La III predicación de Adviento a la que asistió el Papa y la Curia Romana

Texto completo: ‘El misterio de la Encarnación contemplado con los ojos de Francisco de Así­s’. Realizada por el fraile capuchino Raniero Cantalamessa

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Este viernes por la mañana, el papa Francisco asistió, junto a la Curia Romana, a la segunda predicación de Adviento en la Capilla Redemptoris Mater del Vaticano. Como en otras ocasiones, el sermón fue pronunciado por el predicador de la Casa Pontificia, padre Raniero Cantalamessa. El fraile capuchino tituló su reflexión de adviento en preparación a la Navidad: El misterio de la Encarnación contemplado con los ojos de Francisco de Asís.

A continuación les presentamos la traducción de ZENIT del texto completo de la predicación.

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap – Tercera Predicación de Adviento

EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN CONTEMPLADO
CON LOS OJOS DE FRANCISCO DE ASÍS 

1. Greccio y la institución del pesebre

Todos conocemos la historia de Francisco que en Greccio, tres años antes de su muerte, comenzó la tradición navideña del pesebre; pero es bonito recordarla, brevemente, en esta circunstancia. Escribe el Celano:

“Unos quince días antes de la Navidad del Señor, el bienaventurado Francisco  llamó un cierto Juan, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos  lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno. […] Llegó el día, día de alegría, de exultación. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono , pues lo era, y con voz sonora canta el santo Evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel”[1].

La importancia del episodio no está tanto en el hecho en sí mismo ni en el espectacular continuación que ha tenido en la tradición cristiana; está en la novedad que revela a propósito de la comprensión que el santo tenía del misterio de la encarnación. La insistencia demasiado unilateral, y a veces incluso obsesiva, sobre los aspectos ontológicos de la Encarnación (naturaleza, persona, unión hipostática, comunicación de los idiomas) había hecho perder a menudo de vista la verdadera naturaleza del misterio cristiano, reduciéndolo a un misterio especulativo, de formular con categorías cada vez más rigurosas, pero muy lejos del alcance de las personas.

Francisco de Asís nos ayuda a integrar la visión ontológica de la Encarnación, con la más existencial y religiosa. No importa, de hecho, saber solo que Dios se ha hecho hombre; importa también saber que tipo de hombre se ha hecho. Es significativo la forma distinta y complementaria en la que Juan y Pablo describen el evento de la encarnación. Para Juan, consiste en el hecho de que el Verbo que era Dios se ha hecho carne (cf. Jn 1, 1-14): para Pablo, consiste en el hecho de que «Cristo, siendo de naturaleza divina, ha asumido la forma de siervo y se ha humillado a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (cf. Fil 2, 5 ss). Para Juan, el Verbo, siendo Dios, se ha hecho hombre; para Pablo «Cristo, de rico que era, se ha hecho pobre» (cf. 2 Cor 8, 9).

Francisco de Asís se sitúa en la línea de san Pablo. Más que sobre la realidad ontológica de la humanidad de Cristo (en la cual cree firmemente junto a toda la Iglesia), insiste, hasta la conmoción, sobre la humildad y la pobreza de esta. Dicen las fuentes, que había dos cosas que tenían el poder de conmoverlo hasta las lágrimas cada vez que oía hablar de ellas:  “la humildad de la encarnación de la caridad de la pasión”[2]. “No recordaba sin lágrimas la penuria que rodeó aquel día a la Virgen pobrecilla. Una vez que se sentó a comer le dijo un hermano que la Santísima Virgen era tan pobrecilla, que a la hora de comer no tenía nada que dar a su Hijo. Oyendo esto el varón de Dios, suspiró con gran angustia, y, apartándose de la mesa, comió pan sobre la desnuda tierra”[3] .

