Una cuestión que viene planteándose intermitentemente en España es la conveniencia –según algunos sectores radicales – de la sustitución o supresión de los acuerdos vigentes en España entre la Santa Sede y el Estado. La razón que suele aducirse es la de “adecuar los Acuerdos a la Constitución”, en el caso de la sola revisión; o bien, el sometimiento de la Iglesia Católica a la legislación común, en caso de denuncia de los acuerdos. Esta última parece ser la posición adoptada por el PSOE , que en su reciente Conferencia política acuerda denunciar el concordato (acuerdos) de 1979 con el Vaticano y renegociarlo “desde cero”.
El tema es importante para la Iglesia por varias razones. La primera porque esos Acuerdossupusieron el final de una etapa de remodelación de las relaciones Iglesia- Estado en España, que había comenzado unos años antes de la muerte del general Franco y que se precipitó con su desaparición. Junto con la Constitución española, dichos Acuerdos suponen todo un símbolo de la nueva etapa democrática que se abrió. Esto explica que los cinco acuerdos- que constituyen el contenido de lo que, simplificando, podemos llamar el “concordato” que sustituyera al del año 1953- , fueran aprobados entre 1976 y 1979 con amplísimas mayorías en el Parlamento de la joven democracia española[1].
Un big-bang de concordatos
Las veces que, desde entonces, se ha planteado hipotéticamente su revisión, ha sido por algunos sectores ideológicos que desconfían de lo que pudiéramos llamar “legislación especial” sobre cultos. Se trata de la posición de los amantes de la legislación común. Postura más o menos razonable, si no fuera a-histórica . Hoy vivimos en una época jurídica marcada por una eclosión de leyes especiales, informal o formalmente pactadas con diversos grupos sociales. Leyes que procuran adaptarse a la peculiar estructura de cada uno de los factores que esos grupos representan, ya se trate del factor laboral, sindical o sanitario. Es decir, la rigidez de las leyes comunes cede ante la plasticidad de la vida.
En el marco de las relaciones Estado-Iglesia, esto se manifiesta en una llamativa eclosión de la legislación pactada en todo el mundo, paralela a ese crescendo de legislaciones negociadas por los Estados en otros ámbitos sociales. Es significativo que los acuerdos estipulados por los Estados con la Iglesia católica en el casi medio siglo que hoy nos separa del Concilio Vaticano II, superan notablemente en cantidad a todos los suscritos en los cinco decenios precedentes[2].
La razón estriba en que la bilateralidad potencia fórmulas de consenso que aquietan las pasiones y, en lo posible, satisfacen las inteligencias. En Europa occidental es muy frecuente y tradicional (España, Portugal, Italia, Alemania etc) la solución concordataria. A su vez, después del crak de 1989 en los países del Este europeo se ha producido una importante aceleración de la conclusión de concordatos y acuerdos (Polonia, Hungría, Coacia, Eslovaquia, Eslovenia, Albania etc). Igualmente Africa ha sido testigo de su firma entre varios países y la Santa Sede (Costa de Marfil, Gabón, por ejemplo). Sin olvidar Medio Oriente (Israel, la OLP) o Asia (Kazajistán). Y en Latinoamérica cerca de una veintena de estados centro y sudamericanos conocen esa fórmula: desde Brasil a República Dominicana; de Argentina a Perú, pasando por Haití ; o desde Ecuador a Colombia, sin olvidar Venezuela. Un auténtico boom de soluciones jurídicas consensuadas y elevadas a pacto entre ambas potestades.
No necesidad y dudosa posibilidad
Dicho esto, es evidente que la revisión de un pacto con rango de tratado internacional exige, para su revisión, dos presupuestos: necesidad y posibilidad.
Lo primero es muy dudoso. Para revisar un tratado internacional se requieren causas importantes y graves. Pensemos en la última revisión efectuada en España de un concordato con la Santa Sede y las serias motivaciones que la impulsaron. Me refiero al ya derogado concordato de 1953.
