Papa Francisco: " Del compartir con los humildes nuestra fe sale siempre reforzada"

El papa a los obispos italianos durante la Profesión de fe ayer en la basílica de San Pedro

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El santo padre Francisco presidió ayer por la tarde en la basílica vaticana, la solemne profesión de fe del episcopado italiano, reunido en la 65ª Asamblea General.

Tras el saludo del presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, el cardenal Angelo Bagnasco y la celebración de la Liturgia de la Palabra, el papa realizó una meditación.

Después tuvo lugar la Profesión de fe y la súplica. A continuación la bendición, durante el canto final del Salve Regina, el santo padre ha presentado una ofrenda floral a la imagen de la Beata Virgen María.

Publicamos a continuación las palabras del papa al inicio de la celebración y el texto de la meditación del santo padre.

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Doy gracias a su eminencia por este saludo y felicitaciones también por el trabajo de esta asamblea. Muchas gracias a todos vosotros. Estoy seguro que el trabajo ha sido fuerte porque vosotros tenéis muchas tareas. Primero: la Iglesia en Italia – todos- el diálogo con las instituciones culturales, sociales, políticas que es una tarea vuestra y no es fácil. También el trabajo a realizar es fuerte con las conferencias regionales, para que sean la voz de todas las regiones, tan diferentes; y esto es bonito. También el trabajo, sé que hay una comisión para reducir el número de las diócesis tan grandes. No es fácil, pero hay una comisión para esto. Id adelante con fraternidad, la conferencia episcopal va adelante con este diálogo, como he dicho, con las instituciones culturales, sociales, políticas. Es cosa vuestra.  ¡Adelante!

Meditación del santo padre:

Queridos hermanos en el episcopado:

Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos hacen reflexionar. A mi me han hecho reflexionar mucho. He hecho como una meditación para nosotros obispos, primero para mí, obispo como vosotros, y la comparto con vosotros.

Es significativo – y estoy particularmente contento – que nuestro primer encuentro sea aquí, sobre el lugar que custodia no solo la tumba de Pedro, sino la memoria viva de su testimonio de fe, de su servicio a la verdad, de su donarse hasta el martirio por el Evangelio y por la Iglesia.

Esta tarde este altar de la Confesión se convierte así en nuestro lago de Tiberiades, sobre cuyas orillas escuchamos de nuevo el estupendo diálogo entre Jesús y Pedro, con la pregunta dirigida al apóstol, que debe resonar también en nuestro corazón de obispos.

«¿Me amas?», «¿Eres mi amigo?» (cfr Jn 21,15ss).

La pregunta se dirige a un hombre que, no obstante solemnes declaraciones, se ha había dejado llevar por el miedo y había renegado.

«¿Me amas?», «¿Eres mi amigo?»

La pregunta se dirige a mi y a cada uno de nosotros, a todos nosotros: si evitamos responder de forma muy apresurada y superficial, ésta nos empuja a mirarnos dentro, a entrar de nuevo en nosotros mismos.

«¿Me amas?», «¿Eres mi amigo?»

El que sondea los corazones (cfr Rm 8,27) se hace mendicante de amor y nos interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial, premisa y condición para pastar a sus ovejas, a sus corderos, su Iglesia. Cada ministerio se funda sobre esta intimidad con el Señor; vivir de Él es la medida de nuestro servicio eclesial, que se expresa en la disponibilidad a la obediencia, al abajamiento, como hemos escuchado en la Carta a los Filipenses y a la donación total (cfr 2,6-11).

Del resto, la consecuencia de amar al Señor es dar todo – todo, hasta la misma vida – por Él: esto es lo que debe diferenciar nuestro ministerio pastoral; es la prueba de fuego que dice con qué profundidad hemos abrazado el don recibido respondiendo a la llamada de Jesús y cuánto estamos unidos a las personas y a las comunidades que se nos han confiado. Somos expresión de una estructura o de una necesidad organizativa: también con el servicio de nuestra autoridad estamos llamados a ser signo de la presencia y de la acción del Señor resucitado, a edificar por lo tanto, la comunidad en la caridad fraterna.

No es que esto sea obvio: también el amor más grande, de hecho, cuando no se alimenta continuamente, se atenúa y se apaga. No por nada el apóstol Pablo advierte: «Velen por ustedes, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido guardianes para apacentar a la Iglesia de Dios, que él adquirió al precio de su propia sangre» (Hch 20, 28).