Francisco dio de nuevo así «carne y sangre» a los misterios del cristianismo a menudo «desencarnados» y reducidos a conceptos y silogismos en las escuelas teológicas y en los libros. Un estudioso alemán vio en Francisco de Asís aquel que ha creado las condiciones para el nacimiento del moderno renacimiento del arte, en cuanto que disuelve personas y eventos sagrados de la rigidez estilizada de pasado y les confiere concreción y vida[4].

2. La Navidad y los pobres

La distinción entre el hecho de la encarnación y el modo de ésta, entre su dimensión ontológica y la existencial, nos interesa porque arroja una luz singular sobre el problema actual de la pobreza y de la actitud de los cristianos hacia ella. Ayuda a dar un fundamento bíblico y teológico a la elección preferencial por los pobres, proclamada en el Concilio Vaticano II. Si de hecho por el hecho de la encarnación, el Verbo tiene, en cierto sentido, asumido a cada hombre, como decían ciertos Padres de la Iglesia, por el modo en el que ha sucedido la encarnación, él ha asumido, de una forma particular, el pobre, el humilde, el que sufre, hasta el punto de identificarse con él.

Ciertamente, en el pobre no se tiene el mismo género de presencia de Cristo que se tiene en la Eucaristía o en otros sacramentos, pero se trata de una presencia también «real». Él ha instituido este signo, como ha instituido la Eucaristía. Él que pronunció sobre el pan las palabras: «Esto es mi cuerpo», dijo estas mismas palabras también sobre los pobres. Lo ha dicho cuando, hablando de lo que se ha hecho, o no se ha hecho, por el hambriento, el sediento, el prisionero, el desnudo y el exiliado, declaró solemnemente: «Lo habéis hecho a mí», y «no lo habéis hecho a mí». Esto de hecho equivale a decir: «Esa persona realmente rota, necesitada de un poco de pan, ese anciano que moría entumecido por el frío sobre la acera, ¡era yo!». «Los padres conciliares – escribió Jean Guitton, observador laico del Vaticano II – han redescubierto el sacramento de la pobreza, la presencia de Cristo bajo la especie de aquellos que sufren»[5].

No acoge plenamente a Cristo quien no está dispuesto a acoger al pobre con el que él se ha identificado. Quien, al momento de la comunión, se siente lleno de fervor al recibir a Cristo, pero tiene el corazón cerrado a los pobres, se asemeja, diría san Agustín, a uno que ve venir de lejos un amigo que no ve desde hace años. Lleno de alegría, corre hacia él, se pone de puntillas para besarle la frente, pero al hacerlo no se da cuenta que le está pisando con zapatos de clavos. Los pobres de hecho son los pies desnudos que Cristo tiene todavía posados sobre la tierra.

El pobre es también él un «vicario de Cristo», uno que toma el lugar de Cristo. Vicario, en sentido pasivo, no activo. No en ese sentido, es decir, que lo que hace el pobre es como si lo hiciera Cristo, si no en el sentido que lo que se hace al pobre es como si se le hiciese a Cristo. Es verdad, como escribe san León Magno, que después de la ascensión, «todo lo que era visible de nuestro Señor Jesucristo ha pasado en las signos sacramentales de la Iglesia»[6], pero también es verdad que, desde el punto de vista existencial, esto ha pasado también en los pobres y en todos aquellos con los que él dijo: «Lo habéis hecho a mí».

Vemos la consecuencia que deriva de todo esto en el plano de la eclesiología. Juan XXIII, en ocasión del Concilio, usó la expresión «Iglesia de los pobres»[7]. Esta expresión reviste un significado que va quizá más allá de lo que se entiende a primera vista. ¡La Iglesia de los pobres no
está constituida solo por los pobres de la Iglesia! En un cierto sentido, todo los pobres del mundo, estén bautizados o no, le pertenecen. Su pobreza y sufrimiento es su bautismo de sangre. Si los cristianos son aquellos que han sido «bautizados en la muerte de Cristo» (Rom 6, 3), ¿quién está más bautizado en la muerte de Cristo que ellos?

