"Les dijo Jesús a sus discípulos: Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto. Ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de arriba. Jesús los llevó hasta cerca de Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo". (Lc. 24, 46-53).
La Ascensión de Jesús constituye la cumbre de nuestra esperanza cierta: llegar, en unión con él y como él, a la eterna felicidad en la Casa del Padre.
La Ascensión atestigua que Jesús ha vencido todo lo que amenaza la vida humana: el dolor, el odio, la guerra, la muerte, que no son la palabra definitiva sobre el hombre, el cual tiene ansia y destino de felicidad, amor, paz y vida eterna. Que la Ascensión de Cristo nos seduzca y atraiga nuestros corazones hacia la feliz Patria eterna.
“Subir al cielo” equivale al éxito total y final de la existencia humana; éxito que nos mereció Jesús con su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección; éxito que nosotros alcanzamos mediante las obras de bien y asociando los padecimientos inevitables y la misma muerte a la cruz de Cristo; éxito que equivale a un salto inaudito en calidad de vida inmensamente mejor.
Jesús se encarnó, trabajó, predicó, sufrió, murió y resucitó, no sólo para transmitirnos una doctrina, sino ante todo para enseñarnos una forma de vivir, de amar, de obrar y… de morir para resucitar a la gloriosa vida eterna.
Jesús ascendió al reino de los cielos después de haber echado las bases del reino de Dios en la tierra. Con eso nos enseña que el acceso al reino de los cielos está condicionado al esfuerzo serio para implantar con Jesús el reino de Dios en el hogar, en la sociedad y en el mundo.
En el testamento de Jesús en el día de la Ascensión, nos dejó una misión: “Vayan y evangelicen a todas las gentes” (Mt. 28, 19). Misión que empieza por nosotros mismos, por el hogar, el trabajo, el centro de estudios…, usando todos los medios a nuestro alcance, desde la oración a los modernos medios de comunicación.
En la Eucaristía compartimos con Cristo su acción salvadora de alcance universal: “Esto es mi cuerpo…; esta es mi Sangre que será derramada por muchos” (Mc. 14, 22-24). Él nos garantiza: “Quien permanece en mí y yo en él, da mucho fruto” (Jn. 15, 5), aunque no sepamos dónde, ni cómo, ni a quién llega salvación que Cristo realiza con nosotros y a través de nosotros.
A nuestros tiempos estaba reservada la extraordinaria posibilidad de realizar al pie de la letra el mandato de Jesús de evangelizar a todo el mundo, en especial a través de las redes sociales, a las que se refiere Benedicto XVI en su magistral y actualísimo mensaje para la 47ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, de este año.