Carta de la Congregación para el Clero a los rectores de santuarios

Los peregrinos, en el corazón de la nueva evangelización

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 17 de agosto de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la Carta que la Congregación para el Clero ha dirigido, a través de los ordinarios diocesanos, a todos los rectores de santuarios del mundo para incentivar un renovado celo de los sacerdotes encargados del cuidado pastoral en estos lugares de devoción.

***

Reverendos Rectores:
Deseo dirigiros, a cada uno, mi cordial saludo, que extiendo de buen grado a cuantos
colaboran con vosotros en el cuidado pastoral de los Santuarios, y expresaros asimismo mi
sincera gratitud por la entrega diligente con la cual os ocupáis diariamente de las
necesidades pastorales de los peregrinos que, de todas partes del mundo, acuden cada vez
en mayor número a los lugares de culto que os han sido encomendados.
Mediante esta carta, me hago ante todo intérprete de los sentimientos del Santo Padre
Benedicto XVI, quien considera de gran importancia la presencia de los Santuarios,
preciosos en la vida de la Iglesia, puesto que, en cuanto meta de peregrinación, son sobre
todo lugares con una «gran capacidad de convocatoria, que reúnen a un número creciente de peregrinos y turistas religiosos, algunos de los cuales se encuentran en situaciones humanas y espirituales complicadas, con cierta lejanía respecto a la vivencia de la fe y una débil pertenencia eclesial» (Carta con ocasión del II Congreso Mundial de pastoral de las
peregrinaciones y Santuarios – Santiago de Compostela, 27-30 de septiembre de 2010).
Afirmaba el Beato Papa Juan Pablo II: «siempre y en todas partes los santuarios cristianos
han sido o han querido ser signos de Dios, de su irrupción en la historia humana» (Discurso
a los Rectores de Santuarios – 22 de enero de 1981). Los Santuarios, por tanto, son «un
signo de Cristo que vive entre nosotros, y los cristianos han reconocido en este signo la
iniciativa del amor del Dios vivo en favor de los hombres» (Consejo pontificio para la
pastoral de los emigrantes e itinerantes, El Santuario. Memoria, presencia y profecía del
Dios vivo – 8.05.1999, n. 5).
La Congregación para el Clero, consciente del peculiar valor que revisten los
Santuarios en la experiencia de fe de todo cristiano, y competente en la materia (cfr. Juan
Pablo II, Constitución apostólica Pastor bonus – 28.06.1988, art. 97, 1°), desea someter a
vuestra atención algunas consideraciones que quieren dar un impulso renovado y más eficaz
a las actividades ordinarias de la pastoral que se llevan a cabo en los Santuarios. En efecto,
en un clima de secularismo generalizado, el santuario sigue representando, todavía hoy, un
lugar privilegiado en el cual el hombre, peregrino en esta tierra, hace experiencia de la
presencia amorosa y salvífica de Dios. Allí encuentra un espacio fecundo, lejano de los
afanes cotidianos, donde se puede recoger y recuperar vigor espiritual para retomar el
camino de fe con mayor ardor y buscar, encontrar y amar a Cristo en la vida ordinaria, en el
mundo.
¿Cuál es el corazón de las actividades pastorales en un Santuario? La normativa
canónica, a propósito de estos lugares de culto, con profunda sabiduría teológica y
experiencia eclesial, prevé que en estos «se debe proporcionar abundantemente a los fieles
los medios de salvación, predicando con diligencia la palabra de Dios y fomentando con
esmero la vida litúrgica principalmente mediante la celebración de la Eucaristía y de la
penitencia, y practicando también otras formas aprobadas de piedad popular» (can. 1234,
§1). La norma canónica, por tanto, trazando una preciosa síntesis de la pastoral específica de los Santuarios, ofrece una interesante ocasión para reflexionar brevemente sobre algunos elementos fundamentales que caracterizan la función que la Iglesia os ha encomendado.
1. Anuncio de la Palabra, oración y piedad popular
El santuario es el lugar en el que resuena con singular fuerza la Palabra de Dios. El
Santo Padre Benedicto XVI, en la Exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini, de
reciente publicación (30.09.2010), confirma que la Iglesia «se funda sobre la Palabra de
Dios, nace y vive de ella» (n. 3). Es la “casa” (cfr. ibídem, n. 52) en la cual la Palabra divina
es acogida, meditada, anunciada y celebrada (cfr. ibídem, n. 121). Cuanto el Pontífice dice
de la Iglesia puede afirmarse análogamente del Santuario.