¿Cómo no considerarles, en cierto modo, Iglesia de Cristo, si Cristo mismo les ha declarado su cuerpo? Ellos son «cristianos», no porque se declaren pertenecientes a Cristo, sino porque Cristo les ha declarado pertenecientes a si mismo: «¡Lo habéis hecho a mí!» Si hay un caso en el que la controvertida expresión «cristianos anónimos» puede tener una aplicación plausible, es precisamente este de los pobres.

La Iglesia de Cristo es por tanto inmensamente más grande de lo que dicen las estadísticas actuales. No por decirlo así, sin más, si no, realmente. Ninguno de los fundadores de religiones se ha identificado con los pobres como ha hecho Jesús. Ninguno ha proclamado: «Todo lo que habéis hecho a uno solo de estos mis hermanos pequeños, lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 40), donde el «hermano pequeño» no indica solo el creyente en Cristo, sino como es admitido por todos, cada hombre.

De ello se desprende que el Papa, vicario de Cristo, es realmente el «padre de los pobres», el pastor de este rebaño inmenso, y es una alegría y un estímulo para todo el pueblo cristiano ver cuánto este rol ha sido tomado en el corazón de los últimos Sumos Pontífices y de una forma particular del pastor que se sienta hoy en la cátedra de Pedro. Él es la voz más autorizada que se levanta en su defensa. La voz de los que no tienen voz. ¡Realmente no «se ha olvidado de los pobres»!

Lo que el Papa escribe, en la reciente exhortación apostólica, sobre la necesidad de no quedar indiferentes frente al drama de la pobreza en el mundo globalizado de hoy, me ha hecho venir a la mente una imagen. Nosotros tendemos a meter, entre nosotros y los pobres, dobles ventanas. El efecto de las dobles ventanas, muy usado hoy en los edificios, impide el paso del frió, del calor y del ruido, disuelve todo, hace llegar todo amortiguado, apagado. Y de hecho vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar detrás de la pantalla de la televisión, en las páginas de los periódicos y de las revista misioneras, pero su grito nos llega como de muy lejos. No nos penetra en el corazón. Lo digo con mi propia confusión y vergüenza. La palabra: «¡los pobres!” provoca, en lo países ricos, lo que provocaba en los antiguos romanos el grito «¡los bárbaros»: el desconcierto, el pánico. Ellos se afanaban en construir murallas y en enviar ejércitos a las fronteras para mantenerlos a raya; nosotros hacemos lo mismo, de otros modos. Pero la historia dice que todo es inútil.

Lloramos y nos quejamos – ¡y con razón! – por los niños a quienes se impide nacer, ¿pero no hay que hacer lo mismo por los millones de niños que nacen y están condenados a muerte por el hambre, las enfermedades, niños que se ven obligados a ir a la guerra y matar a otros, por intereses a los qué no resultan extraños hombres de negocio de los países ricos? ¿No será porque los primeros pertenecen a nuestro continente y tienen nuestro mismo color, mientras que los segundos pertenecen a otro continente y tienen un color diferente? Protestamos – ¡y con mucha razón! – por los ancianos, los enfermos, los deformes ayudados (a veces forzados) a morir con la eutanasia; ¿pero no deberíamos hacer lo mismo por los ancianos que mueren congelados de frío o abandonados a su suerte? La ley liberal «vive y deja vivir» nunca debe convertirse en la ley de «vive y deja morir», como sin embargo está sucediendo en el mundo.

Por supuesto, la ley natural es santa, pero es  precisamente para tener la fuerza de aplicarla por lo que necesitamos recomenzar desde la fe en Jesucristo. San Pablo ha escrito: «Lo que la ley no podía, rendida impotente a causa de la carne, Dios lo hizo posible, enviando a su Hijo» (Rom 8, 3). Los primeros cristianos, con sus costumbres, ayudaron al estado a cambiar sus leyes; los cristianos de hoy no podemos hacer lo contrario y pensar que es el estado con sus leyes quien tiene que cambiar las costumbres de la gente.

