estados Unidos, junto con un aumento de convivencias en las que está simplemente ausente la recíproca autodonación de los novios a la manera de Cristo, mediante el sello de una promesa pública de vivir las exigencias de un compromiso indisoluble para toda la existencia. En esas circunstancias se les niega a los hijos el ambiente seguro que necesitan para crecer como seres humanos, e incluso se niegan a la sociedad aquellos pilares estables que son necesarios si se quiere mantener la cohesión y el centro moral de la comunidad.

Como enseñó mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, «el primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el obispo… que debe dedicar interés, atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias y a cuantos le ayudan en el pastoral de la familia» (Familiaris consortio, 73). Es vuestro deber proclamar con fuerza los argumentos de fe y de razón que hablan del instituto del matrimonio, entendido como compromiso para la vida entre un hombre y una mujer, abierto a la transmisión de la vida. Este mensaje debería resonar ante las personas de hoy, ya que es esencialmente un «sí» incondicional y sin reservas a la vida, un «sí» al amor y un «sí» a las aspiracione
s del corazón de nuestra común humanidad, a la vez que nos esforzamos en realizar nuestro profundo deseo de intimidad con los demás y con el Señor.

Entre los signos contrarios al Evangelio de la vida que se pueden encontrar en América, pero también en otras partes, hay uno que causa profunda vergüenza: el abuso sexual de los menores. Muchos de vosotros me habéis hablado del enorme dolor que vuestras comunidades han sufrido cuando hombres de Iglesia han traicionado sus obligaciones y compromisos sacerdotales con semejante comportamiento gravemente inmoral. Mientras tratáis de erradicar este mal dondequiera que suceda, tenéis que sentiros apoyados por la oración del Pueblo de Dios en todo el mundo. Justamente dais prioridad a las expresiones de compasión y apoyo a las víctimas. Es una responsabilidad que os viene de Dios, como Pastores, la de fajar las heridas causadas por cada violación de la confianza, favorecer la curación, promover la reconciliación y acercaros con afectuosa preocupación a cuantos han sido tan seriamente dañados.

La respuesta a esta situación no ha sido fácil y, como ha indicado el Presidente de vuestra Conferencia Episcopal, ha sido «tratada a veces de pésimo modo». Ahora que la dimensión y gravedad del problema se comprenden más claramente, habéis podido adoptar medidas de recuperación y disciplinares más adecuadas, y promover un ambiente seguro que ofrezca mayor protección a los jóvenes. Mientras se ha de recordar que la inmensa mayoría de los sacerdotes y religiosos en América llevan a cabo una excelente labor por llevar el mensaje liberador del Evangelio a las personas confiadas a sus cuidados pastorales, es de vital importancia que los sujetos vulnerables estén siempre protegidos de cuantos pudieran causarles heridas. A este respecto, vuestros esfuerzos por aliviarlos y protegerlos están dando no sólo gran fruto para quienes están directamente bajo vuestra cuidado pastoral, sino también para toda la sociedad.

No obstante, si queremos que las medidas y estrategias adoptadas por vosotros alcancen su pleno objetivo, conviene que se apliquen en un contexto más amplio. Los niños tienen derecho a crecer con una sana comprensión de la sexualidad y de su justo papel en las relaciones humanas. A ellos se les debería evitar las manifestaciones degradantes y la vulgar manipulación de la sexualidad hoy tan preponderante. Ellos tienen derecho a ser educados en los auténticos valores morales basados en la dignidad de la persona humana. Esto nos lleva a considerar la centralidad de la familia y la necesidad de promover el Evangelio de la vida. ¿Qué significa hablar de la protección de los niños cuando en tantas casas se puede ver hoy la pornografía y la violencia a través de los medios de comunicación ampliamente disponibles? Debemos reafirmar con urgencia los valores que sostienen la sociedad, a fin de ofrecer a jóvenes y adultos una sólida formación moral. Todos tienen un papel que desarrollar en este cometido, no sólo los padres, los formadores religiosos, los profesores y los catequistas, sino también la información y la industria del ocio. Ciertamente, cada miembro de la sociedad puede contribuir a esta renovación moral y sacar beneficio de ello. Cuidarse de verdad de los jóvenes y del futuro de nuestra civilización significa reconocer nuestra responsabilidad de promover y vivir los auténticos valores morales que hacen a la persona humana capaz de prosperar. Es vuestro deber de pastores que tienen como modelo Cristo, el Buen Pastor, proclamar de modo valiente y claro este mensaje y afrontar, por tanto, el pecado de abuso en el contexto más vasto de los comportamientos sexuales. Además, al reconocer el problema y al afrontarlo cuando sucede en un contexto eclesial, vosotros podéis ofrecer una orientación a los demás, dado que esta plaga se encuentra no sólo en vuestras Diócesis, sino también en cada sector de la sociedad. Esto exige una respuesta firme y colectiva.