El anuncio de la Palabra asume un papel esencial en la vida pastoral del Santuario. Los
ministros sagrados, por lo tanto, tienen la tarea de preparar ese anuncio, en la oración y en la meditación, filtrando el contenido del anuncio con la ayuda de la Teología espiritual,
siguiendo el Magisterio y a los Santos. La Sagrada Escritura y la Liturgia (cfr. Concilio
Ecuménico Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 4.12.1963, n. 35) serán las
fuentes principales de su predicación, a las cuales se unen el precioso Catecismo de la
Iglesia Católica y su Compendio. El ministerio de la Palabra, ejercido de formas distintas y
conformes al depósito revelado, será más eficaz e incisivo si nace del corazón, en la oración, y se expresará mediante lenguajes accesibles y hermosos, que sepan mostrar correctamente la perenne actualidad del Verbo eterno.
La respuesta humana a un fecundo anuncio de la Palabra de Dios es la oración. «Los
santuarios son, para los peregrinos en busca de fuentes vivas, lugares excepcionales para
vivir “con la Iglesia” las formas de la oración cristiana» (Juan Pablo II, Catecismo de la
Iglesia Católica [CCC], 11.10.1992, n. 2691).
La vida de oración se desarrolla de distintos modos, entre los cuales encontramos
varias formas de piedad popular que siempre deben dejar «un adecuado espacio a la
proclamación y a la escucha de la Palabra de Dios; en efecto, “en las palabras de la Biblia,
la piedad popular encontrará una fuente inagotable de inspiración, modelos insuperables de
oración y fecundas propuestas de diversos temas”» (Verbum Domini, n. 65).
El Directorio sobre la piedad popular y la liturgia (Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, 9 de abril de 2002) dedica un capítulo a los Santuarios y
a las peregrinaciones, deseando «una relación correcta entre acciones litúrgicas y ejercicios
de piedad» (n. 261). La piedad popular tiene gran relevancia para la fe, la cultura y la
identidad cristiana de numerosos pueblos. Es expresión de la fe de un pueblo, «verdadero
tesoro del pueblo de Dios» (ibídem, n. 9), en la Iglesia y para la Iglesia: para comprenderlo,
baste con imaginar la pobreza que significaría para la historia de la espiritualidad cristiana
de Occidente la ausencia del “Rosario” o del “Vía Crucis”, al igual que la de las
procesiones. Son sólo dos ejemplos, pero suficientemente evidentes para revelar su carácter imprescindible.
Al desempeñar Vuestro ministerio en un Santuario, a menudo tenéis la ocasión de
observar los gestos de piedad, tan peculiares como expresivos, con los cuales los peregrinos
suelen expresar visiblemente la fe que los anima. Las múltiples y variadas formas de
devoción, que con frecuencia derivan de otras tantas sensibilidades y tradiciones culturales,
testimonian la intensidad ferviente de una vida espiritual alimentada por una constante
oración y por el íntimo deseo de adherirse cada vez más estrechamente a Cristo.
La Iglesia, consciente de la significativa incidencia de estas expresiones religiosas en
la vida espiritual de los fieles, siempre ha reconocido su valor y ha respetado sus genuinas
expresiones. Es más, incluso mediante las enseñanzas de los Romanos Pontífices y de los
Concilios, las ha recomendado y favorecido. Pero, al mismo tiempo, donde ha encontrado
actitudes o mentalidades que no se podían atribuir al sano sentido religioso, ha sentido la
necesidad de interve
nir, purificando esos actos de elementos desorientadores o dando
meditaciones, cursos, lecciones, etc. Efectivamente, sólo si está arraigada a una originaria
tradición católica, la piedad popular puede ser locus fidei, instrumento fecundo de
evangelización, en el cual también los elementos de la cultura ambiental indígena podrán
encontrar sinérgicamente acogida y dignidad.
Como responsables de la pastoral en los Santuarios, pues, es tarea Vuestra instruir a los
peregrinos sobre el carácter absolutamente preeminente que debe asumir la celebración
litúrgica en la vida de todo creyente. No hay que obstaculizar o rechazar en absoluto la
práctica personal de formas de piedad popular, es más, hay que favorecerla, pero no puede
sustituir la participación en el culto litúrgico. Esas expresiones, de hecho, más que
contraponerse a la centralidad de la Liturgia, deben acompañarla y estar siempre orientadas
hacia ella, puesto que es en la celebración litúrgica de los Sagrados Misterios donde se
expresa la oración común de toda la Iglesia.
