Anna María Gallo nació en Nápoles, Italia, el 25 de marzo de 1715. Sus padres eran comerciantes y residían en el conocido barrio español, entonces feudo de pillos, gentes de mal vivir. Gracias a Bárbara, su madre, Anna vio dulcificada parte de su vida, ya que tuvo que presenciar (y fue también receptora) de los malos tratos de su padre. Éste era tan iracundo que, antes de su nacimiento, su madre presa de angustia,acudió a san Francisco Jerónimo y a san Juan José de la Cruz quienes le vaticinaron que tendría una hija santa. Y esta virtuosa y abnegada mujer enseñó a la niña a vivir en la presencia de Dios. Su ejemplo hizo que en el barrio fuese conocida como la «santita». En el taller de hilados su padre le impuso un horario de trabajo inusual para su edad. Dedicaba varias horas al día a la oración, la lectura, la meditación y las penitencias que fueron ordinarias en su itinerario espiritual. Todo ello sin menoscabo de su tarea en la que rendía el doble que las trabajadoras que vivían centradas en la labor. Y eso llamaba la atención de sus compañeras.
Desconocían que privadamente había consagrado su vida a Dios. Por eso cuando a los 16 años, su padre se empeñó en desposarla con un pretendiente de buena posición que admiraba su virtud y belleza, pese a que las penitencias se reflejaban en su pálido rostro, se negó rotundamente. Él la golpeó sin piedad y la recluyó vetándole todo alimento, excepto pan y agua. Fue su oportunidad para intensificar la mortificación, la oración y la penitencia, hasta que Bárbara consiguió aplacar a su marido con la mediación del padre Teófilo, franciscano de la Orden menor, y terminó con el encierro de la santa en 1731. Entonces tomó el hábito como terciaria franciscana de san Pedro de Alcántara, y el nombre de María Francisca de las Cinco Llagas con el que fue encumbrada a los altares; lo eligió por su devoción a la Pasión de Cristo, a la Virgen María y al Poverello.
Fue dirigida por los Hermanos Menores del convento de Santa Lucía al Monte, si bien seguía viviendo en el domicilio paterno. Allí prosiguió el régimen de vida austero con ayunos y disciplinas que se infligía con severidad, incluyendo flagelaciones y cilicios, entre otros. La circunstancia de continuar al abrigo de su familia llevó consigo determinados contratiempos. Con la cercanía hubo hechos evidentes de carácter sobrenatural que no pudo mantener ocultos, y los suyos unieron sus críticas mordaces a las de otras personas ajenas al hogar. Porque Anna fue bendecida con favores místicos (éxtasis, apariciones, arrobamientos…), y dones extraordinarios. Su padre intentó obtener provecho de ellos y le trasladó lo que un negociante le había propuesto: nada menos que hiciera uso de estas gracias para obtener un buen dinero, dedicada a una especie de quiromancia. La joven protestó: no era una adivina. Pero su padre replicó que, al ser una santa, conseguiría el favor de Dios para adivinar el futuro. Al recibir su negativa, volcó su ira en ella azotándola con el látigo. Por este hecho, un juez, que fue advertido por el obispo, le amenazó con una multa si volvía a castigar a su hija de ese modo. Nunca más lo hizo.
A la muerte de su madre, la santa se trasladó al domicilio del sacerdote Giovanni Pessiri, al que sirvió los treinta y ocho años restantes de su vida. Allí vivió junto a otra franciscana. Las tentaciones y ataques que le infligía el demonio eran frecuentes; hasta fue inducida al suicidio. Del crucifijo brotó un día la solución para ahuyentarlo: «Cuando te asalten los ataques de los enemigos del alma, haz la señal de la cruz, y además de invocar los nombres de las tres divinas Personas de la Santísima Trinidad, debes decir varias veces: ‘Jesús, José y María’». Así lo venció. Fue frecuentemente acompañada del arcángel san Rafael y ocasionalmente del arcángel san Miguel.
En medio de sus numerosos éxtasis, que la dejaban sin sentido, en la Navidad de 1741 vivió la experiencia del «desposorio místico»; quedó ciega durante 24 horas. Los fenómenos místicos que la acompañaron en tres ocasiones, se manifestaban en el instante de recibir la comunión, momentos en los que la Sagrada Forma, bien en manos del consagrante o hallándose en el copón, se posaba en sus labios sin que mano humana la depositara en ellos. Pero lo más significativo fue la aparición en su cuerpo de las cinco llagas de la Pasión del divino Redentor. Además, sufría dolores similares a los que Cristo padeció en todo el proceso comenzando por el Huerto de los Olivos, la flagelación, coronación de espinas, portar la cruz a cuestas camino del calvario, la crucifixión y el estado de agonía del Viernes Santo. Todo ello lo entregó en oblación por la conversión de los pecadores y por las almas del purgatorio. A lo largo de su vida padeció incomprensiones, ofensas y murmuraciones de diverso calado, sufrimientos que asumió con paciencia, silencio y oración.
En ese proceso de discernimiento seguido por las autoridades eclesiásticas para dilucidar cuánto de verdad había en sus visiones y cuánto de superchería, el cardenal arzobispo Spinelli determinó que fuese dirigida por el sacerdote Ignacio Mostillo, que durante siete años la sometió a severas pruebas, asegurándose de la autenticidad de las mismas. En una ocasión confió a su director espiritual: «He sufrido en mi vida todo lo que una persona humana puede sufrir. Pero todo ha sido por amor a Dios». Recibió también el don de profecía; vaticinó a san Francisco Javier María Bianchi, a quien conocía, que subiría a los altares. Murió el 6 de octubre de 1791. Gregorio XVI la beatificó el 12 de noviembre de 1843. Pío IX la canonizó el 29 de junio de 1867. La silla en la que se sentó en Nápoles durante los últimos 7 años de su vida, es codiciada por las mujeres con esterilidad diagnosticada, que toman asiento en ella al saber que se cuentan por miles las que después de haberlo hecho hallándose en sus condiciones concibieron un hijo.