3. Amar, auxiliar y evangelizar a los pobres

La primera cosa que es necesario hacer respecto a los pobres, es entonces  romper los cristales aislantes, superar la indiferencia y la insensibilidad. Debemos, como justamente nos exhorta el Papa, “darnos cuenta” de los pobres, dejarnos tomar por una sana inquietud ante su presencia en medio a nosotros, muchas veces a dos pasos de nuestra casa. Lo que debemos hacer en concreto por ellos lo podemos resumir en tres palabras: amarlos, auxiliarlos y evangelizarlos.

Amar a los pobres. El amor por los pobres es una de las características más comunes de la santidad católica. Para el mismo san Francisco, lo hemos visto en la primera meditación, el amor por los pobres, a partir de Cristo pobre, viene antes del amor a la pobreza y fue eso que le llevó a desposar la pobreza. Para algunos santos como san Vicente de Paul, madre Teresa de Calcuta y tantos otros, el amor por los pobres fue incluso el camino a la santidad, su carisma.

Amar a los pobres significa sobretodo respetarlos y reconocerles su dignidad. En ellos, justamente por la falta de otros títulos y distinciones secundarias, brilla con una luz más viva la radical dignidad del ser humano. En una homilía de Navidad hecha en Milán, el cardenal Montini decía: “La visión completa de la vida humana bajo la luz de Cristo ve en un pobre algo más que un necesitado; ve al hermano misteriosamente revestido de una dignidad que obliga a tributarle reverencia, a acogerlo con premura, a compadecerlo más allá del mérito”[8].

Pero los pobres no merecen solamente nuestra conmiseración, se merecen también nuestra admiración. Ellos son verdaderos campeones de la humanidad. Cada año se distribuyen copas, medallas de oro, de plata, de bronce; al mérito, a la memoria o a los ganadores de torneos. Y quizás solamente porque han sido capaces de correr en una fracción menos de segundo que los otros, en los cien, doscientos, o cuatrocientos metros con obstáculos, o por saltar un centímetro más que los otros, o ganar un maratón o un torneo de slalom.

Y si uno observa los “saltos” mortales, los maratones y los slalom que los pobres son capaces de hacer no sólo una vez, pero durante toda la vida, los resultados de los más famosos atletas nos parecerían juegos de niños. ¿Qué es un maratón respecto, por ejemplo, al que hace un hombre rickshaw de Calcuta, el cual al final de la vida hizo a pie el equivalente a diversas vueltas de la tierra, en el calor tremendo, jalando a uno o dos pasajeros por calles maltrechas, entre baches y pozos, zigzagueando entre los autos para no ser atropellado?

Francisco de Asís nos ayuda a descubrir un motivo aún más fuerte para amar a los pobres: el hecho de que ellos no son simplemente nuestros “similares” o nuestro “prójimo”: ¡son nuestros hermanos! Jesús había dicho: “Uno sólo es vuestro Padre celeste y ustedes son todos hermanos” (cf. Mt 23,8-9), pero esta palabra había sido entendida hasta ahora como dirigida solamente a sus discípulos. En la tradición cristiana, hermano en el sentido literal es solamente quien comparte la misma fe y ha recibido el mismo bautismo.

Francisco retoma la palabra de Cristo y le da un alcance universal, que es aquel que seguramente tenía en su mente también Jesús. Francisco ha puesto realmente “todo el mundo en estado de fraternidad”[9]. Llama hermanos no solamente a sus frailes y a los compañeros de la fe, sino también a los leprosos, los ladrones, sarracenos, o sea creyentes y no creyentes, buenos o malos, especialmente a los pobres. Novedad ésta absoluta, extiende el concepto de hermano y hermana también a las criaturas inanimadas: el sol, la luna, la tierra, el agua y has
ta a la muerte. Esta evidentemente es poesía más que teología. El santo sabe bien que entre ellas y las criaturas humanas hechas a imagen de Dios, existe la misma diferencia que entre el hijo de un artista y las obras por él creadas. Pero es que el sentido de fraternidad universal del Pobrecillo no tiene confines.