2. Misericordia de Dios en el sacramento de la Penitencia
La memoria del amor de Dios, que se hace presente de modo eminente en el santuario,
lleva a pedir perdón por los pecados y al deseo de implorar el don de la fidelidad al depósito
de la fe. El Santuario es también el lugar en el que actúa la permanente misericordia de
Dios. Es un lugar acogedor en el cual el hombre puede tener un encuentro real con Cristo, y
experimentar la Verdad de Su enseñanza y de Su perdón, para acercarse a la Eucaristía
dignamente y, por tanto, provechosamente.
Es preciso, con este fin, favorecer y donde sea posible intensificar la presencia
constante de sacerdotes que, con ánimo humilde y acogedor, se dediquen generosamente a
la escucha de las confesiones sacramentales. Que al administrar el sacramento del Perdón y
la Reconciliación, los confesores, que actúan como «el signo y el instrumento del amor
misericordioso de Dios con el pecador» (CCC, n. 1465), ayuden a los penitentes a
experimentar la ternura de Dios, a percibir la belleza y la grandeza de Su bondad y a
redescubrir en sus corazones el deseo íntimo de la santidad, vocación universal y meta
última para todo creyente (cfr. Congregación para el Clero, El Sacerdote ministro de la
misericordia divina, 9.03.2011, n. 22).
Que los confesores, iluminando la conciencia de los penitentes, pongan asimismo de
relieve el vínculo estrecho que une la Confesión sacramental a una existencia nueva,
orientada hacia una decidida conversión. Por consiguiente, que exhorten a los fieles a
acercarse con regular frecuencia y ferviente devoción a este sacramento, a fin de que,
sostenidos por la gracia que en él se les da, puedan alimentar constantemente su fiel
compromiso de adhesión a Cristo, avanzando en la perfección evangélica.
Que los ministros de la Penitencia estén a disposición de los fieles y sean accesibles,
cultivando una actitud comprensiva, acogedora y alentadora (cfr. El Sacerdote ministro de
la misericordia divina, nn. 51-57). Para respetar la libertad de cada fiel y asimismo para
favorecer la propia plena sinceridad en el foro sacramental, es oportuno que haya a
disposición, en lugares adecuados (por ejemplo, a ser posible, la capilla de la
Reconciliación) confesionarios provistos de una rejilla fija. Como enseña el Beato Papa
Juan Pablo II en la Carta apostólica Misericordia Dei (7.04.2002): «las normas sobre la sede
para la confesión las dan las respectivas Conferencias Episcopales, las cuales han de
garantizar que esté situada en lugar patente y esté provista de rejillas, de modo que puedan utilizarlas los fieles y los confesores mismos que lo deseen» (n. 9, b – cfr. Can. 964, § 2; Consejo pontificio para la interpretación de los textos legislativos, Responsa ad propositum dubium: de loco excipiendi sacramentales confessiones [7 de julio de 1998]: AAS 90 [1998] 711; cfr. El Sacerdote ministro de la misericordia divina, n. 41).
Asimismo, que los ministros se apremien a ayudar a comprender los frutos espirituales
que derivan de la remisión de los pecados. En efecto, el sacramento de la Penitencia
«produce una verdadera «resurrección espiritual», una restitución de la dignidad y de los
bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios»
(CCC, n. 1468).
Considerando el hecho de que los Santuarios son lugares de verdadera conversión,
sería oportuno que se fomente la formación de los confesores para la solicitud pastoral de
quien no ha respetado la vida humana desde su concepción hasta su fin natural.
Además, al dispensar la misericordia divina, que los sacerdotes desempeñen
debidamente este peculiar ministerio adhiriéndose con fidelidad a las enseñanzas genuinas
de la Iglesia. Que estén bien formados en la doctrina y no olviden ponerse al día
periódicamente en particular sobre cuestiones relativas al ámbito moral y bioético (cfr.
CCC, n. 1466). Que respeten también en el campo matrimonial cuanto enseña
autorizadamente el Magisterio eclesial. Por lo tanto, que eviten manifestar en sede
sacramental doctrinas privadas, opiniones personales o valoraciones arbitrarias que no sean
conformes a lo que la Iglesia cree y enseña. Para su formación permanente será útil
alentarles a participar en cursos especializados, como por ejemplo podrían ser los que
organizan la Penitenciaría apostólica y algunas Universidades pontificias (cfr. El Sacerdote
ministro de la misericordia divina, n. 63).
