MADRID, martes 21 febrero 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a nuestros lectores, en nuestra sección Observatorio Jurídico, un interesante artículo de nuestro colaborador habitual Rafael Navarro-Valls, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España. Esta vez analiza los pactos entre la Iglesia y el Estado y su utilidad y validez ante quienes los cuestionan hoy.
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Rafael Navarro-Valls
Dos hechos de distinto signo han planteado la cuestión de la vigencia actual de los concordatos (tratados) entre la Iglesia Católica y el Estado. El primero, ha sido de orden político: la reciente proposición aprobada en el Congreso General del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en la que se pide “la revisión de los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español”. El segundo, de orden científico: la reciente publicación de la importante obra Acuerdos y Concordatos entre la Santa Sede y los países americanos, coordinada por el profesor Navarro Floria (Universidad Católica Argentina).
El hecho político no tiene razones de entidad que lo exijan. Los problemas jurídicos creados por la aplicación de los Acuerdos de 1976/1979 se han ido solucionando en España a través de una legislación estatal consensuada entre la Iglesia y el Estado, sin necesidad de aplicar la piqueta a un marco internacional más que aceptable, que regula hoy la relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado español. En realidad, la cuestión que se oculta en tal petición es la de “adecuar los Acuerdos a la Constitución”, en el caso de simple revisión; o bien, el sometimiento de la Iglesia Católica a la legislación común, en caso de denuncia de los Acuerdos.
Legislación especial y legislación común
Esta posición no parece razonable. Por un lado, la firma de los Acuerdos españoles (1979) fue posterior a la aprobación de la Constitución de 1978. Por otro, las veces en que el Tribunal Constitucional español ha debido pronunciarse sobre cuestiones directamente relacionadas con dichos Acuerdos nunca ha puesto en duda su constitucionalidad. Y respecto al sometimiento a la legislación “común”, en alguna ocasión he calificado esta postura de “anacrónica”. Hoy vivimos una época jurídica marcada por una eclosión de leyes especiales, informal o formalmente pactadas con diversos grupos sociales. Leyes que procuran adaptarse a la peculiar estructura de cada uno de los factores que esos grupos representan, ya se trate del factor laboral, sindical o sanitario. Se valora especialmente la adaptación de las leyes especiales a la plasticidad de la vida social, frente a la rigidez de las leyes comunes, que no logran adecuarse a las flexibles exigencias de un mundo jurídico plagado de matices. El que el factor religioso cuente con su legislación especial plasmada en acuerdos no es cosa de otro mundo.
Esto nos lleva a un dato técnico-jurídico, que conviene ponderar, y del que el libro antes citado es una muestra. Me refiero a la proliferación de la fórmula concordataria, es decir, de la figura de los tratados internacionales pactados entre Iglesia y Estados, para regular las inevitables fricciones que pueden producirse en esa delgada frontera que separa lo espiritual de lo temporal. Veamos más de cerca este fenómeno jurídico.
En Europa occidental es muy frecuente y tradicional (España, Portugal, Italia, Alemania, etc) la solución concordataria. A su vez, después del crack de 1989 en los países del Este europeo se ha producido una importante aceleración de la conclusión de concordatos y acuerdos (Polonia, Hungría, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Albania, etc). Igualmente África ha sido testigo de su firma entre varios países y la Santa Sede (Costa de Marfil, Gabón, por ejemplo). Sin olvidar Medio Oriente (Israel, la OLP) o Asia (Kazajistán).
Una fórmula estabilizadora
¿Y qué ha pasado en América Latina? Si se piensa que Iberoamérica reúne una de las mayores demografías católicas y que los países que se incluyen en este sector geográfico tienen unas raíces fuertemente cristianas, ya se entiende que la regulación de aquellas materias mixtas de interés para Iglesia/Estado es frecuentemente regulada por acuerdos y concordatos. Cerca de una veintena de estados centro y sudamericanos conocen esa fórmula: desde Brasil a República Dominicana; de Argentina a Perú, pasando por Haití ; o desde Ecuador a Colombia, sin olvidar Venezuela. Un auténtico boom de soluciones jurídicas consensuadas y elevadas a pacto entre ambas potestades.
En mi opinión, esta eclosión de fórmulas pactadas entre Iglesia y Estado para prevenir sus problemas viene propiciada por el hecho de que es preferible que ambas organizaciones pacten sus diferencias a la luz pública, más que relegarlas a un discutible sistema de intrigas y presiones a través de los llamados “pactos subterráneos”. Los pactos formalizados en instrumentos jurídicos sólidos, es fuente de estabilidad sociológica, uno de cuyos núcleos duros es la libertad religiosa. Estos pactos, desde luego, evolucionarán al compás de las propias necesidades jurídicas. Por ejemplo, ya no es infrecuente que en Europa los pactos se amplíen a las fórmulas convenidas con conferencias episcopales o los estados federados en un país. Es significativo que los acuerdos estipulados por los Estados con la Iglesia católica en el casi medio siglo que hoy nos separa del Concilio Vaticano II, superan notablemente en cantidad a todos los suscritos en los cinco decenios precedentes. La razón estriba en que la bilateralidad potencia fórmulas de consenso que aquietan las pasiones y, en lo posible, satisfacen las inteligencias.
Conviene recalcarlo, pues las pasiones políticas podrían, en ocasiones, arruinar fórmulas jurídicas que se han demostrado válidas y estabilizadoras.