Los sacerdotes necesitan también vuestra guía y cercanía durante este difícil tiempo. Ellos han experimentado vergüenza por lo que ha ocurrido y muchos de ellos se dan cuenta de que han perdido parte de aquella confianza que tenían una vez. No son pocos los que experimentan una cercanía a Cristo en su Pasión, a la vez que se esfuerzan por afrontar las consecuencias de esta crisis. El Obispo, como padre, hermano y amigo de sus sacerdotes, puede ayudarlos a sacar fruto espiritual de esta unión con Cristo, haciéndoles tomar conciencia de la consoladora presencia del Señor en medio de sus sufrimientos, y animándolos a caminar con el Señor por la senda de la esperanza (cf. Spe salvi, 39). Como observaba el Papa Juan Pablo II, hace seis años, «debemos confiar en que este tiempo de prueba lleve a la purificación de toda la comunidad católica», que conducirá «a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo y a una Iglesia más santa» (Mensaje a los Cardenales de Estados Unidos, 23 abril 2002, 4). Hay muchos signos de que, en el período siguiente, ha tenido de veras lugar esta purificación. La constante presencia de Cristo en medio de nuestros sufrimientos está transformando gradualmente nuestras tinieblas en luz: cada cosa es renovada realmente en Cristo Jesús, nuestra esperanza.

En este momento una parte vital de vuestra tarea es reforzar las relaciones con vuestros sacerdotes, especialmente en aquellos casos en que ha surgido tensión entre sacerdotes y Obispos como consecuencia de la crisis. Es importante que sigáis demostrándoles vuestra preocupación, vuestro apoyo y vuestra guía con el ejemplo. De esta modo los ayudaréis a encontrar al Dios vivo y los orientaréis hacia aquella esperanza que transforma la existencia de la que habla el Evangelio. Si vosotros mismos vivís de un modo que se configura íntimamente con Cristo, el Buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas, animaréis a vuestros hermanos sacerdotes a dedicarse de nuevo al servicio de la grey con la generosidad que caracterizó a Cristo. En verdad, si queremos ir adelante es preciso concentrarse más claramente en la imitación de Cristo con la santidad de vida. Tenemos que redescubrir la alegría de vivir una existencia centrada en Cristo, cultivando las virtudes y sumergiéndonos en la oración. Cuando los fieles saben que su pastor es un hombre que reza y dedica la propia vida a su servicio, corresponden con aquel calor y afecto que alimenta y sostiene la vida de toda la comunidad.

El tiempo pasado en la oración nunca es desperdiciado, por muy importantes que sean los deberes que nos apremian por todas partes. La adoración de Cristo nuestro Señor en el Santísimo Sacramento prolonga e intensifica aquella unión con Él que se realiza mediante la Celebración eucarística (cf. Sacramentum caritatis, 66). La contemplación de los misterios del Rosario difunde toda su fuerza salvadora conformándonos, uniéndonos y consagrándonos a Jesucristo (cf. Rosarium Virginis Mariae, 11.15). La fidelidad a la Liturgia de las Horas asegura que todo nuestro día sea santificado, recordándonos continuamente la necesidad de permanecer concentrados en cumplir la obra de Dios, no obstante todas las urgencias o las distracciones que pueden surgir ante las obligaciones que se han de cumplir. De esta manera, la devoción nos ayuda a hablar y actuar in persona Christi, a enseñar, gobernar y santificar a los fieles en el nombre de Jesús, llevando su reconciliación, su curación y su amor a todos sus queridos hermanos y hermanas. Esta radical configuración con Cristo Buen Pastor es el centro de nuestro ministerio pastoral, y si través de la oración nos abrimos nosotros mismos a la fuerza del Espíritu, Él nos concederá los dones que necesitamos para cumplir nuestra enorme tarea, de modo que no nos preocupemos nunca «de cómo o qué vamos a hablar» (cf. Mt 10,19).

Al concluir este discurso dirigido a vosotros esta tarde, encomiendo de manera muy particular a la Iglesia que está en vuestro País a la materna sol
icitud y a la intercesión de Maria Inmaculada, Patrona de Estados Unidos. Que ella, que llevó en su propio seno la esperanza de todas las Naciones, interceda por el pueblo de esta Nación, para que todos sean renovados en Cristo Jesús, su Hijo. Queridos Hermanos Obispos, expreso a cada uno de vosotros aquí presente mi profunda amistad y mi participación en vuestras preocupaciones pastorales. A todos vosotros, al clero, a los religiosos y a los fieles laicos imparto cordialmente la Bendición Apostólica, prenda de alegría y paz en Cristo Resucitado.

[Traducción distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 — Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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