3. La Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana
La Palabra de Dios y la celebración de la Penitencia están íntimamente unidas a la
Santa Eucaristía, misterio central que «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Presbyterorum ordinis, 7.12.1965, n. 5). La celebración eucarística constituye el corazón de la vida sacramental del Santuario. En ella el Señor se nos entrega. Por tanto, que se ayude a los peregrinos que visitan los Santuarios a ser conscientes de que, si acogen confiadamente a Cristo eucarístico en lo íntimo de su alma, Él les ofrece la posibilidad de una transformación real de la existencia.
Que la dignidad de la celebración Eucarística se ponga oportunamente de relieve
mediante el canto gregoriano, polifónico o popular (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 116 y
118); pero asimismo seleccionando adecuadamente tanto los instrumentos musicales más
nobles (órgano de tubos y afines – cfr. ibídem, n. 120), como los paramentos sacerdotales
que llevan los ministros y los adornos utilizados en la Liturgia, los cuales deben responder a
cánones de nobleza y de sacralidad. Que en el caso de las concelebraciones haya un Maestro de ceremonias, que no concelebre, y se haga todo lo posible para que todos los
concelebrantes lleven la casulla, o planeta, como paramento propio del sacerdote que
celebra los misterios divinos.
El Santo Padre Benedicto XVI escribía en la Exhortación apostólica post-sinodal
Sacramentum Caritatis (22.02.2007), que «la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la
Eucaristía misma bien celebrada» (n. 64). En la Santa Misa, que los ministros respeten
fielmente cuanto establecen las normas de los Libros litúrgicos. De hecho, las rúbricas no
representan indicaciones facultativas para el celebrante sino prescripciones obligatorias que
este debe observar cuidadosamente y con fidelidad en todo gesto o signo. En efecto, cada
norma encierra un sentido teológico profundo, que no se puede disminuir o, en cualquier
caso, desconocer. Un estilo de celebración que introduzca innovaciones litúrgicas
arbitrarias, además de provocar confusión y división entre los fieles, daña la veneranda
Tradición y la autoridad de la Iglesia, además de la unidad eclesial.
El
sacerdote que preside la Eucaristía, sin embargo, no es un mero ejecutor de rubricas
rituales. Más bien, la intensa y devota participación interior con la cual celebrará los
misterios divinos, acompañada de la oportuna valoración de los signos y los gestos
litúrgicos establecidos, plasmará, no sólo su espíritu orante, sino que también se revelará
fecunda para la fe eucarística de los creyentes que participan en la celebración con su
actuosa partecipatio (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 14).
Como fruto de Su don en la Eucaristía, Jesucristo permanece bajo la especie del pan.
Las celebraciones como la Adoración eucarística fuera de la santa Misa, con la exposición y
la bendición con el Santísimo Sacramento, manifiestan lo que está en el corazón de la
celebración: la Adoración, o sea, la unión con Jesús Hostia.
Al respecto, el Papa Benedicto XVI enseña que «en la Eucaristía el Hijo de Dios viene
a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la
continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande
de adoración de la Iglesia» (Sacramentum Caritatis, n. 66), añadiendo que: «La adoración
fuera de la santa misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración
litúrgica» (ibídem).
De ese modo, se atribuye enorme importancia al lugar del sagrario en el Santuario (o
también de una capilla destinada exclusivamente a la adoración del Santísimo) puesto que
en sí es un “imán”, invitación y estímulo a la oración, a la adoración, a la meditación, a la
intimidad con el Señor. El Sumo Pontífice, en la mencionada Exhortación, subraya que «la
adecuada colocación del sagrario en nuestras iglesias, en efecto, ayuda a reconocer la
presencia real de Cristo en el santísimo Sacramento. Por tanto, es necesario que el lugar en
que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por cualquiera que
entre en la iglesia, también gracias a la lamparilla encendida» (ibídem, n. 69).
El sagrario, custodia eucarística, debe ocupar un lugar preeminente en los Santuarios.
Asimismo, que al recordar la relación entre arte, fe y celebración, se preste atención a «la
unidad entre los elementos propios del presbiterio: altar, crucifijo, tabernáculo, ambón,
sede» (ibídem, n. 41). La correcta colocación de los signos elocuentes de nuestra fe, en la
arquitectura de los lugares de culto, sin duda favorece que se dé, especialmente en los
Santuarios, la justa prioridad a Cristo, piedra viva, antes que al saludo a la Virgen o a los
Santos justamente venerados en ese lugar, permitiendo así a la piedad popular que
manifieste sus raíces verdaderamente eucarísticas y cristianas.
