Homilía de Benedicto XVI en las exequias por el cardenal López Trujillo

En la basílica vaticana de San Pedro

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 23 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este miércoles Benedicto XVI durante al liturgia de exequias que presidió por el cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Pontificio Consejo para la Familia, fallecido en Roma el sábado a la edad de 72 años.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

«Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda solo; si en cambio muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). El evangelista Juan preanuncia así la glorificación de Cristo a través del misterio de su muerte en la cruz. En este tiempo de Pascua, precisamente a la luz del prodigio de la Resurrección, estas palabras asumen una elocuencia aún más profunda e incisiva. Si bien es verdad que en ellas se advierte una cierta tristeza por la próxima separación de sus discípulos, también es verdad que Jesús indica el secreto para vencer el poder de la muerte. La muerte no tiene la última palabra, no es el final de todo, sino que, redimida por el sacrificio de la Cruz, puede ser ya el paso a la alegría de la vida sin fin. Dice Jesús: «Quien ama su vida la pierde y quien odia su vida en este mundo la conservará para la vida eterna» (Jn 12,25). Así que si aceptamos morir a nuestro egoísmo, si rechazamos cerrarnos a nosotros mismos y hacemos de nuestra vida un don a Dios y a los hermanos, también nosotros podremos conocer la rica fecundidad del amor. Y el amor no muere.

He aquí el renovado mensaje de esperanza que recogemos hoy de la Palabra de Dios, mientras damos el último saludo a nuestro amado hermano, el cardenal Alfonso López Trujillo. Su muerte, sobrevenida cuando parecía haberse ya recuperado de una fuerte crisis de salud que comenzó hace más de un año, ha suscitado en todos nosotros profunda emoción. En los Estados Unidos, donde me encontraba de visita pastoral, elevé enseguida a Dios una oración de sufragio por su alma y ahora, al término de la Santa Misa presidida por el cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio Cardenalicio, me uno con afecto a todos vosotros para recordar con cuánta generosidad el difunto purpurado sirvió a la Iglesia y para dar gracias al Señor por los muchos dones con los que enriqueció su persona y el ministerio de nuestro llorado hermano.

El arzobispo Alfonso López Trujillo se convirtió en el más joven de los cardenales cuando, en el consistorio del 2 de febrero de 1983, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, puso en su cabeza la birreta cardenalicia. Había nacido en Villahermosa, diócesis de Ibagué, en Colombia, en 1935; siendo aún niño se trasladó con su familia a la capital, Bogotá, donde ya como estudiante universitario entró en el seminario mayor. Continuó los estudios en Roma y fue ordenado sacerdote en noviembre de 1960. Concluida su formación teológica, enseñó filosofía en el seminario archidiocesano, trabajando durante muchos años también al servicio de toda la Iglesia en Colombia. En 1971 fue nombrado por el Siervo de Dios Pablo VI obispo auxiliar de Bogotá; ejerció en aquellos años la función de presidente de la Comisión doctrinal del episcopado colombiano, y fue elegido poco después secretario general del CELAM [Consejo Episcopal Latinoamericano. Ndt], encargo que desarrolló con reconocida competencia durante un largo período de tiempo.

Igualmente Pablo VI le confió el encargo, en 1978, de coadjutor con derecho de sucesión de la archidiócesis de Medellín, de la que se convirtió después en Pastor. Su profundo conocimiento de la realidad eclesial latinoamericana, madurada en el prolongado período en el que había trabajado como secretario del CELAM, le mereció el nombramiento como presidente de este importante organismo eclesial, que guió sabiamente de 1979 a 1983. Desde 1987 a 1990 fue presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana. Tuvo además oportunidad de ampliar su conocimiento de las problemáticas de la Iglesia universal al haber participado en las tres Asambleas del Sínodo de los Obispos celebradas en el Vaticano: en 1974 sobre la evangelización, en 1977 sobre la catequesis y en 1980 sobre la familia. Y precisamente fue llamado a dedicar particularmente a la familia su empeño, a partir del 8 de noviembre de 1990, cuando Juan Pablo II le nombró presidente del Pontificio Consejo para la Familia, encargo que le mantuvo en la brecha hasta el momento de su muerte.

