YAUNDÉ, viernes 20 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI en la tarde de este jueves al visitar el Centro Cardenal Paul Emile Léger, instituto de rehabilitación de enfermos y discapacitados, en Yaundé.
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[En francés]
Señores cardenales,
señora ministra para los Asuntos Sociales,
señora ministra de la Salud,
queridos hermanos en el episcopado
y querido monseñor Joseph Djida,
señor director del Centro Léger,
querido personal auxiliar,
queridos enfermos:
He deseado vivamente pasar estos momentos con vosotros, y me es grato poder saludaros. Os dirijo un saludo particular a vosotros, hermanos y hermanas que soportáis el peso de la enfermedad y el sufrimiento. Sabéis que no estáis solos en vuestro dolor, porque Cristo mismo es solidario con los que sufren. Él revela a quienes padecen el lugar que tienen en el corazón de Dios y en la sociedad. El evangelista Marcos nos ofrece como ejemplo la curación de la suegra de Pedro. Dice que le hablan a Jesús de la enferma sin más preámbulos, y «Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó» (Mc 1,30-31). En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús pasar un día con los enfermos para confortarlos. Así, con gestos concretos, nos manifiesta su ternura y bondad para con todos los que tienen el corazón roto y el cuerpo herido.
Desde este Centro que lleva el nombre del Cardenal Paul-Émile Léger, que vino de Canadá a estar con vosotros para curar los cuerpos y las almas, no me olvido de los que en su casa, en el hospital, en los ambientes especializados o en los ambulatorios, tienen una discapacidad motriz o mental, ni de los que llevan en su cuerpo la marca de la violencia o la guerra. Pienso también en todos los enfermos y, sobre todo aquí, en África, en los que padecen enfermedades como el sida, la malaria y la tuberculosis. Sé bien que, entre vosotros, la Iglesia católica está intensamente comprometida en una lucha eficaz contra estos males terribles, y la animo a proseguir con determinación esta obra urgente. Deseo portaros a todos vosotros, probados por la enfermedad y el dolor, así como a vuestras familias, un poco de consuelo de parte del Señor, renovaros mi cercanía e invitaros a dirigiros a Cristo y a María, que Él nos ha dado como Madre. Ella conoció el dolor y siguió a su Hijo en el camino del Calvario, guardando en su corazón el mismo amor que Jesús vino a traer a todos los hombres.
Ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre tiene la tentación de gritar a causa del dolor, como hizo Job, cuyo nombre significa «el que sufre» (cf. Gregorio Magno, Moralia in Job, I, 1,15). Jesús mismo gritó poco antes de morir (cf. Mc 15,37; Hb 5,7). Cuando nuestra condición se deteriora, aumenta la ansiedad; a algunos les viene la tentación de dudar de la presencia de Dios en su vida. Por el contrario, Job es consciente de que Dios está presente en su existencia; su grito no es de rebelión, sino que, desde lo más hondo de su desventura, hace asomar su confianza (cf. Jb 19; 42,2-6). Sus amigos, como todos nosotros ante el sufrimiento de un ser querido, tratan de consolarlo, pero utilizan palabras vanas.
[En inglés]
Ante la presencia de sufrimientos atroces, nos sentimos desarmados y no encontramos las palabras adecuadas. Ante un hermano o hermana sumido en el misterio de la Cruz, el silencio respetuoso y compasivo, nuestra presencia apoyada por la oración, una mirada, una sonrisa, pueden valer más que tantos razonamientos. Un pequeño grupo de hombres y mujeres vivió esta experiencia, entre ellos la Virgen María y el Apóstol Juan, que siguieron a Jesús hasta el culmen de su sufrimiento en su pasión y muerte en la cruz. Entre ellos, nos dice el Evangelio, había un africano, Simón de Cirene. A él le encargaron ayudar a Jesús a llevar su cruz en el camino del Gólgota. Este hombre, aunque involuntariamente, ha ayudado al Hombre de dolores, abandonado por todos y entregado a una violencia ciega. La historia, pues, nos recuerda que un africano, un hijo de vuestro Continente, participó con su propio sufrimiento en la pena infinita de Aquel que ha redimido a todos los hombres, incluidos sus perseguidores. Simón de Cirene no podía saber que tenía ante sí a su Salvador. Fue «reclutado» para ayudar (cf. Mc 15,21); se vio obligado, forzado a hacerlo. Es difícil aceptar llevar la cruz de otro. Sólo después de la resurrección pudo entender lo que había hecho. Así sucede con cada uno de nosotros, hermanos y hermanas: en la cúspide de la desesperación, de la rebelión, Cristo nos propone su presencia amorosa, aunque cueste entender que Él está a nuestro lado. Sólo la victoria final del Señor nos revelará el sentido definitivo de nuestras pruebas.