Esto de la fraternidad es la contribución específica que la fe cristiana puede dar para reforzar en el mundo la paz y la lucha contra la pobreza, como sugiere el tema de la próxima Jornada Mundial de la Paz, “Fraternidad, fundamento y vía hacia la paz”. Si pensamos bien, ese es el único fundamento verdadero y no una veleidad. ¿Qué sentido tiene de hecho hablar de fraternidad y de solidaridad humana, si se parte de una cierta visión científica del mundo que conoce, como únicas fuerzas en acción en el mundo, “el caso y la necesidad”? Si se parte, en otras palabras, desde una visión filosófica como la de Nietzsche, según la cual “el mundo no es que voluntad de potencia y cada intento de oponerse a esto es solamente el signo del resentimiento de los débiles contra los fuertes”. Tiene razón quien dice que “si el ser es solamente caos y fuerza, la acción que busca la paz y la justicia está destinada inevitablemente a quedarse sin fundamento”[10]. Falta en este caso una razón suficiente para oponerse al liberalismo desenfrenado y a la “inequidad” denunciada con fuerza por el papa en la exhortación Evangelii gaudium.

Al deber de amar y respetar a los pobres, le sigue el de auxiliarlos. Quien nos encamina es san Jacobo. ¿De qué nos sirve tener piedad delante de un hermano o una hermana sin vestidos y sin alimentos si les decimos: “¡Pobrecito, sufres mucho. Ve, caliéntate y sáciate!”, si no le das nada de lo que necesita para calentarse y nutrirse? La compasión, como la fe, sin obras está muerta (cf. Gc 2, 15-17). Jesús en el juicio no dirá: “Estaba desnudo y se compadecieron”; sino “Estaba desnudo y me han vestido”. No hay que tomársela con Dios ante la miseria del mundo, sino con nosotros mismos.  Un día viendo a una niña que temblaba de frío y que lloraba por el hambre, un hombre fue tomado por un impulso de rebelión y gritó: “Oh Dios, ¿dónde estás? ¿Por qué no haces algo por aquella criatura inocente?”. Cuando una voz interior le respondió: “¡Claro que he hecho algo, te he hecho a ti!. Y entendió inmediatamente.

Hoy, sin embargo, ya no es suficiente simplemente la limosna. El problema de la pobreza se ha vuelto planetario. Cuando los Padres de la Iglesia hablaban de los pobres pensaban en los pobres de su ciudad, o al máximo en los de la ciudad vecina. No conocían otra cosa si no muy vagamente y, por otra parte si la hubieran conocido, hacer llegar ayudas hubiera sido aún más difícil, en una sociedad como aquella. Hoy sabemos que esto no es suficiente, a pesar de que nada nos dispensa de hacer lo que podamos también a este nivel individual.

El ejemplo de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo nos muestra que hay tantas cosas que se pueden hacer para socorrer, cada uno según sus propios medios y posibilidades, los pobres y promover su elevación. Hablando del “grito de los pobres”, en la Evangelica testificatio, Pablo VI decía de modo particular a nosotros religiosos: “Induce a algunos de vosotros a unirse a los pobres en su condición, a compartir sus ansias punzantes. Invita, por otra parte, a no pocos de vuestros Institutos a convertir algunas de sus obras propias en servicio de los pobres”[11].

Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe entre ricos y pobres en el mundo es el deber más urgente y más ingente que el milenio que ha concluido hace poco ha entregado al nuevo milenio en el que hemos entrado. Esperamos que no sea todavía el problema número uno que el milenio presente deja en herencia a el sucesivo.