El Estado y la Iglesia católica se encontraron, entre mediados de los 60 y principios de los 70, con dos problemas de entidad. Por un lado, el privilegio del fuero que consagraba el concordato de 1953 producía situaciones anómalas, pues sacerdotes de algún modo conectados con el movimiento terrorista de ETA no podían ser juzgados por las autoridades civiles, ya que el concordato exigía la autorización de los correspondientes obispos. Estos no siempre la otorgaban, dificultando el procedimiento penal y la acción policial.
Por otro lado, a partir del Concilio Vaticano II, la Santa Sede había rogado a los Estados que renunciaran al privilegio de intervenir en los nombramientos de autoridades eclesiásticas (incluidos obispos). Entre esos Estados estaba el español, que por privilegio concedido tenía una notable intervención en el nombramiento de los obispos. Así pues, el desencadenante de la revisión del concordato de 1953 fueron dos cuestiones de máxima importancia: el libre nombramiento de Obispos y la igualdad de todos los ciudadanos frente a la administración de justicia.
Respuestas inteligentes
Si desde estas consideraciones fijamos ahora nuestra mirada en el vigente “concordato” habrá que convenir que las inevitables fricciones o temas en discusión entre la Iglesia y el Estado se han ido resolviendo a través de fórmulas imaginativas que, evitando aplicar la piqueta a una estructura aceptable, ha dado respuestas inteligentes a nuevas necesidades, sin abrir formalmente un proceso de revisión. Baste pensar en el simple canje de Notas (diciembre de 2006) entre la Nunciatura en España y el Ministerio de Exteriores, por el que se ratifican los acuerdos en materia de financiación de la Iglesia alcanzados por el Gobierno y la Conferencia Episcopal española. Entre ellos, nada menos que la definitiva terminación del sistema de dotación presupuestaria y su sustitución por el de asignación tributaria, elevando al mismo tiempo el coeficiente de este último al 0,7 % en la declaración del IRPF [3].
Algo similar ocurrió con el problema planteado con el régimen de los profesores de religión que, después de algunos vaivenes, quedó recogido sin especiales problemas en un Real Decreto de 2007. Incidentalmente debo decir que no sería justo hablar solamente de tensiones entre los Gobiernos de R. Zapatero y la Iglesia, sin mencionar estas dos cuestiones en las que se volvió a la política de mano tendida del Estado hacia la Iglesia[4].
En fin, las pocas veces que el Tribunal Constitucional ha debido afrontar cuestiones relacionadas con los Acuerdos (capellanes castrenses, matrimonio, enseñanza de la religión, idoneidad del profesorado) nunca ha puesto en duda su constitucionalidad[5], lo que entonces sí que haría necesaria una revisión. Incluso el Tribunal de Derechos Humanos[6] ha declarado acordes con el Convenio de Derechos Humanos y con justificación “objetiva y razonable” la conclusión de Acuerdos entre la Iglesia católica y el Estado previendo para la Iglesia un estatuto fiscal específico, siempre que quede abierta la puerta para la conclusión de convenios entre el Estado y otras Iglesias que así también lo establezca. Lo cual, como es sabido, está previsto en la ley de libertad religiosa española de 1980.
Descartada, pues, la necesidad de una revisión, digamos que, en cuanto a su posibilidad, siempre está abierta, desde luego, si ambas partes (Iglesia y Estado) as
í lo acuerdan. Pero esta posibilidad – siempre implícita en todo tratado internacional – no parece que la Iglesia entienda que deba actualizarse por causas de menor importancia. Y la posible denuncia unilateral no es factible, entre otras cosas porque la rotura unilateral de un concordato solamente es posible cuando el propio tratado lo prevea o cuando haya una violación gravísima por una de las partes[7]. Ya se entiende que esta situación es poco real en el actual panorama sociológico y político español.