4. Un dinamismo nuevo para la evangelización
Por último, deseo poner de relieve que los Santuarios conservan todavía hoy un
extraordinario encanto, que testimonia el número creciente de peregrinos que los visita. Con
frecuencia se trata de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones, con situaciones humanas y espirituales complejas, algo alejados de una vida de fe sólida, o con un frágil sentimiento de pertenencia eclesial. Para ellos visitar un Santuario puede resultar una valiosa oportunidad para encontrar a Cristo y redescubrir el sentido profundo de la propia vocación bautismal o para sentir una llamada saludable.
Por esto, os exhorto a cada uno de vosotros a dirigir hacia estas personas una mirada
especialmente acogedora y atenta. A este propósito, tampoco dejéis nada a la improvisación.
Con sabiduría evangélica y con amplia sensibilidad, sería muy educativo hacerse
compañeros de camino de los peregrinos y visitantes, identificando las razones del corazón
y los anhelos del espíritu. En este servicio, la colaboración de personas con tareas
específicas, dotadas de humanidad acogedora, de perspicacia espiritual, de inteligencia
teologal, ayudará a introducir a los peregrinos en el Santuario como en un acontecimiento
de gracia, lugar de experiencia religiosa, de alegría reencontrada. Al respecto será
conveniente considerar la posibilidad de proponer encuentros espirituales al atardecer o de
noche (adoraciones nocturnas o vigilias de oración) donde la afluencia de peregrinos sea
notable o de flujo permanente.
Vuestra caridad pastoral podrá constituir una buena ocasión y un fuerte estímulo para
que en su corazón brote el deseo de emprender un camino de fe serio e intenso. Mediante las distintas formas de catequesis, ayudaréis a que se comprenda que la fe, lejos de ser un
sentimiento religioso vago y abstracto, es concretamente tangible y siempre se expresa en el amor y en la justicia entre unos y otros.
Así, en los Santuarios, la enseñanza de la Palabra de Dios y la doctrina de la Iglesia,
por medio de las predicaciones, de las catequesis, de la dirección espiritual, de los retiros,
constituye una excelente preparación para acoger el perdón de Dios en el sacramento de la
Penitencia y la participación activa y provechosa en la celebración del Sacrificio del altar.
La Adoración eucarística, la práctica piadosa del Via Crucis y el rezo cristológico y
mariano del Santo Rosario, serán, con los sacramentales y las bendiciones votivas,
testimonios de la piedad humana y camino con Jesús hacia el amor misericordioso del Padre
en el Espíritu. Así la pastoral de la familia retomará vigor, será fecunda y fructuosa la
oración de la Iglesia «al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38): santas y
numerosas vocaciones sacerdotales y de especial consagración.
Además, que los Santuarios, fieles a su gloriosa tradición, no olviden comprometerse
en obras caritativas y en el servicio asistencial, en la promoción humana, en la salvaguardia
de los derechos de la persona, en el compromiso por la justicia, según la doctrina social de
la Iglesia. Es bueno que en torno a ellos florezcan también iniciativas culturales, como
congresos, seminarios, exposiciones, reseñas, concursos y eventos artísticos sobre temas
religiosos. De este modo los Santuarios se convertirán también en promotores de cultura,
tanto docta como popular, contribuyendo, por su parte, al proyecto cultural orientado en
sentido cristiano de la Iglesia.
Así, la Iglesia, bajo la guía de la Virgen María, Estrella de la nueva evangelización
mediante la cual la Gracia se comunica a la humanidad necesitada de redención, se prepara,
en todas partes en el mundo, a la venida del Salvador. Los Santuarios, lugares a los cuales
las personas van para buscar, para escuchar, para rezar, se convertirán misteriosamente en
los lugares en los cuales serán tocadas por Dios a través de Su Palabra, el sacramento de la
Reconciliación y de la Eucaristía, la intercesión de la Madre de Dios y de los Santos.
Sólo de este modo, en medio de las marolas y las tempestades de la historia,
desafiando el pertinaz sentimiento de relativismo imperante, estos favorecerán un renovado
dinamismo con vistas a la tan deseada nueva evangelización.
Agradeciendo de nuevo a cada Rector su entrega y caridad pastoral a fin de que todo
Santuario sea cada vez más signo de la amorosa presencia del Verbo Encarnado, se asegura
la cercanía más cordial en el Señor, bajo la mirada de la santísima Virgen María.

Vaticano, 15 de agosto de 2011
Asunción de la Virgen María
Cardenal Mauro Piacenza
Prefecto
Celso Morga Iruzubieta
Arzobispo tit. de Alba Marítima
Secretario

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ZENIT Staff

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