Finalmente, evangelizar a los pobres. Esta fue la misión que Jesús reconoció como la suya por excelencia: “El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18) y que indicó como signo de la presencia del Reino a los invitados del Bautista: “A los pobres es anunciada la buena noticia” (Mt 11, 15). No debemos permitir que nuestra mala conciencia nos empuje a cometer la enorme injusticia de privar de la buena noticia a aquellos que son los primeros y más naturales destinatarios. Tal vez, poniendo como excusa, el proverbio que dice «el vientre hambriento no tiene oídos».

Jesús multiplicaba los panes junto con la palabra, más bien antes administraba, a veces durante tres días seguidos, la Palabra y después se preocupaba también de los panes. No sólo de pan vive el pobre, sino también de esperanza y de toda palabra que sale de la boca de Dios. Los pobres tienen el derecho sacrosanto de escuchar el Evangelio en su totalidad, no en la edición abreviada o polémica; el evangelio que habla del amor a los pobres, pero no del odio a los ricos.

4. Alegría en los cielos y alegría en la tierra

Terminamos en otro tono. Para Francisco de Asís, la Navidad no era sólo la oportunidad de llorar sobre la pobreza de Cristo; era también la fiesta que tenía el poder de hacer estallar toda la capacidad de alegrarse que había en su corazón, y era inmensa. En Navidad él hacía locuras literalmente.

 “Quería que en este día los pobres y los mendigos fuesen saciados por los ricos, y que los bueyes y los asnos recibiesen una ración de comida y heno más abundante de lo habitual. Si podré hablar con el emperador -decía- le suplicaré que emane un edicto general, por lo que todos aquellos que tienen la posibilidad, deban esparcir por las calles trigo y cereales, por lo que en un día de tanta solemnidad los pajaritos y particularmente las hermanas alondras tengan en abundancia”[12].

Se convertía como en uno de esos niños que están con los ojos llenos de admiración delante del pesebre. “Durante la función navideña en Greccio, cuenta el biógrafo, cuando pronunciaba el nombre ‘Belén’ se llenaba la boca de voz y todavía más de tierno afecto, produciendo un sonido como el balar de la oveja. Y cada vez que decía ‘Niño de Belén’ o ‘Jesús’, pasaba la lengua sobre los labios, casi para disfrutar y retener toda la dulzura de esas palabras”.

Hay un canto navideño que expresa perfectamente los sentimientos de San Francisco delante del pesebre y no es de extrañar si tenemos en cuenta que ha sido escrito, letra y música, por un santo como él, san Alfonso María de Ligorio. Escuchándolo en el tiempo navideño, dejémonos conmover por su mensaje simple pero esencial:

Bajas de las estrellas o Rey del Cielo,

y vienes en una gruta al frío y al hielo…

A ti que eres del mundo el Creador,

faltan vestido y fuego, o mi Señor.

Querido elegido niñito, cuánto esta pobreza

me inspira amor para ti,

luego que el amor te hizo aún más pobre.

Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!

[1] Celano, Vida Primera, 84-86 .

[2] Ib. 30.

[3] Celano, Vida Segunda, 151.

[4] H. Thode, Francisco de Asís y los inicios del arte del Renacimiento en Italia, Berlín 1885.

[5] J. Guitton, cit. por R. Gil, Presencia de los pobres en el concilio, en “Proyección” 48, 1966, p.30.

[6] S. León Magno, Discurso 2 sobre la Ascensión, 2 (PL 54, 398).

[7] En AAS 54, 1962, p. 682.

[8] Cf. El Jesús de Pablo VI, editado por V. Levi, Milán 1985, p. 61.

[9] P. Damien Vorreux, San Francisco de Asís, Documentos, París 1968, p. 36.

[10] V. Ma
ncuso, en La Repubblica, Viernes 4 de octubre de 2013.

[11] Pablo VI, Evangelica testificatio, 18 (Ench. Vatic., 4, p.651).

[12] Celano, Vida Segunda,  151.

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ZENIT Staff

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