¿Acaso no puede decirse que todo africano es de algún modo miembro de la familia de Simón de Cirene? Cada africano y cada uno que sufre, ayudan a Cristo a llevar su Cruz y ascienden con Él al Gólgota para resucitar un día con Él. Al ver la infamia que se le hace a Jesús, contemplando su rostro en la Cruz y reconociendo la atrocidad de su dolor, podemos vislumbrar, por la fe, el rostro radiante del Resucitado que nos dice que el sufrimiento y la enfermedad no tendrán la última palabra en nuestra vida humana. Rezo, queridos hermanos y hermanas, para que os sepáis reconocer en este «Simón de Cirene». Pido, queridos hermanas y hermanos enfermos, que se acerquen también a vuestra cabecera muchos «Simón de Cirene».
Después de la resurrección, y hasta hoy, hay muchos testigos que se han dirigido, con fe y esperanza, al Salvador de los hombres, reconociendo su presencia en medio de su prueba. El Padre de toda misericordia acoge siempre con benevolencia la oración de quien se dirige a Él. Responde a nuestra invocación y nuestra plegaria como quiere y cuando quiere, para nuestro bien y no según nuestros deseos. A nosotros nos toca discernir su respuesta y acoger como una gracia los dones que nos ofrece. Fijemos nuestros ojos en el Crucificado, con fe y valor, pues de Él proviene la Vida, el consuelo, la sanación. Miremos a Aquel que desea nuestro bien y sabe enjugar las lágrimas de nuestros ojos; aprendamos a abandonarnos en sus brazos como un niño pequeño en los brazos de su madre.
[En francés]
Los santos nos han dado un buen ejemplo con su vida totalmente entregada a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que había puesto a su nuevo monasterio bajo el patrocinio de San José, fue curada de una enfermedad el mismo día de su fiesta. Decía que nunca le había implorado en vano, y recomendaba a todos los que pensaban que no sabían rezar: «No sé, escribía, cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino» (Vida, 6). Como intercesor por la salud del cuerpo, la santa veía en san José un intercesor para la salud del alma, un maestro de oración, de plegaria.
Escojámoslo, también nosotros, como maestro de oración. No sólo quienes estamos sanos, sino también vosotros, queridos enfermos, y todas las familias. Pienso sobre todo en los que formáis parte del personal hospitalario, y en todos los que trabajan en el mundo de la sanidad. Al acompañar a los que sufren con vuestra atención y las curas que les dispensáis, practicáis una obra de caridad y amor, que Dios tiene en cuenta: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,40). Corresponde a vosotros, médicos e investigadores, llevar a cabo todo lo que sea legítimo para aliviar el dolor; os compete, en primer lugar, proteger la vida humana, ser defensores de la vida desde su concepción hast
a su término natural. Para toda persona, el respeto de la vida es un derecho y, al mismo tiempo, un deber, porque cada vida es un don de Dios. Deseo dar gracias al Señor con vosotros por todos los que, de una u otra manera, trabajan al servicio de las personas que sufren. Animo a los sacerdotes y a quienes visitan a los enfermos a comprometerse de forma activa y amable en la pastoral sanitaria en los hospitales o en asegurar una presencia eclesial a domicilio, para consuelo y apoyo espiritual de los enfermos. Según su promesa, Dios os pagará el salario justo y os recompensará en el cielo.
Antes de saludaros personalmente y despedirme de vosotros, quisiera aseguraros a todos mi cercanía afectuosa y mi oración. También quiero expresar mi deseo de que cada uno de vosotros nunca se sienta solo. En efecto, corresponde a cada hombre, creado a imagen de Cristo, convertirse en prójimo de quien tiene cerca. Os encomiendo a todos a la intercesión de la Virgen María, Madre nuestra, y a la de San José. Que Dios nos conceda ser unos para otros, mensajeros de la misericordia, la ternura y el amor de nuestro Dios, y que Él os bendiga.
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