La falta de vigilancia -lo sabemos – hace tibio al Pastor; lo hace distraído, olvidadizo e incluso impaciente; lo seduce con la perspectiva de la carrera, el señuelo del dinero y los compromisos con el espíritu del mundo; lo hace perezoso, transformándolo en un funcionario, un clérigo de estado preocupado más de sí, de las organizaciones y de las estructuras, que del verdadero bien del Pueblo de Dios. Se corre el riesgo, entonces, como el apóstol Pedro, de negar al Señor, aunque formalmente se nos presenta y nos habla en su nombre; se atenúa la santidad de la Madre Iglesia jerárquica, haciéndola menos fecunda.

¿Quién somos, hermanos, delante de Dios? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Tenemos muchas, cada uno de nosotros las suyas. ¿Qué nos está diciendo Dios a través de ellas? ¿Sobre qué nos estamos apoyando para superarlas?

Como para Pedro, la pregunta insistente y sincera de Jesús puede dejarnos doloridos y más consciente de la debilidad de nuestra libertad, amenazada como está por miles de condicionamientos internos y externos, que a menudo suscitan pérdida, frustración, incluso incredulidad.

No son realmente estos los sentimientos y los comportamiento que el Señor pretende suscitar; es más, de éstos se aprovecha el enemigo, el diablo, para aislar en la amargura, en la lamentación y en el desaliento.

Jesús, buen Pastor, no humilla ni abandona al arrepentido: en Él habla la ternura del Padre, que consuela y anima; hace pasar de la desintegración de la vergüenza – porque realmente la vergüenza nos desintegra – al tejido de la confianza; da valor, confía responsabilidad, entrega a la misión.

Pedro, que purificado al fuego del perdón puede decir humildemente «Señor, tu lo sabes todo; tú sabes que te amo» (Jn 21, 17). Estoy seguro que todos nosotros podemos decirlo de corazón. Y Pedro purificado, en su primer Carta nos exhorta a pastar «apacienten el Rebaño de Dios, (…) velen por él, no forzada, sino espontáneamente, (…); no por un interés mezquino, sino con abnegación; o pretendiendo dominar a los que les han sido encomendados, sino siendo de corazón ejemplo para el Rebaño. (1Pd 5, 2-3).

Sí, ser Pastores significa creer cada día en la gracia y en la fuerza que nos viene del Señor, no obstante nuestra debilidad, y asumir hasta el fondo la responsabilidad de caminar delante del rebaño, liberando de las cargas que dificultan la sana celeridad apostólica y sin vacilar en la guía, para hacer reconocible nuestra voz tanto de los que abrazan la fe, como de los que todavía «no son de este corral» (Jn 10, 16): estamos llamados a hacer nuestro el sueño de Dios, cuya casa no conoce exclusión de persones o de pueblos, como anunciaba proféticamente Isaías en la Primera Lectura (cfr Is 2,2-5).

Por esto, ser Pastores quiere decir también estar dispuesto a caminar en medio y detrás de las ovejas: capaces de escuchar la silenciosa historia de quien sufre y de apoyar el paso de quien teme no ser capaz; atentos a levantar, a tranquilizar y a infundir esperanza. Del compartir con los humildes nuestra fe sale siempre reforzada: dejemos de lado, por tanto, cualquier forma de arrogancia, para inclinarnos antes los que el Señor nos ha confiado a nuestro cuidado. Entre estos, un lugar particular, bien particular, reservémoslo a nuestro sacerdotes: sobre todo para ellos, nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta estén siempre abiertas a cualquier circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos nosotros obispo: nuestros sacerdotes. ¡Amémosles! ¡Amémosles de corazón! ¡Son nuestros hijos y nuestros
hermanos!

Queridos hermanos, la profesión de fe que ahora renovamos juntos no es un acto formal, sino que es renovar nuestra respuesta al «Sígueme» con el que se concluye el Evangelio de Juan (21, 19): lleva a desplegar la propia vida según el proyecto de Dios, comprometiéndose a todo por el Señor Jesús. De aquí brota el discernimiento que conoce y se hace cargo de los pensamientos, de las esperas y de las necesidades de los hombres de nuestro tiempo.

Con este espíritu, doy gracias de corazón a cada uno de vosotros por vuestro servicio, por vuestro amor a la Iglesia.

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ZENIT Staff

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