¿Cómo no destacar, en este momento, el celo y la pasión con que trabajó durante estos casi 18 años, desplegando una infatigable acción en tutela y promoción de la familia y del matrimonio cristiano? ¿Cómo no darle las gracias por el coraje con que defendió los valores no negociables de la vida humana? Todos hemos admirado su infatigable actividad. Fruto de este empeño suyo es el Lexicon, que constituye un precioso texto de formación para agentes de pastoral y un instrumento para dialogar con el mundo contemporáneo sobre temas fundamentales de ética cristiana. No podemos dejar de estarle agradecidos por la tenaz batalla que libró en defensa de la «verdad» del amor familiar y por la difusión del «evangelio de la familia». El entusiasmo y la determinación con la que actuaba en este campo eran fruto de su experiencia personal, especialmente ligada al calvario que tuvo que afrontar su madre, desaparecida a los 44 años de edad tras una dolorosa enfermedad. «Cuando en mi trabajo –señaló– hablo de los ideales del matrimonio y de la familia, es natural para mí pensar en la familia de la que procedo, porque a través de mis padres pude constatar que es posible realizar ambos».

El llorado cardenal sacaba su amor por la verdad del hombre y por el evangelio de la familia a partir de la consideración de que todo ser humano y toda familia reflejan el misterio de Dios que es Amor. Quedó impresa en la memoria de todos su conmovedora intervención en la Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1997: fue un verdadero canto a la vida. Presentó una espiritualidad muy concreta para cuantos están comprometidos en la actuación del proyecto divino sobre la familia, y subrayó que si la ciencia no se dedica a comprender y a educar en la vida perderá las batallas más decisivas en el fascinante y misterioso terreno de la ingeniería genética.

Si el cardenal López Trujillo hizo de la defensa y del amor por la familia el empeño característico de su servicio en el Pontificio Consejo que presidía, es a la afirmación de la verdad a la que dedicó toda su existencia. Lo testimonia un escrito suyo en el que explica: «He elegido personalmente el lema: «Veritas in caritate» porque todo lo que tiene que ver con la verdad está en el centro de mis estudios». Y añade que la verdad en el amor siempre fue para él un «polo existencial», primero cuando en Colombia se orientaba a «encontrar el sentido de una genuina liberación en ámbito teológico», y después aquí, en Roma, cuando se dedicó a «profundizar y difundir el evangelio de la vida y el evangelio de la familia como colaborador del Santo Padre». Y concluye: «Creo mucho en el valor de esta lucha decisiva para la Iglesia y para la humanidad y pido al Señor que me dé fortaleza para no ser ni indolente ni cobarde».

Para llevar a cumplimiento la misión que Jesús nos confía no hay que ser ni indolentes ni cobardes. En la segunda lectura hemos escuchado cómo el apóstol Pablo, prisionero en Roma, exhorta a su leal discípulo Timoteo al valor y a la perseverancia en testimoniar a Cristo, también a costa de ser sometido a duras persecuciones, firme en la certeza de que «si morimos con Él, también con Él viviremos; si con Él perseveramos, también con Él reinaremos» (v. 11-12). Que la generosidad del llorado cardenal, traducida en múltiples obras de caridad, especialmente a favor de los niños en diversas partes del mundo, nos sirva de aliento para gastar todo nuestro recurso físico y espiritual por el Evangelio; q
ue nos impulse a actuar en defensa de la vida humana; que nos ayude a mirar constantemente hacia la meta de nuestra peregrinación terrena. Y cuál es esta reconfortante meta lo indica san Juan, ofreciendo a nuestra contemplación, en el pasaje del Apocalipsis que ha sido proclamado, la visión de un «cielo nuevo» y de «una nueva tierra» (21,1) y trazando a nuestra vista las líneas proféticas de la «ciudad santa», la «nueva Jerusalén… preparada como una esposa adornada para su esposo» (21,2).

Venerados hermanos y queridos amigos: no desviemos jamás los ojos de esta visión: miremos hacia la eternidad pregustando, aún entre dificultades y tribulaciones, la alegría de la futura «morada de Dios con los hombres», donde nuestro Redentor enjugará toda lágrima y donde «ya no habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni fatiga, porque las cosas de antes han pasado» (Cf. Ap 21,4). Amamos pensar que a esta morada de luz y de alegría ha llegado ya el querido cardenal Alfonso López Trujillo, por quien ahora queremos orar. Que María le acoja y le acompañen los ángeles y los santos en el Paraíso: que su alma sedienta de Dios entre al fin y repose en paz por siempre en el «santuario» del Amor infinito. ¡Amen!

[Traducción del original italiano por Marta Lago.

© Copyright 2008 — Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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